Hoy sabemos
que Enrique Peña Nieto percibe un sueldo de 193 mil 478 pesos mensuales.
Que posee cuatro casas, cuatro terrenos y un departamento. Que también
tiene obras de arte, joyas, relojes varios y monedas de plata. Que los
autos favoritos de los miembros del gabinete son los BMW y los Jaguares.
Que el nuevo director de Pemex es dueño de un Picasso y un Dalí.
Sabemos todo eso porque en un esfuerzo por cumplir con sus obligaciones
constitucionales, los miembros del nuevo gobierno han compartido con
nosotros sus bienes patrimoniales. Así, de acuerdo con la Secretaría de
la Función Pública, los mexicanos podemos "verificar la evolución del
patrimonio de los servidores públicos y la congruencia entre sus
ingresos lícitos y sus egresos". Lástima que en realidad no sea así. La
apariencia se impone sobre la realidad. O como advirtiera Thomas
Carlyle, intentamos asirnos de las sombras como si fueran sustancia.
Porque el recuento de los bienes enlistados no esclarece su valor ni
cómo fueron adquiridos. No explica de dónde provinieron los que se
obtuvieron por "donación". No detalla los montos de los fondos de
inversión ni su procedencia. El supuesto esclarecimiento vale entonces
por su valor simbólico. El acto que arranca aplausos. El gesto que
cosecha adulación. La forma por encima del fondo. En la competencia por
el prestigio, Peña Nieto intenta perfeccionar su imagen, manufacturar su
mensaje, tomar decisiones que parecen correctas pero están lejos aún de
serlo. Como explica el historiador Daniel Boorstin en el libro The
Image: A Guide to Pseudo-Events in America, esa se ha vuelto la forma
más fácil de producir los resultados deseados. Acostumbrados a vivir en
un mundo de seudoeventos, creemos que nuestras sombras somos nosotros
mismos.
Terminamos seducidos por las apariencias, por lo que las cosas presumen
ser más allá de lo que son. Y de allí la unanimidad celebratoria con la
cual se exalta a Enrique Peña Nieto. Hay gobierno, dicen. Hay
experiencia, aclaman. Hay oficio politico, aplauden. Y como evidencia
del profesionalismo rescatado está la comida del titular de Hacienda con
los líderes del Congreso. El encuentro del Secretario de Relaciones
Exteriores con los líderes del Senado. La reunión del titular de
Gobernación con los dirigentes senatoriales de la oposición. El almuerzo
del Presidente con los Ministros de la Suprema Corte. El Pacto por
México. Por encima de todo, las buenas maneras. El cuidado de las formas
como un deber. El rescate de la política como consenso civilizatorio.
El problema surge cuando la exaltación de las formas se vuelve un fin en
sí mismo. Cuando la Presidencia empuja reformas apresuradamente tan
sólo para decir que lo hizo. Cuando, como ha sugerido Alejandro Gertz,
los partidos legislan compulsivamente para encubrir y prometen para
incumplir. Cuando el nuevo gobierno arma espectáculos publicitarios para
generar la percepción de cambios que no ocurren. Cuando algo como la
Ley de Víctimas se vuelve un instrumento para echar a andar el
aplausómetro antes que reparar el daño causado. Cuando el Gobierno
adorna el aparador antes de remodelar el edificio en el cual se
encuentra.
Porque no cabe duda que la Ley de Víctimas es una victoria moral para
Javier Sicilia y su movimiento. Pero está lejos de ser un instrumento
claro y contundente, eficaz y eficiente. Sus grandes defectos son
desestimados ante sus buenas intenciones. Porque es "un símbolo"; "las
víctimas fueron protagonistas"; "Sicilia estaba en el presidium"; "lo
importante es que se dio el paso"; "se ve bien". La oposición no sólo se
suma a la política de aparador del Presidente; forma parte de ella.
Está allí, ayudando a colgar cortinas, arreglar flores, colocar
maniquíes. Está allí, ignorando la inconstitucionalidad de la ley, y su
ambigüedad en cuanto a la definición de lo que significa ser una
"víctima", y la inexistencia de recursos presupuestales asignados para
hacerla realidad. Tal y como está, la Ley de Víctimas resuelve poco y
descuida mucho, palomea promesas de campaña en lugar de abordar
problemas severos. Pero tanto Peña Nieto como quienes deberían erigirse
en su contrapeso conciben a la política como un espectáculo continuo. Un
ritual de poses y fotos y apretones de manos y abrazos celebrados en
recintos históricos. Un sitio en el cual se enlista el patrimonio de los
miembros del gabinete, pero no se aclara su valor real.
Las apariencias engañan, y detrás de los gestos reformistas de tiempos
recientes hay una realidad recalcitrante. Detrás de las buenas formas
persisten los malos modos. Los mexicanos todavía no conocen el
patrimonio completo de quienes los gobiernan. Todavía no cuentan – a
pesar de la Ley de Víctimas – con normas que se cumplan y castigos que
se apliquen. Todavía no saben cómo reducir la impunidad o crear un
proceso penal que produzca certezas. Ante esos retos, Peña Nieto no
puede sólo aparecer como modernizador; tiene que serlo. Parado en el
aparador, se ha colocado una máscara reformista. Pero habrá que ver si
el cuerpo le crece lo suficiente para llenarla. |
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