¿De qué sirve la cumbre de América Latina y Europa en Santiago?
Por Alvaro Vargas Llosa
Estas reuniones se dan desde 1999. Pero, como la integración
latinoamericana es un desovar continuo de siglas que se suceden una tras
otra, cuando dichas cumbres empezaron los interlocutores de este lado
del Atlántico se llamaban Grupo de Río y ahora se llaman Celac (invento
que data formalmente de 2010 y en la práctica de 2011). Ninguna de las
seis anteriores produjo resultados que estuvieran a la altura de los
objetivos fijados en la primera: diálogo político “respetuoso de las
normas del derecho internacional”, liberalización comercial “integral”,
“libre” flujo de capitales y cooperación en distintos ámbitos. No hay
razón para creer que esta vez el resultado será distinto. Lo que no
significa que no valga la pena seguir intentándolo: sólo que no tiene
sentido esperar que esta cumbre dé de sí lo que quisiéramos quienes
creemos que los objetivos mencionados sí significan algo.
A todos, y no sólo a Sebastián Piñera, les vendrá bien esta cita
santiaguina. Por lo pronto, a los europeos. A Angela Merkel y los
alemanes les permitirá un respiro después de la angustia de las
elecciones que se celebrarán este domingo en Baja Sajonia, donde la
alianza gobiernista puede sufrir una derrota que prefigure un escenario
muy complicado en las generales de septiembre. A los italianos también
les vendrá a pelo una distracción, en este caso con respecto a una
campaña que con seguridad ganará la izquierda capitaneada por Per Luigi
Bersani y supondrá la salida de Mario Monti del poder. A los franceses
les dará una tregua en medio del conflicto de Mali, en el que estarán
involucrados no se sabe hasta cuándo. Y a los españoles del gobierno de
Mariano Rajoy, ni qué decir: todo lo que sea sacar unos instantes la
cabeza del drama económico y el pleito con la Cataluña soberanista se
agradece de todo corazón.
La Europa que visita a América Latina -ya puestos a hacer la
valoración de conjunto- es una de las únicas dos zonas significativas
del mundo que está en recesión todavía (la otra es Japón). El
crecimiento real el año pasado fue negativo y lo volverá a ser este año.
Allí van a la cabeza en términos económicos, y esto lo dice todo, los
países bálticos. Aunque los patitos feos del continente han mejorado su
déficit y exportan un poco más hoy día por el abaratamiento del euro,
están tan mal que han empezado a afectar a los países estrella. De allí
que Alemania haya crecido en 2012 menos de un punto porcentual.
Del lado latinoamericano, en cambio, hay mejores noticias. Pero las
hay a condición de mirar al continente en su conjunto: el año pasado el
producto interno de la región creció 3,1 por ciento y América Latina
captó unos 170 mil millones de dólares de inversión extranjera directa,
lo que indica que es una de las zonas que atraen la mirada de quienes
ven hoy con pavor lo que les sucede a los ricos venidos a menos. Pero
seamos serios: estas cifras globales encierran unas diferencias
abismales entre lo que sucede en países como Perú, Chile y Colombia y lo
que pasa en Argentina y Venezuela, por ejemplo. También disimulan la
fuerte desaceleración brasileña, compensada por un México que va poco a
poco repuntando.
Para que una cumbre como ésta tenga un éxito real es necesario que
haya una visión de futuro claramente compartida. Y eso no se da en este
momento en ninguna de las dos orillas. En Europa, a la tensión que
produce el debate entre quienes quieren más austeridad y quienes
propugnan más estímulo estatal se suma el mucho más trascendental
enfrentamiento entre quienes pretenden avanzar hacia la federalización
de Europa y quienes, como el Reino Unido, acaban de plantear una
renegociación de su propia relación con la Unión Europea. En América
Latina, la división es incluso más grave, porque tiene que ver no sólo
con la relación entre los distintos miembros -es decir, con la
integración regional-, sino con el modelo mismo de desarrollo. Lo que
Cuba y Venezuela entienden por democracia nada tiene que ver con lo que
entienden México o Colombia; lo que Argentina entiende por economía de
mercado es casi la negación de lo que entiende Colombia, y lo que México
entiende por relación con Estados Unidos es el polo opuesto de lo que
entiende Bolivia.
Esas divisiones ya existían en cumbres anteriores, desde luego. De
allí, por ejemplo, que nunca haya sido posible dar pasos concretos para
una integración global entre europeos y latinoamericanos -universo que
abarca a nada menos que mil cien millones de personas-, a pesar de que
Europa es el primer inversor directo en América Latina y su segundo
socio comercial. En la cumbre anterior, la de 2010 en Madrid, los
europeos tiraron la toalla en lo que respecta al objetivo global y
acabaron concentrándose en grupos más pequeños, que es la única forma de
hacer las cosas mientras persistan estas divisiones de fondo en América
Latina. Así, Europa acabó de dar forma a su tratado comercial con
Centroamérica por separado (aunque no se firmó hasta el año pasado) y
avanzaron en el que también querían firmar con Perú y Colombia
(igualmente firmado sólo el año pasado). Intentaron hacer lo mismo con
el Mercosur y fue imposible, a pesar de que los europeos son los
principales inversores en ese bloque y también sus principales socios
comerciales.
