20 marzo, 2013

Castigo y proporcionalidad, por Murray Rothbard

 de Murray Rothbard.

CastigoSon pocos los aspectos del pensamiento político libertario que se hallen en tan insatisfactoria situación como la teoría del castigo.2 De ordinario, los libertarios se han contentado con afirmar o desarrollar el axioma de que no es lícito llevar a cabo agresiones contra la persona o las propiedades de los demás. Pero se han dedicado escasos estudios al tema de las sanciones contra los agresores. Hemos ya adelantado el parecer de que los delincuentes pierden sus derechos en la misma exacta medida en que intentan privar a terceros de los suyos. Es lo que denominamos teoría de la «proporcionalidad». Analizaremos a continuación con mayor detalle las implicaciones de esta teoría del castigo proporcional.
Debe quedar claro, en primer lugar, que el principio de proporcionalidad no fija un castigo obligatorio, sino el nivel máximo que puede señalarse para el delincuente. Como ya se dijo antes, en toda discusión o acción legal sólo hay, según la sociedad libertaria, dos partes: la víctima o demandante y el acusado o demandado. Es el demandante quien asume, ante el tribunal, la carga de la prueba contra el delincuente. En el mundo libertario no existen delitos contra una mal definida «sociedad» y, por consiguiente, nadie actúa como «fiscal» que decide si existen cargos contra un presunto malhechor. La regla de la proporcionalidad nos dice hasta dónde pueden alcanzar las reclamaciones de un querellante frente a una persona declarada culpable, sin que pueda pasar de ahí. Determina, por tanto, el límite máximo del castigo que puede infligirse, más allá del cual el castigador pasa a ser agresor.
Es así de todo punto evidente que, bajo la ley libertaria, la pena capital queda estrictamente limitada a los asesinos. Un delincuente sólo pierde su derecho a la vida si ha privado de este mismo derecho a su víctima. No debe, pues, permitirse que el tendero a quien le han robado un chicle ejecute al convicto del robo. Si lo hace, comete un homicidio injustificado y puede ser llevado ante el tribunal por los herederos o los parientes del ladrón de chicle.


Tampoco debe ejercerse, en la ley libertaria, presión sobre el demandante o sobre sus herederos para que exijan el castigo máximo. Si, por las razones que fueren, rechazan la aplicación de la pena de muerte, podrían perdonar voluntariamente al agresor la totalidad o una parte del castigo. Un tolstoyano, opuesto por principio a todo género de castigos, perdonaría sencillamente al malhechor y olvidaría cuanto éste ha hecho. O también —y esto cuenta con una larga tradición en las viejas leyes occidentales— la víctima o sus herederos pueden permitir al delincuente comprar una parte o la totalidad del castigo. Si, por ejemplo, el principio de proporcionalidad permite enviar durante diez años a la cárcel al delincuente, éste podría llegar a un acuerdo con la víctima para conseguir una reducción del castigo o incluso su anulación total. La teoría de la proporcionalidad sólo marca el techo punitivo, en el sentido de que señala el nivel máximo que puede imponer legalmente la persona agredida.
Puede surgir un problema en los casos de asesinato si el heredero de la víctima no persigue con suficiente diligencia al asesino o se muestra excesivamente inclinado a que éste le compre el castigo. Puede resolverse sencillamente este problema haciendo que los ciudadanos manifiesten en su testamento qué castigo desean que se imponga a sus posibles homicidas. Podrían así ver cumplidos sus deseos tanto los partidarios de medidas punitivas estrictas como los tolstoyanos opuestos a cualquier género de castigo. El testante podría estipular en su última voluntad que una compañía de seguros contra el crimen actúe como fiscal contra su asesino.
