¿Para qué sirve una Constitución?
Por Alberto Benegas Lynch (h)
Diario de América
Desde los Fueros de León de 1020, de Burgos de
1073 y de Toledo de 1083, por una parte, y de la Carta Magna de 1215 por
otra, se promulgaron documentos constitucionales al efecto de limitar
el poder político, tal como ocurrió, por ejemplo, en el caso de las
constituciones de Estados Unidos en 1787, de España en 1812 (las Cortes
de Cádiz) y la Argentina de 1853.
Del mismo modo que Marx y Engels
sostuvieron en el Manifiesto comunista que todo su programa se puede
resumir en la abolición de la propiedad, Ludwig von Mises en Liberalismo
sostiene que todo el programa del liberalismo se concreta en la defensa
de la propiedad privada comenzando con nuestro propio cuerpo y nuestro
pensamientos hasta lo que hemos adquirido o recibido lícitamente.
Aparece la necesidad de la institución de la propiedad debido a que los
recursos son escasos y las necesidades son ilimitadas. Como todo no
puede utilizarse simultáneamente, la asignación de los derechos de
propiedad permite su uso del modo más eficiente al efecto de atender los
requerimientos del prójimo. El cuadro de resultados muestra quines
aciertan y son premiados con ganancias y quienes yerran y son castigados
con pérdidas.
En esta instancia del proceso de evolución
cultural, en el contexto de una sociedad abierta, la función del
monopolio de la fuerza que denominamos gobierno es velar por “la vida,
la libertad y la propiedad” receta inscripta en todos los documentos
constitucionales que están el línea con aquel tipo de sociedad. De este
modo, se toman como sagrados los contratos, es decir, la transferencia
de los derechos de propiedad, a contramano de la sociedad hegemónica en
la que los derechos no son intrínsecos a las personas sino que emanan
del capricho de los aparatos políticos tal como aconsejaba Hobbes.
Algernon
Sidney, John Locke y Montesquieu se ocuparon de articular y desarrollar
esos derechos inviolables e inherentes al individuo y así lo han hecho
todos los constitucionalistas liberales comenzando por autores como
Coke, Blackstone, Bracton, Planiol, Ripert, Beccaria, Story, Corwin,
Pound, Leoni y tantos otros gigantes del derecho.
Proteger esos
derechos anteriores y superiores a la existencia misma del gobierno es
la función de las burocracias estatales para que cada uno pueda seguir
su camino sin lesionar derechos de terceros y responda por sus actos y
decisiones. Cada vez que se habla del estado (con minúscula como señal
de respeto a la soberanía individual) debe tenerse presente que se está
aludiendo a la fuerza bruta que respalda cada política, es decir, se
trata, del garrote que golpea, por ello es que debe utilizarse
exclusivamente como herramienta defensiva y nunca ofensiva invadiendo
autonomías individuales. Este es el sentido por el que pensadores como
George Mason han escrito que “todo acto de la legislatura contraria al
derecho natural y a la justicia es nulo”. Derecho natural no en un
sentido misterioso sino concreto que se refiere a la naturaleza o a las
propiedades del ser humano en cuanto que necesita ejercitar lo que lo
caracteriza como persona: su libre albedrío para poder actuar en el
transcurso de su vida.
Respeto a los derechos de las personas en
cuanto a que nunca se las debe tratar como medios para satisfacer los
fines de otros sino que son fines en si mismos, noción antitética al
utilitarismo tal como ha explicado, entre otros, Robert Nozick. Sin
embargo, con el tiempo comenzaron los desvíos hacia lo que se ha dado en
denominar “constitucionalismo social” que recuerda lo dicho por Hayek
en cuanto a que el adjetivo “social” convierte al sustantivo en su
antónimo. Esto ha ocurrido debido a la degradación del derecho a manos
del positivismo legal que no reconoce puntos de referencia extramuros de
la ley positiva junto con el desconocimiento más fragrante de conceptos
clave de la economía. Así se piensa que deben abandonarse marcos
jurídicos asentados en las tradiciones mencionadas para incursionar en
el terreno de los pseudoderechos.
Como es sabido a todo derecho
corresponde una obligación. Si una persona obtiene honorarios por mil
como contrapartida de sus servicios profesionales, existe la obligación
universal de respetar esos ingresos. Ahora bien, si esa persona alegara
un derecho a contar con dos mil cuando no es lo que gana y el gobierno
le otorga semejante derecho, esto significaría que un tercero se verá
forzado a pagar la diferencia de su peculio, lo cual, a su turno,
implica que se ha lesionado su derecho y, por tanto, se trata de un
pseduoderecho. Este es el “derecho a una remuneración atractiva”, el
“derecho a una vivienda adecuada”, el “derecho a contar con hidratos de
carbono o vitaminas en ciertas proporciones” el “derecho al
esparcimiento” y, para el caso, el “derecho a la felicidad”.
