por Gene Healy
Alrededor de las 9:30 PM el 19 de marzo de 2003, la fase de fuego de la Operación Iraquí Libertad empezó, con un infructuoso “ataque de decapitación” dirigido al alto mando iraquí, incluyendo a Saddam Hussein. Poco después, el presidente George W. Bush dijo a los estadounidenses en un discurso transmitido en televisión nacional que habíamos iniciado una guerra “para desarmar Irak, para liberar a su pueblo y para defender al mundo de un gran peligro”.
Diez años después, el futuro de la “libertad iraquí” continúa siendo
incierto en el mejor de los casos, pero es evidente que no hubo mucho
que desarmar y que el mundo nunca estuvo ante tal grave peligro”.
¿Qué nos ha costado la guerra en Irak y qué lecciones, si es que alguna, hemos aprendido?
Responsabilizar por la guerra únicamente a los neoconservadores deja
libres de culpa al resto y me parece que muy ligeramente. La prisa de
2002-2003 para ir a la guerra fue una irresponsabilidad de ambos
partidos.
En 2002, muy pocos de nuestros representantes electos estaban
interesados en hacer sus averiguaciones básicas antes de ejercer la
responsabilidad solemne que la Constitución le otorga al congreso en el
poder de “declarar guerra”. Desde fines de septiembre de 2002 en
adelante, copias de la Estimación de Inteligencia Nacional acerca de
Irak (92 páginas) estuvieron disponibles para cualquier miembro del
congreso o del senado que quisiera leerlo. Solo unos pocos lo hicieron.
El entonces senador John Kerry, Demócrata de Massachusetts, y Hillary
Clinton, Demócrata de Nueva York —nuestra actual Secretario de Estado y
su antecesora— no se encontraban entre los seis senadores que se tomaron
el tiempo de leer el reporte antes de votar a favor de la guerra. El
senador Jay Rockefeller, Demócrata de West Virginia, explicó que
ausentarse para ir al cuarto seguro para leer el reporte —una corta
caminata a través del área del Capitolio— no es “algo fácil de hacer” y
que los reportes son “una lectura extremadamente densa”.
La inteligencia de Washington no se comportó de mejor forma. En un artículo reciente para la revista The New Republic,
“A vísperas del desastre”, John B. Judis describe “lo que era oponerse a
la guerra en Irak en 2003”. Solitario: “dentro del Washington político,
era difícil encontrar personas con ideas afines” que se opusieran a la
guerra. “Tanto los principales diarios nacionales —el Washington Post y el New York Times
(que publicaba los reportajes de Judith Miller)— estaban tocando los
tambores de guerra”, de la misma manera en que lo estaban haciendo gran
parte de los mandamases de los centros de investigación de Washington.
Sin embargo, no todos. En un debate sobre Irak en 2002 con el ex
director de la CIA James Woolsey, William Niskanen, en ese entonces mi
colega del Cato Institute, argumentó que “una guerra innecesaria es una
guerra injusta” y de la cual llegaríamos a arrepentirnos de haber
librado.
Niskanen tenía razón. Un nuevo reporte del Watson Institute para
Estudios Internacionales en la Universidad Brown calcula los costos de
la misma: la muerte de alrededor de 4.500 soldados, un costo
presupuestario eventual de alrededor de $3,9 billones y más de 130.000
civiles muertos como “daño colateral”.
El ornitólogo aficionado, el senador John McCain (Republicano de
Arizona) llamó al pacífico senador Rand Paul (Republicano de Kentucky)
un “pájaro loco” por hacer preguntas acerca del poder ilimitado del
presidente para iniciar una guerra. Aún así, Paul se impuso en la
Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC), ganando la encuesta
sobre las opciones para la presidencia.
El Christian Science Monitor reporta acerca de otra encuesta
realizada a los participantes de la CPAC, en la cual “solo 34 por ciento
dijo que EE.UU. debería adoptar un papel más muscular [en el
extranjero]; 50 por ciento dijo que EE.UU. debería retirarse, dejando
que más aliados se ocupen de las zonas problemáticas”. George Will
reportó esta semana en el programa “This Week” de ABC que lo que él vio
en la CPAC fue “el auge de la rama libertaria del republicanismo, la
cual tiene un efecto en la política exterior que es el abandono de la
construcción de naciones y otras ambiciones en el extranjero que nunca
permitieron al Estado en casa”.
Bill Niskanen, quien murió el año pasado con 78 años, nunca se cansó
de recordar a los conservadores que la guerra es un programa estatal —y
es uno particularmente destructivo.
Puede ser que ese mensaje finalmente está llegando a la gente.
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