Así, pues, la ley de la proporcionalidad fija el techo del castigo. Pero, ¿cómo podemos determinar la proporcionalidad misma? El primer punto que debe ponerse en claro es que el acento ha de recaer no en el pago de la deuda contraída con la «sociedad» (cualquiera que sea el sentido que quiera darse a este concepto), sino en el pago a la víctima. La parte inicial de esta deuda es, sin duda, la restitución. Así se advierte nítidamente en los casos de robo. Si A ha robado 15.000 dólares a B, el primero y más fundamental castigo de A debe consistir en restituir esta suma a B (además de los daños, los costes judiciales y policiales y los intereses no cobrados). Supongamos que —como ocurre casi siempre— el ladrón ya se ha gastado el dinero. En tal caso, la primera medida del castigo propiamente libertario es obligarle a trabajar y a entregar a la víctima los ingresos conseguidos, hasta la indemnización total. La situación ideal sitúa, por tanto, al delincuente en una posición de esclavitud frente a la víctima, que se prolongará hasta tanto el malhechor no haya reparado íntegramente el mal que ha causado.3
Debemos advertir que la insistencia en la idea de la restitución punitiva es diametralmente opuesta a la práctica habitual del castigo. En nuestros días se da la siguiente absurda situación: A roba 15.000 dólares a B. El gobierno localiza, juzga y condena a A, todo ello a expensas de B en cuanto contribuyente (junto con otros muchos) obligado a pagar las actividades gubernamentales. Así, pues, las autoridades públicas, en vez de obligar a A a compensar a B o a trabajar hasta que pague su deuda, lo que hacen es forzar a B, que es la víctima, a pagar impuestos para sufragar los gastos que genera el encarcelamiento de A durante diez o veinte años. ¿Qué clase de justicia es ésta? La víctima no sólo ha perdido su dinero, sino que además tiene que correr con los gastos derivados de la dudosa emoción de localizar, condenar y alimentar al delincuente. Cierto que ahora este último está entre rejas, pero no por la buena causa de indemnizar a la víctima.
La idea de la primacía de la indemnización a la víctima tiene egregios precedentes en la ley. Se trata de hecho de un antiguo principio jurídico que comenzó a extinguirse cuando el Estado amplió y monopolizó la administración de la justicia. En la Irlanda medieval, por ejemplo, el rey no era tanto el jefe del Estado cuanto más bien un asegurador contra el crimen: si alguien cometía un delito, lo primero que acontecía es que el monarca pagaba el «seguro» a la víctima; a continuación, procedía a obligar al delincuente a pagarle a él (restitución a la compañía aseguradora, directamente derivada de la concepción de que debía indemnizarse a la víctima). En numerosas regiones de la América colonial, demasiado pobres para permitirse el dudoso lujo de la cárcel, los tribunales condenaban a los ladrones a trabajos forzados en beneficio de sus víctimas, hasta que redimían su «deuda». Esto no significa necesariamente que en la sociedad libertaria no habrá cárceles, sino que experimentarán cambios radicales, dado que su objetivo principal será obligar a los delincuentes a indemnizar a las personas a las que han causado daños.4
En las concepciones medievales sobre el castigo, la noción prevalente era la de resarcir a las víctimas por los daños sufridos. Pero cuando, como consecuencia del aumento del poder del Estado, las autoridades gubernamentales invadieron los procesos de reparación, adquirió mayor importancia la confiscación de las propiedades del malhechor en beneficio de las arcas estatales. Se redujo cada vez más la protección brindada a las infortunadas víctimas. Cuando el acento se desplazó desde la indemnización a la persona perjudicada, es decir, desde la compensación que debía darle el delincuente, al castigo por los supuestos delitos «contra el Estado» o «contra la sociedad», lo que ocurrió en realidad fue que se fueron haciendo cada vez más severos los castigos estatales. El criminalista William Tallack escribió, a principios del siglo XX: «Se debió básicamente a la desenfrenada codicia de los barones feudales y de los prelados medievales la usurpación gradual de los derechos de los perjudicados, de los que acabaron por apoderarse en gran medida las citadas autoridades, que sujetaron a una doble venganza al ofensor, al apropiarse por un lado de sus bienes en su propio beneficio y no en el de las víctimas, y castigarle, además, con la mazmorra, la tortura, la hoguera o la horca. Mientras, la verdadera víctima del entuerto quedaba prácticamente ignorada.» Como ha dicho, sintetizando, el profesor Schafer: «Al hacerse el Estado con el monopolio de las instituciones punitivas, los derechos de las víctimas fueron siendo poco a poco separados de la ley penal.»5
Ahora bien, aunque respecto del castigo la primera consideración debe ser la compensación o indemnización, difícilmente puede ser éste el criterio completo y suficiente. De un lado, si un hombre ataca a otro, pero no hay robo de la propiedad, no hay posibles restituciones. En las antiguas fórmulas legales eran frecuentes los catálogos que fijaban la suma de dinero que el malhechor debía abonar a la víctima: tal suma por una agresión, tal otra por una mutilación, etc. Pero se trataba, obviamente, de listas del todo en todo arbitrarias, sin relación intrínseca con el delito cometido. Debemos volver sobre la anterior idea del criterio que se debe aplicar, a saber, el delincuente pierde sus derechos en la misma exacta medida en que viola los de terceros.