Estos
son pseuderechos por las razones apuntadas y, además, su entronización
perjudica muy especialmente a los más necesitados puesto que la
asignación de recursos es desviada coactivamente de fines productivos y,
por ende, el consiguiente desperdicio de capital se traduce en
reducciones en los salarios en términos reales.
Hoy en día buena
parte de los textos constitucionales se han convertido en aspiraciones
de deseos en medio de un galimatías conceptual que movería a la risa si
no fuera trágico el problema que crean estas recetas mezcla alquimias y
voluntarismos como la reciente propuesta en la asamblea constitucional
de Ecuador en el sentido de incorporar a la constitución el “derecho a
la mujer al orgasmo” o el anterior texto constitucional de Brasil que
establecía cual debía ser la tasa de interés, para no decir nada de la
florida gramática de la absurda constitución cubana que resulta un
chiste de mal gusto para sus habitantes. Si se tiene el estómago y la
paciencia deberían consultarse las anti-Constituciones de Bolivia,
Venezuela y Nicaragua para comprobar lo que constituye un fraude a la
inteligencia, que en no pocos tramos producirá una intensa hilaridad en
el lector atento si no fuera por la fenomenal tragedia que produce en
los más necesitados.
En realidad los atropellos gubernamentales a
las libertades de las personas son consecuencia de la soberbia, de la
petulancia y de la arrogancia de quienes se instalan en el poder, puesto
que como ha dicho Acton “el poder tiende a corromper y el poder
absoluto corrompe absolutamente”. La alfombra colorada marea y hace que
los gobernantes se crean infalibles e indispensables y aunque no lo
manifiesten explícitamente pretenden ser más que Dios ya que en este
caso el libre albedrío permite al hombre ir por mal o por buen camino,
sin embargo los megalómanos quieren manejar vidas a su antojo “para bien
de los gobernados”.
Deberíamos estar ocupados y preocupados por
el célebre interrogante de quis custodiet ipsos custodes en lugar de
pervertir la noción clásica del derecho para dar pie al entrometimiento
en lo que es privativo de cada cual. El asunto no estriba en discutir
acerca de las virtudes o defectos de acciones privadas sino en reconocer
marcos institucionales civilizados para que cada uno pueda manejar su
propia vida asumiendo la responsabilidad por sus decisiones.
No se
trata de pedir permiso al gobernante por lo que hacemos con nuestras
vidas y haciendas como si no fuera un mandatario y como si fuera un
mandante que usurpa y expropia el rol de los pobladores. La mayor parte
de las legislaciones vigentes son un compendio de insolencias a la
privacidad de la población en lugar de mantener en brete a los empleados
y supuestos guardianes de las libertades individuales.
Es que
estas visiones retorcidas y contraproducentes en verdad proceden de la
misma gente que en lugar de abolir la cadena pide al amo que se la
alargue. Nada peor y más peligroso que los sujetos que piden
esclavizarse porque en el proceso arruinan la vida a quienes mantienen
su dignidad y su autoestima elemental.
Resulta chocante que
llamados constitucionalistas aboguen por el antes aludido
“consitucionalismo social” lo cual demuele las barreras al abuso de
poder y perjudican gravemente la economía. Parecería que en estos casos
se oponen a las formas autoritarias pero suscriben el fondo. Es de
desear que la tradición de Law & Economics se vaya esparciendo cada
vez más en medios académicos y judiciales para evitar la malsana idea de
las separaciones tajantes entre los procesos de mercado y los marcos
institucionales por las que profesionales del derecho desconocen lo
primero y los economistas desconocen lo segundo, cuando son campos de
conocimiento indisolublemente unidos como lo es el contenido del
continente. James M. Buchanan quien acaba de morir el 9 de este mes de
enero a los 93 años- ha realizado formidables contribuciones para
mostrar los estrechos vínculos entre la economía y los marcos
institucionales.
De más está decir que no es responsabilidad
exclusiva de constitucionalistas el poner coto a los abusos del poder.
Es tarea de cada uno si es que pretende respeto, independientemente de
la tarea a la que se dedica. Mirar para otro lado y mantenerse
anestesiado para dedicarse solo a los negocios personales constituye una
peligrosa aberración. Recordemos siempre el soneto del ex profesor de
la Universidad de Berlín, Albrecht Haushofer, escrito en la cárcel nazi
antes de ser ejecutado a balazos por haberse apartado de su asesoría a
Rudolf Hess y haber atentado contra la vida de Hitler: “Me acusa el
corazón de negligente/ por haberme dormido la conciencia/y engañar a mí
mismo y a la gente/por sentir la avalancha de inclemencia/y no dar la
voz de alarma claramente”.
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