Se apaga el sol de la presidencia perpetua
El agravamiento de la enfermedad de Hugo Chávez
es un signo de la frágil legitimidad de las presidencias hegemónicas en
América latina. Venezuela evoca hoy la imagen de un país en suspenso,
en ausencia de un presidente encaramado sobre las ruinas del régimen que
lo precedió, querido y odiado al mismo tiempo, incansable, dicharachero
e hiperactivo, omnipresente en su país y en la región, con cuantiosos
recursos petroleros a su servicio para disparar ambiciosos proyectos,
hipermediático de acuerdo con los términos comunicacionales de esta
época. Entre La Habana y Caracas, poco se sabe y mucho se espera: lo que
pueda durar este interregno es realmente una incógnita.
En Cuba, cuya integración con Venezuela llegó al punto
de forjar un comando político unificado, la incapacidad de Fidel Castro
para la gobernanza diaria se superó dentro de los márgenes de un régimen
gerontocrático, parecido a los gobiernos finales de la Unión Soviética,
mediante una regla de sucesión de carácter familiar (no de padre a
hijo, como en las monarquías, o de marido a mujer, como en el
kirchnerismo, sino de hermano mayor a hermano menor).
En Venezuela, en cambio, la apuesta de Chávez fue a favor de su delfín, Nicolás Maduro. Pero es una apuesta que no
termina de hacerse efectiva hasta tanto se conozca el destino que tendrá
su enfermedad. ¿Son acaso estos silencios semejantes al búnker que se
montó en España en los días postreros de otro caudillo, Francisco
Franco? Un esfuerzo para mantenerlo artificialmente en vida mientras se
intensificaba, tras la ausencia de informaciones, la desesperada
resistencia de unas facciones oficialistas condenadas -se vio después- a
un ocaso irremediable.
Hubo, sin embargo, en España una diferencia de fondo.
Tal vez equivocado, porque pensaba en otro resultado, Franco quiso
conjurar la incertidumbre de su propia sucesión restableciendo en España
la monarquía. No es nuestro caso. La monarquía feneció en América
latina durante la Independencia, hace 200 años, y abrió curso a una
turbulenta tradición republicana.
En muchos países, la república unida a la democracia
logró que la sucesión pacífica y la alternancia que de ella se deriva
pudiesen fructificar. En otras naciones ocurrió lo contrario: repúblicas
incompletas, con personalismos que trastocan las instituciones y que,
una vez en escena y aun fuera de ella, dejan sin embargo en el corazón
de las masas anteriormente excluidas el recuerdo de un paraíso perdido.
Pasó en la Argentina con el primer peronismo, entre 1946 y 1955, y es
posible que el argumento se reproduzca en la Venezuela de los años
venideros. En otras palabras: el gran problema que enfrentan estas
hegemonías es el de instaurar un régimen capaz de trascenderlas. Por
ahora no ocurrió en Cuba (el gobierno de Raúl Castro es sólo una
suplencia) y habrá que ver qué le espera a Venezuela.
Daría la impresión de que Chávez es de nuevo un fiel
discípulo de eso que, para él, es el legado bolivariano. No tanto, en
esta coyuntura, por la curiosa transformación de Bolívar, efectuada al
calor de la propaganda oficial, en un socialista del siglo XXI, sino por
el empeño que el comandante ha puesto para asegurar una presidencia
perpetua con control de la sucesión.
Un breve repaso al respecto con remisión a las fuentes.
En el discurso ante el Congreso Constituyente de Bolivia, en 1825,
Bolívar decía: "El Presidente de la república viene a ser en nuestra
Constitución como el Sol que, firme en su centro, da vida al Universo".
No obstante, consciente de que "no hay poder más difícil de mantener que
el de un príncipe nuevo" (se comprueba que leía a Maquiavelo), Bolívar
había inventado el artilugio de que ese presidente vitalicio nombrase un
vicepresidente para que "administre el Estado y le suceda en el mando".
A la manera de un calco de aquella Constitución
fallida, Chávez ha designado al vicepresidente Maduro, que hoy por hoy
administra el Estado y llegado el caso -muerte, renuncia o declaración
de incapacidad- sería el candidato ungido por el mismo fundador para
afrontar nuevas elecciones.
Bolívar desconfiaba de la herramienta electoral
(sostenía que las elecciones eran "el gran azote de las repúblicas") y
Chávez cifró en cambio su fortuna en las mayorías que obtuvo en
repetidos comicios. Elecciones de tono patético, a todo o nada, con el
aparato completo del Estado -propaganda y política social asistida por
Cuba- al servicio de la reproducción de su mando a través del
reeleccionismo.
Las presidencias solares tienen pues una virtud anclada
en la popularidad y un vicio intrínseco que suele irrumpir por
sorpresa. Sabiéndose mortales, esas presidencias sueñan empero con que
no lo son. Por eso, cuando llega la desaparición física, la atmósfera
mortuoria que rodea ese acontecimiento es mezcla de aclamación en la
despedida y reconocimiento del vacío.
En la clave de esas experiencias, la política
latinoamericana es funeraria: la muerte del héroe es un episodio que se
reproduce siempre en discursos, evocaciones, imposición del nombre en
lugares públicos; en suma, adoración y hasta religiosidad secular. Al
paso de la agonía o de la convalecencia de Chávez, en Venezuela no se ha
transpuesto todavía ese umbral, pero el clima de duelo acecha aunque se
lo pretenda exorcizar con manifestaciones en que se renueva la fe en el
caudillo.
En esto se resume la esperanza y servidumbre de la
sucesión política. Dejar las cosas "bien atadas", según creía Franco
antes de que el rey Juan Carlos, en la cumbre de su popularidad, tan
lejana a la de estos días, las desatara con el concurso de la dirigencia
que, en España, protagonizó la transición a la democracia. Con esas
ataduras se ilusionan no pocos gobernantes en Cuba, en Venezuela, en
Ecuador, en Nicaragua, en Bolivia y ahora en la Argentina.
Así, en Venezuela se están dando los primeros tanteos
para la apertura de una herencia excepcional. Tal vez podrían servir de
ilustración del tránsito de Chávez al "chavismo" las sucesivas
transformaciones del peronismo entre nosotros. Representaron los
justicialistas todos los papeles posibles según las circunstancias;
cambiaron el país desde el primer peronismo hasta el kirchnerismo,
pasando por Menem. Mudaron las cosas, avanzaron y retrocedieron, y sin
embargo permanecieron aferrados a una inconsistencia que reaparece a
cada vuelta de los procesos políticos. Como al peronismo con su
popularidad a cuestas le resulta complicado solucionar el problema de la
sucesión, los conflictos y las tensiones que esa carencia suscita se
transmiten a todo el país.
¿Tendrán lugar en Venezuela las mismas peripecias? Todo
indica que el chavismo no desaparecerá de la escena en un contexto en
el que el poder militar, los desastrosos resultados macroeconómicos de
una gestión dilapidadora y poco sustentable, y la influencia dominante
de Cuba impondrán severos condicionamientos. Conjeturas pues que se van
acumulando a medida que se disipan la euforia y la utopía que, en su
momento, despertaron esos líderes providenciales.
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