¿Cómo medir este alcance? Volvamos al caso del robo de 15.000 dólares. No puede considerarse suficiente la simple devolución de esta cantidad para reparar el delito (ni siquiera en el caso de que a esta suma le añadamos daños y perjuicios, costes, intereses, etc.). De un lado, es evidente que la simple pérdida del dinero robado no cumple la función de disuadir al ladrón de intentar un nuevo robo (aunque, como vimos más arriba, el efecto disuasorio es, en sí mismo, un criterio erróneo para calibrar el castigo). Si insistimos en el principio de que el delincuente pierde sus derechos en la misma exacta medida en que viola los ajenos, a los 15.000 dólares robados habrá que sumar otros 15.000 para la víctima. Sólo así habrá perdido el ladrón la misma proporción de sus derechos (en nuestro caso la propiedad de 15.000 dólares) que arrebató a su víctima. Respecto, pues, de los latrocinios, debería concluirse que el ladrón debe pagar el doble de la cantidad robada: la primera mitad en concepto de restitución del dinero hurtado y la segunda en concepto de pérdida de sus derechos (aquí de propiedad) en la cuantía en que se los ha arrebatado a un tercero.6
Pero tampoco con estas reflexiones hemos llegado ya al punto final de la fijación del alcance de la privación de derechos que implica un delito. A no solamente ha robado 15.000 dólares a B, delito que puede ser compensado mediante la restitución de esta cantidad, más otra igual en concepto de castigo equivalente. Es que, además, ha generado en B una situación de temor e incertidumbre que alcanza hasta donde llega el valor de aquello de que se ha visto desposeído. En cambio, el castigo impuesto a A es fijo y cierto ya desde el primer momento, de tal suerte que el delincuente se encuentra en una situación mucho más ventajosa que la que tiene que soportar su víctima. En consecuencia, para imponer un castigo proporcional al delito, habrá que añadir más del doble, para compensar de algún modo a la víctima por los añadidos de incertidumbre y temor de su particular y penosa experiencia.7 Es imposible precisar con exactitud los límites de esta compensación extra, pero esto no puede eximir a ningún sistema punitivo racional —incluido el que sería deseable para una sociedad libertaria— de intentar resolverlo del mejor modo posible.
También en el capítulo de las agresiones corporales, donde no es posible aplicar el principio de la restitución, podemos recurrir a nuestro criterio del castigo proporcional. Si A ha golpeado a B, B tendría derecho a devolver a A (por sí o a través de los funcionarios de justicia) algunos golpes más de los que ha recibido.
Cabría aquí pensar en permitir que el delincuente compre este castigo, pero sólo mediante un contrato voluntario con su querellante. Supongamos que A ha propinado una grave paliza a B. B tiene, por tanto, el derecho a propinar una paliza igual, o un poco mayor, a B, o a alquilar los servicios de alguna organización (que en una sociedad libertaria pueden ser prestados por competentes tribunales privados) que lo haga por él. Pero A conserva, por supuesto, la libertad de intentar entregar a B una determinada cantidad para comprarle el derecho a administrarle una paliza.
