La
arremetida violenta de las Farc es una consecuencia previsible de las
negociaciones de La Habana. Un proceso que les otorga desde ya un
escenario para que se exhiban como promotores de la equidad y la
justicia social del campo, iba a tener consecuencias. Tienen montada una
farsa para presentarle a la comunidad internacional. Pero al interior
del país han decidido negociar con la técnica que les dio rédito ante
los ojos del Gobierno: la violencia. Las Farc ahora asesinan, secuestran
militares y civiles, decretan paros armados y vuelan pueblos con la
certeza de que eso les dará mejor posición para negociar, es casi una
extorsión. Eso también lo entendió el ELN, desaforado ahora en acciones
terroristas para hacerse espacio en la mesa de negociación.
Todos queremos la paz, no existe un colombiano que no la añore; pero
cómo nos acercamos a ella determinará si podremos o no alcanzarla. Es un
mensaje equivocado mostrarles a los violentos que somos capaces de
olvidarlo todo, de dejar sin ningún sentido la ley, a cambio de que
cesen la violencia, pues los delincuentes entienden que entre más
violentos sean, más rápido y más cosas estaremos dispuestos a ceder para
que se detengan.
Durante el gobierno Uribe muchos llegamos a concluir y comprender que la debilidad estatal genera violencia.
El Estado sólo se legitima por el permanente ejercicio de la justicia
para que los ciudadanos cumplan la ley. La defensa de la población es
un deber del Estado, pero es sobre todo la única forma de mantener la
paz. Las faltas del Estado se suplen por poderes terribles y nocivos.
Las acciones del Estado deben procurar incentivar los buenos
comportamientos de los ciudadanos; es riesgoso y equivocado que los
beneficios se les otorguen a quienes no respetan la ley, porque entonces
es cada vez más difícil que alguien la cumpla.
Se trata de una visión coherente y sensata que comparten muchos
colombianos. Por eso, tenemos que celebrar que en Santa Marta se haya
iniciado la presentación oficial de los candidatos del uribismo. Son
figuras muy significativas en el panorama nacional y que durante este
año tendrán la oportunidad de presentarle a la opinión pública sus
propuestas sobre los grandes asuntos que afectan a la Nación.
Seguramente el sector del uribismo prestará enorme atención a ello, pero
estará pendiente de que los candidatos muestren lealtad a los
principios que inspiran al movimiento que dirige el expresidente.
Sugieren algunos columnistas que los uribistas exigimos una lealtad
que sólo sería comparable a la de las estructuras mafiosas. Una lealtad
personal, que se le ofrece al padrino sin crítica, sin cuestionamientos,
que impide el desarrollo de ideas en el ceño del grupo. Aquello
coincide, de cierta manera, con lo expresado por el exembajador Silva
Luján, según lo cual no entiende cuáles son las razones para que Uribe
esté molesto con Santos, quien simplemente -según Silva- ha seguido las
líneas ideológicas del uribismo y que las diferencias corresponden al
libre ejercicio de su gobierno.
Los comentarios deben corresponder a la ironía, pues mal podríamos
suponer que el exembajador y prestigiosos columnistas realmente no
comprendan de qué se trata el debate entre Uribe y Santos. La lealtad de
los principios tiene una medida simple y evidente: la predictibilidad.
Si alguien se comporta de acuerdo a los principios que comparte con
un grupo, en general, el grupo tiene la capacidad de predecir cómo va a
actuar en determinadas circunstancias.
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