Este avance lento, fragmentado y contradictorio -debido a la ausencia
de una visión común a ambos lados, pero sobre todo del lado
latinoamericano- hace que la relación entre latinoamericanos y europeos
sea de mucha más baja intensidad de lo que debería. Ello no se percibe a
primera vista cuando se citan cifras impactantes, como los más de 600
mil millones de dólares de inversión que Europa tiene acumulados en esta
región, o cuando se repara en el dato todavía cierto de que los
europeos son los segundos interlocutores comerciales de América Latina
en su conjunto. Pero si se escarba un poco más, se verá que la tendencia
no es la mejor y que el potencial es mucho mayor que la realización.
Por lo pronto, la negativa del Mercosur a impulsar con denuedo el
acuerdo con Europa deja fuera de este tipo de vínculo integral a la zona
latinoamericana que tiene más relación con ella. Suena a paradoja, pero
es una realidad que comprueba hasta qué punto hay un potencial
lejísimos de ser realizado. Por otro lado, en vista de que Brasil abarca
un porcentaje desproporcionado de la captación de capitales europeos,
es evidente que varios países, y sobre todo Argentina, se han vuelto una
zona de exclusión para esos euros. El Mercosur es uno de los
responsables de que los latinoamericanos apenas representemos el 7 por
ciento del comercio de Europa.
¿Qué tipo de visión de conjunto podemos establecer latinoamericanos y
europeos si Venezuela, Argentina y Bolivia expropian empresas europeas
cada cierto número de semanas o meses (las últimas víctimas fueron las
cuatro filiales de Iberdrola en Bolivia al finalizar el año pasado)?
¿Cómo vamos, europeos y latinoamericanos, a contribuir a la reforma
democratizadora definitiva en China, algo que podríamos hacer si
actuáramos como un gran equipo, si toda América Latina con la excepción
de Panamá ha avalado activa o pasivamente una situación altamente
irregular en Venezuela? ¿Cómo podemos, latinoamericanos y europeos,
agruparnos en serio en torno a una tabla de valores política si la Carta
Democrática Interamericana que suscribimos los de este lado del charco
en 2001 se ha vuelto letra muerta? ¿Qué autoridad tenemos para dar
lecciones de democracia junto al continente que la inventó si para
Europa ella significa un conjunto de instituciones que limitan el poder y
para buena parte de América Latina significa cualquier cosa que haga un
gobierno que llega por la vía de las urnas aunque ello suponga
desmontar el armazón republicano?
Este, precisamente, es uno de los dos mayores obstáculos que
enfrentan las cumbres entre el Celac y la UE (la de Santiago y las
futuras): la cortina de hierro que separa hoy a la manera en que unos y
otros entienden las instituciones republicanas. Desde junio del año
pasado, Paraguay está suspendido del Celac, Unasur y el Mercosur, y por
tanto no ha sido invitado a la reunión que tendrá lugar este fin de mes.
Pero resulta que en esta misma cumbre Sebastián Piñera entregará la
presidencia pro témpore del Celac a…..¡Raúl Castro! Para no mencionar
que el anuncio formal de que la cumbre con Europa tendrá lugar en
Santiago lo hizo, hace un año, una troika en la que el canciller
chileno, en representación de un gobierno de impecables credenciales
democráticas, estaba flanqueado por sus pares de Cuba y Venezuela (el
segundo había sido el anfitrión de la primera reunión del Celac y el
primero lo será de la próxima).
¿Puede alguien que no haya cortado amarras del todo con la cordura
sostener seriamente que una destitución como la del Presidente Fernando
Lugo por el Senado paraguayo, hecha a la carrera y con obvia mala leche,
pero de acuerdo con la Constitución de ese país, es peor desde el punto
de vista democrático que lo que rige en Cuba desde hace 54 años? ¿Puede
algún demócrata que no haya renunciado a dormir bien sostener que
Federico Franco tiene un origen menos democrático que el Nicolás Maduro
cuando la Constitución venezolana, producto de sucesivos atropellos del
propio régimen, exigía traspasar el mando al Presidente de la Asamblea
Nacional y convocar a elecciones para dentro de 30 días o, en el caso
improbabilísimo de que la ausencia de Hugo Chávez fuese temporal, formar
una junta médica para determinar su estado?
Mientras haya un grupo de países dispuestos a defender estas
incongruencias a capa y espada, habrá otros, los más respetables, que
sencillamente miren a otro lado. Es lo más fácil y lo más cómodo. Del
lado europeo, mientras tanto, se preguntan con razón si tiene sentido
ser más papistas que el Papa; es decir, si tiene sentido poner
condicionamientos cuando los propios demócratas de América Latina
avalan, dándoles la presidencia del Celac a gobiernos no democráticos o
no plenamente democráticos. No digo “que mantienen relaciones
correctas”, digo que avalan sus conductas y sus credenciales.
En todo caso, esta apuesta no refleja otra cosa que ausencia de
liderazgo entre el conjunto de países que representan la democracia y
una visión económica moderna, y que abarcan a una gran mayoría de
ciudadanos del continente. Entre quienes representan lo contrario, en
cambio, sí hay liderazgo y una capacidad de intimidación sumamente
eficaz. La prueba está en que Piñera tendrá que traspasarle a Raúl
Castro (o a su canciller si Castro termina, por razones internas, no
acudiendo a Santiago) literalmente la presidencia de toda América Latina
y el Caribe. Y lo tendrá que hacer sin que se le note en el rostro el
profundo desagrado que sentirá. Porque así lo quiere América Latina.
Como decía el inolvidable comediante cubano Leopoldo Fernández “Tres Patines”: ¡qué cosa más grande la vida, chico!
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