La víctima tiene, por tanto, el derecho a imponer un castigo en una cuantía proporcional a la gravedad del delito. Pero también es libre o bien para permitir que el agresor le compre el castigo o para condonárselo graciosamente, en todo o en parte. El nivel proporcional del castigo señala el derecho de la víctima, es decir, el techo punitivo máximo. Pero depende de ésta decidir si ejerce su derecho y hasta qué punto lo ejerce, dentro de los límites permitidos. Como indica el profesor Armstrong:
… debe haber una proporción entre la gravedad del crimen y la severidad del castigo. Marcar el límite superior del castigo sugiere lo que es debido… La justicia otorga a la autoridad competente (en nuestra opinión a la víctima) el derecho a castigar al ofensor hasta un cierto límite, pero no le obliga siempre, necesaria e invariablemente, a llegar hasta el último ápice de dicho límite. Es como si presto dinero a alguien; me asiste, en justicia, el derecho a que me lo devuelva, pero si decido renunciar a la devolución no hago nada injusto. No puedo reclamar más de lo que se me debe, pero soy libre para reclamar menos o para no reclamar nada.8
En este mismo sentido, el profesor McCloskey señala: «No hacemos nada injusto cuando, movidos por la benevolencia, exigimos menos de lo demandado por la justicia, mientras que se comete una grave injusticia cuando se va más allá del castigo merecido.»9
Son muchos los que, enfrentados al sistema legal libertario, se hacen la siguiente pregunta: ¿Se le podría permitir a alguien «tomarse la justicia por su mano»? ¿Podría permitírsele a la víctima, o a un amigo o un familiar, aplicar personalmente la justicia al malhechor? La respuesta es, por supuesto, afirmativa. Y ello por la sencilla razón de que todos los derechos de castigo se derivan del derecho de autodefensa de la víctima. No obstante, en la sociedad libertaria de libre mercado, a la víctima le resulta en general más cómodo encomendar esta tarea a la policía y a los tribunales.10 Supongamos que Méndez asesina a Basterra. Basterra decide localizar y ejecutar a Méndez. Todo va bien, salvo que, como en el caso de la coacción policial estudiado en el capítulo anterior, tal vez Basterra tenga que enfrentarse a una acusación por asesinato promovida por Méndez ante un tribunal privado. Si el tribunal dictamina que Méndez fue realmente un asesino, no le puede ocurrir nada, en nuestro esquema, a Basterra, salvo recibir una aprobación general por haber hecho justicia. Pero si se descubre que no hay pruebas suficientes para condenar a Méndez1 como autor del primer asesinato, o que fue otro Méndez, o tal vez un extraño, quien lo cometió, entonces Basterra no puede —como tampoco en el caso de los policías agresores del caso anterior— reclamar una especie de inmunidad; se convierte en asesino responsable, que será ejecutado por orden del tribunal, a instancias de los enfurecidos herederos de Méndez. Por tanto, del mismo modo que en la sociedad libertaria los policías deben proceder con cautela para no invadir los derechos de un sospechoso, salvo que estén absolutamente convencidos de su culpabilidad y dispuestos a arriesgar su propia vida por esta convicción, también serán muy pocos los dispuestos a «tomarse la justicia por la mano», salvo que tengan una parecida convicción. Además, si lo que hizo Méndez fue asestar algunos golpes a Basterra y, en venganza, éste le asesina, una tal demasía le expone al castigo
por asesinato. Hay, pues, una tendencia casi universal a dejar la ejecución de la justicia en manos de los tribunales, cuyas decisiones son
aceptadas por la sociedad como rectas y como lo mejor que es dable conseguir.11
Llegados a este punto debería ser ya evidente que nuestra teoría del castigo proporcional, esto es, que debe castigarse a los delincuentes con una pérdida de sus derechos equivalente a los derechos de terceros que han violado, es abiertamente una teoría retributiva del castigo, una aplicación de la ley del talión, del principio del «ojo por ojo, diente (o dos dientes) por diente».12 La idea del castigo justo o merecido tiene mala prensa entre los filósofos que, de ordinario, rechazan el concepto como «primitivo» o «bárbaro» y se enzarzan en la discusión de las otras dos grandes teorías sobre el castigo, la de la disuasión y la de la rehabilitación. Pero no basta para rechazar una opinión con calificarla de «bárbara»; después de todo, es posible que, en este caso, los «bárbaros» hayan alcanzado concepciones superiores a las de muchos credos modernos.
