16 enero, 2013
México: Revolución liberal para México – por Ricardo Valenzuela
Creo poder afirmar con autoridad, que gran parte de mi vida la he dedicado a rastrear los eventos que plantaron la semilla de la libertad en lo más profundo de mi ser, la semilla que me llevó a desertar una prominente carrera en el mundo de las finanzas en el México de las complicidades. El México en el cual los negocios y los tratos se manejaban como el divertido juego de nuestra infancia, mecano, en el cual, siguiendo las instrucciones enlistadas en el manual, podíamos, sin temor a equivocarnos, construir bellos castillos y enormes edificios que se perdían en las alturas, pero castillos de sueños y edificios de cimientos arenosos. Ese afán me llevó también a desertar mi país en busca de potreros más amplios, sin cercos ni alambres que limitaran el galope de mis sueños.
Una de las agresiones más comunes que siempre recibo desde mi debut como columnista, es mi falta de autoridad para publicar críticas de mi país, por el hecho de no vivir el 100% de mi tiempo en él. Sin embargo, si no hubiera consumado mi “retirada” a principio de los años 80, no hubiera tenido la oportunidad de conocer el verdadero mundo de la libertad para entender que, cuando Hayek escribió su gran libro, “El Camino Hacia la Servidumbre,” describía el México que yo abandonaba y en los siguientes años, se sumergiría en el centro de un remolino que apuntalaba la tormenta incubada durante el desarrollo de su toda su historia y, que paso a paso, había evolucionado hasta que le explotara en sus manos.
En un mundo de tinieblas, como en el que viví durante años, jamás hubiera tenido la oportunidad de ver la luz como no la ven los millones de mexicanos que todavía anhelan y esperan el arribo de ese padre con mal gesto y rienda dura, para el control de nuestro destino. El padre generoso y regañón, despiadado a veces, pero promotor de lo igualitario, repartidor de lo que no es suyo. Esa entidad orgánica y jerarquizada obra de los tomistas en la cual las voluntades del gobernante y la colectividad deben de armonizarse en interés de la “felicidad ciudadana”. Ese nebuloso ser protector, planificador, benefactor. Ese ser supremo al que invocan los mexicanos más que a su Dios para la solución de sus problemas, desgracias y necesidades. Ese místico y omnipotente ser al que llamamos Estado.
Al abandonar mi país cargaba en mi equipaje la idea de libertad a la mexicana. Éramos libres porque nos podíamos pasar los semáforos en rojo sin consecuencias, porque nos estacionábamos en doble fila, y no pasaba nada, porque, cuando apenas teníamos 15 años, consumíamos cerveza sin que se nos exigiera identificación. Éramos libres porque podíamos comprar la ausencia de la opresión estatal, armar esquemas mágicos como el Fobaproa, o castigar las deudas del Banco Ejidal con cargo al erario. Éramos libres porque no teníamos la molestia de elegir a nuestros gobernantes; nos los daban hechos. Nos sentíamos libres al afirmar de los políticos: “que roben pero que no molesten”.
Los mexicanos siempre pensamos que por el hecho de no tener barrotes éramos libres. Porque la justicia estaba de venta, éramos libres; porque a diferencia de Cuba, podíamos abandonar el país, teníamos libertad. Sin embargo, siempre fuimos prisioneros de un sistema que nos hizo dependientes en todas las avenidas de nuestra convivencia social. Un sistema que controlaba el orden político, económico, social, nuestra educación, las comunicaciones, nuestra atención a la salud. Escogía también a ganadores y perdedores en ese diabólico rompecabezas de cartas marcadas. Pero aún más grave, durante siglos hemos también sido rehenes de ciertas creencias religiosas que nos aprisionaron a base de culpa, y nos convencieron de que nuestro destino no era de forma alguna emergente de nuestra voluntad—nuestro futuro ya estaba decidido de forma irreversible.
Mi despertar se dio hace ya muchos años. Mi encuentro con la verdadera libertad se hizo realidad cuando cara a cara pude ver su verdadera esencia, pude beber de la fuente del liberalismo, pude conocer al concepto del individuo soberano, el estado subordinado. Entendí la sumisión que debe haber del Estado a su creador, el hombre, quien poseía derechos naturales anteriores a él, los derechos naturales. Me di así a la tarea de llevar a mi país ese evangelio, el de la verdadera liberación los mexicanos. Mis palabras se perdían en el viento de los callejones del estatismo, en las plazas del colectivismo y la demagogia, en las veredas del igualitarismo, de la dependencia y resignación.
Después de tantos años afirmo:
Cuando era un aguerrido chamaco y prácticamente vivía en los ranchos de mi abuelo, me impresionaba cuando, al campear con los vaqueros, encontrábamos algún novillo engusanado tan enfermo que casi no podía caminar. De inmediato lo lazábamos para curarlo. Al tumbarlo aparecía ante mi vista un enorme volcán de pestilentes gusanos devorando al animal. Esa es la forma que todavía veo la política mexicana. Vampiros chupando la sangre del animal, pero dejando la suficiente para que permanezca vivo y seguirlo devorando. Y lo más grave, pareciera ser que no hay veneno para esta plaga.
México necesita un participante político diferente, una suma de voluntades ajena a la vieja y nueva estructura que sigue aprisionando al país. Un movimiento para aportar al cóctel ideológico de México los verdaderos conceptos del liberalismo y honorabilidad. No los expuestos de forma ingeniosa en películas como “México Ra, Ra, Ra”, en la cual su protagonista expresaba su libertad orinándose desde un puente en los autos que cruzaban el periférico.
Ideas que promuevan la liberación del individuo de ese estado inepto y corrupto que, en manos de quien caiga, permanece inerme puesto que los cambios han sido sólo cambios de partidos, de rostros, palabras y promesa. Ya no dicen Revolución, ahora dicen Reforma. Ideas que promueven el hombre ya no cambie su dignidad por migajas, su libertad por una línea de interminables horas en un cochambroso hospital del Seguro Social. Su responsabilidad por un aula en la cual le despiertan odios, resentimientos y, sobre todo, la avenida para encomendar su vida a ese nebuloso ser: El Estado.
Cuando la tiranía se convierte en ley, la rebelión se convierte en una obligación. Ya no queremos el borrón y cuenta nueva. Es hora de la verdadera liberación de México; la liberación mental de las cadenas que han producido obras como la de Harrison; “Subdesarrollo es un Estado Mental.”
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