El profesor H.L.A. Hart describe la «forma más tosca» de la proporcionalidad, tal como la hemos esbozado aquí (la lex talionis), como «la noción de que debe hacérsele al criminal lo que él ha hecho, y dondequiera aparece una concepción primitiva del castigo, como ocurre a menudo, esta cruda idea se reafirma por sí misma; el asesino debe ser asesinado, el que golpea debe ser golpeado.»13 Pero lo «primitivo» apenas puede ser criterio válido. Y el propio Hart admite que esta forma «cruda» presenta menos dificultades que las versiones, más «refinadas», de la tesis de la proporcionalidad/retribución. Su única crítica razonada, con la que parece pensar que queda ya zanjada la cuestión, es una cita de Blackstone: «Existen algunos delitos que de ninguna manera admiten este tipo de castigo sin caer en el absurdo o en la perversión. No puede castigarse un hurto con otro, una difamación con otra, la falsificación con falsificación, el adulterio con adulterio…» Pero no es un razonamiento convincente. El hurto y la falsificación son robos y es perfectamente posible castigar al ladrón obligándole a devolver a la víctima lo robado y a compensarle de manera proporcional a los daños y perjuicios que le ha causado. No hay aquí ningún problema conceptual. El adulterio no es, en absoluto, desde el punto de vista libertario, un delito, ni tampoco lo es, como veremos más adelante, la «difamación».14
Pero volvamos ya a las dos principales teorías modernas y veamos si proporcionan un criterio para el castigo que responda a nuestra concepción de la justicia con tanta exactitud como lo hace, con seguridad, la retribución.15 La disuasión fue el principio fijado y desarrollado por los utilitaristas como parte de su enérgica renuncia a los principios de la justicia y la ley naturales —tachadas de metafísicas— y su sustitución por otros de más fácil aplicación. Se supone aquí que el objetivo práctico de los castigos es disuadir tanto al delincuente en cuestión como a los restantes miembros de la sociedad de la comisión de tales delitos en el futuro. Ahora bien, este criterio de la disuasión implica esquemas de castigos que casi todo el mundo considera exageradamente injustos. Por ejemplo: si no se castigaran de ningún modo los delitos, habría mucha gente que cometería pequeños hurtos, como robar una manzana o una pera en la frutería. Por otro lado, la inmensa mayoría de las personas siente en su interior una resistencia mucho más grande a la perpetración de un asesinato que a la comisión de un pequeño hurto en la tienda y no están dispuestas a cometer un gran crimen. Por consiguiente, si la finalidad del castigo es disuadir de la comisión de delitos, deberían aplicarse mayores castigos para prevenir los pequeños robos que para prevenir un asesinato. Semejante sistema choca contra los valores éticos de la mayoría de las personas. El resultado es que si se fija como criterio la disuasión, habría que establecer severas penas de muerte por pequeños robos —por el hurto de un chicle— mientras que los asesinos podrían quedar libres tras unos pocos meses de cárcel.16
Otra de las críticas clásicas al principio de la disuasión es que si fuera éste el criterio único, sería perfectamente posible que la policía o los tribunales ejecutaran en público a cualquier persona de la que ellos supieran que es inocente, pero de cuya culpabilidad habrían logrado convencer a la opinión pública. La alevosa ejecución de un inocente —siempre en el supuesto de que se mantuviera en secreto su inocencia— tendría exactamente los mismos efectos disuasorios que la de un culpable. Pero tales ideas chocan frontalmente contra todos los criterios de justicia.
El hecho de que prácticamente todo el mundo considere grotescos estos esquemas punitivos, a pesar de que cumplen bien el criterio de la disuasión, demuestra que los ciudadanos se sienten interesados por cuestiones más importantes que la finalidad disuasoria. Así lo indica la generalizada objeción de que estas escalas de castigos disuasorios, o el ajusticiamiento de un inocente, suponen una inversión total de nuestros habituales puntos de vista sobre la justicia. En lugar de un castigo «adecuado al crimen», ahora se le gradúa de una manera inversamente proporcional a su gravedad o se aplica incluso a los inocentes, no a los culpables. En síntesis, el principio de la disuasión implica una grave violación del sentimiento intuitivo de que la justicia incluye alguna forma de castigo conveniente y proporcional a la parte culpable, y sólo a ella.
El más reciente —y supuestamente el más «humanitario»— criterio punitivo es el que busca la «rehabilitación» del delincuente. La justicia de antiguo cuño —dice esta teoría— se limitaba a castigar a los malhechores, ya sea mediante la justa pena o mediante la disuasión frente a futuros delitos. El nuevo criterio, guiado por una sensibilidad humanitaria, intenta la reforma y rehabilitación de los culpables. Pero una consideración más atenta descubre que este principio de rehabilitación «humanitaria» no sólo desemboca en grandes y caprichosas injusticias, sino que pone en manos de los encargados de administrar los castigos un poder enorme y arbitrario, capaz de decidir los destinos de los hombres. Supongamos que Pérez ha perpetrado una matanza, mientras que González ha robado una manzana en la tienda de la esquina. En vez de recibir condenas adecuadas a sus delitos, ahora sus sentencias están indeterminadas, con penas de reclusión que tienden, supuestamente, a su eficaz «rehabilitación». Pero esto equivale a poner en manos de un grupo arbitrario de presuntos rehabilitadores un poder de decisión sobre la vida de los encarcelados, lo que significa que, en lugar de la igualdad ante la ley —como elemental criterio de justicia—, con unos mismos castigos para unos mismos delitos, un hombre va a la cárcel por unas semanas, hasta que esté plenamente «rehabilitado», y otro permanece en ella por tiempo indefinido. Supongamos que en nuestro ejemplo de Pérez y González, el primero, autor de una matanza, se rehabilita rápidamente, según el parecer de nuestro equipo de expertos. Se le deja en libertad al cabo de tres semanas, en medio del general aplauso para los presuntamente eficaces rehabilitadores. Mientras tanto, el robaperas de González persiste en manifestarse incorregible y claramente irreformable, al menos a los ojos de nuestros especialistas. Siguiendo la lógica de este principio, deberá permanecer encarcelado por tiempo indefinido, tal vez por el resto de sus días. Aunque el delito era de poca monta, persiste en mantenerse alejado de la influencia de sus «humanitarios» mentores.
Como ha escrito el profesor K.G. Armstrong, a propósito del principio de la reforma:
El esquema lógico de los castigos pide que a cada delincuente se le dé el adecuado tratamiento reformista, hasta conseguir un cambio suficiente, de modo que los expertos certifiquen que se ha reformado. En esta teoría, todas las sentencias tienen que ser imprecisas—tal vez con la fórmula «a determinar con el visto bueno del psicólogo»—, de modo que desaparece el principio fundamental de una clara delimitación del castigo. «¿Con que ha robado usted una hogaza de pan? Bien, bien. Yo me encargaré de reformarle, aunque esto le lleve el resto de su vida.» Desde el momento mismo en que es declarado culpable, el delincuente pierde sus derechos como ser humano… No es ésta la forma de humanitarismo por la que me siento atraído.17
Nadie ha sabido describir la tiranía y la enorme injusticia de la teoría «humanitaria» del castigo —entendido como reforma— de manera tan brillante como C.S. Lewis. Tras advertir que los «reformistas» califican las acciones que proponen como «cura» o «terapia», y no como «castigo», añade:
Pero no nos dejemos engañar por las palabras. Ser apartado sin mi consentimiento de mi hogar y de mis amigos, perder mi libertad, sufrir todos esos ataques a mi personalidad que la moderna psicoterapia consigue llevar a cabo,… saber que este proceso no finalizará hasta tanto mis captores tengan éxito y yo sea lo bastante astuto como para darles a entender que lo han conseguido… ¿a quién le importa que esto se llame, o no, castigo? Es evidente que se dan cita aquí todos los elementos que convierten al castigo en algo temido: vergüenza, destierro, esclavitud y años y años de raciones carcelarias. Sólo ser reo de un enorme delito podría justificar un tal castigo. Pero es justamente este concepto de merecimiento de castigo lo que la teoría humanitaria ha arrojado por la borda.
Lewis pasa a demostrar a continuación la refinada crueldad de la tiranía que han implantado los «humanitaristas» para imponer al pueblo sus «reformas» y sus «remedios»:
Tal vez la más opresora de cuantas tiranías existen es la ejercida en nombre del bien de sus víctimas. Tal vez sea más soportable vivir bajo barones rapaces que bajo omnipotentes entrometidos moralizadores. La crueldad del barón rapaz puede a veces adormecerse, su avaricia puede verse satisfecha una vez alcanzado un cierto punto; pero los que nos martirizan por nuestro propio bien jamás ponen fin a sus tormentos, porque actúan con la aprobación de su propia concienciaTal vez vayan al cielo, pero lo más probable es que conviertan la tierra en un infierno. Su bondad lleva el aguijón de intolerables injurias. Ser «curados» en contra de la propia voluntad, y curados de situaciones que no podemos considerar como una enfermedad, equivale a verse rebajado a la condición de los que aún no han llegado o nunca llegarán al uso de la razón; es ser clasificados en el grupo de los niños, de los disminuidos psíquicos, de los animales domésticos. Ser castigados, aunque sea severamente, por lo que merecemos, porque «deberíamos habernos portado mejor», es ser tratados como seres humanos, hechos a imagen de Dios.
Lewis subraya, además, que los gobernantes pueden utilizar el concepto de «enfermedad» como medio para definir como «crimen» o «delito» algunas acciones que les desagradan, lo que les permite imponer a continuación normas totalitarias en nombre de la Terapia.
Si el crimen y la enfermedad han de ser considerados como una misma cosa, se sigue que todo estado de la mente que nuestros maestros prefieran llamar «enfermedad» puede ser tratado como un crimen y curado por la fuerza. Sería vana empresa alegar que no siempre los estados de la mente que desagradan al Gobierno implican necesariamente torpeza moral ni merecen, por tanto, la pérdida de la libertad. Nuestros maestros no quieren emplear los conceptos de merecimiento y castigo, sino los de enfermedad y curación… No se quiere hablar de persecución. Incluso cuando el tratamiento es doloroso, incluso cuando se prolonga a lo largo de la vida, incluso cuando resulta fatal, se tratará siempre y sólo de un desdichado accidente: la intención era puramente terapéutica. También en la medicina ordinaria hay operaciones penosas y hasta fatales, como aquí. Pero como son «tratamientos», y no castigos, sólo admiten la crítica de los expertos en la especialidad, y aun ésta basada en argumentos técnicos. Nunca puede admitirse la de las personas normales que aducen razones de justicia.18
Vemos, pues, que el elegante enfoque del castigo como reforma puede convertirse, en definitiva, en algo grotesco y, por supuesto, mucho más incierto y arbitrario que el principio de la disuasión. La única teoría justa y viable del castigo es la retributiva, y en ella es de fundamental importancia asignar un mismc castigo para unos mismos delitos. Se descubre, al final, que lo bárbaro es lo justo, mientras que lo «moderno» y «humanitario» resulta ser una grotesca parodia de la justicia.

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