Los primeros
100 días de Enrique Peña Nieto en Los Pinos han sido coreografiados, con
una sucesión de arranque de programas que ponen los cimientos para
nuevos andamiajes en el País, que no han dejado de impactar en la
opinión pública y enviar el mensaje de un gobierno en movimiento. Desde
el día uno existió un mapa de navegación que le generó consensos
públicos y un baño de miel en los medios de comunicación. Pero lo más
importante es lo que, a la vista de todos, no se ve: la restauración del
poder presidencial.
Muy pocos han visto cómo Peña Nieto lo hizo desde su primer discurso
como Presidente. En lo semiótico, el evento tras tomar protesta como
jefe del Ejecutivo fue en Palacio Nacional, dejando a un lado la
chabacanería del Auditorio Nacional, catedral del entretenimiento.
Escogió como imagen de su Presidencia la sobriedad del gris y el plata,
en contraste con el águila mocha de Vicente Fox y el arco iris de Felipe
Calderón, y dejó en el pasado la calidez ordinaria de los presidentes
por el empoderamiento a través del ritual.
Pero sobre todo, desde ese primer día habló de la transformación de
México mediante reformas que pasan por en medio de lo que se llama los
poderes fácticos, aquellos grupos de interés que durante 12 años fueron
más poderosos que el Estado. Está la de las telecomunicaciones para
modernizar el País, sin importar que entre los que tendrán que ceder
poder económico se encuentren quienes anclan su poder en el Producto
Interno Bruto o aquellos que osaban manotearle sobre la mesa al
Presidente en turno. O aquellas que si requieren sacrificios,
sacrificados habrá.
Peña Nieto llegó a una Presidencia cuyo diseño institucional limita las
posibilidades que tiene su ocupante, pero entendiendo que el Presidente
en México, por las características de la cultura política, posee
recursos casi ilimitados dentro de los marcos democráticos para poder
lograr los objetivos que busca. Su primera acción concreta, por ejemplo,
fue el Pacto por México, un acuerdo cupular que a través la negociación
con las élites cede partes programáticas de su gobierno, a cambio del
apoyo para sus reformas estratégicas. En los primeros 100 días, el Pacto
fue eje rector del cambio y taller para la fabricación de las leyes de
la transformación anunciada.
Su siguiente acción de gran calado fue la nueva Ley del Amparo, que
entre las enormes bondades que tiene para el ciudadano común y
corriente, tiene un freno para los grandes conglomerados con concesiones
del Estado a quienes impedirá en el futuro que puedan operar en la
irregularidad por tanto tiempo como dinero tengan para fondear a sus
abogados en contra, precisamente del Estado. Las concesiones son
propiedad de la Nación, que es el fondo de esa nueva ley, y no propiedad
de los conglomerados, que era como aprovechando las insuficiencias de
la vieja ley, actuaban.
No hay nadie más poderoso que el Estado, como comprobó la líder de otro
poder fáctico, Elba Esther Gordillo, ex dirigente del Sindicato Nacional
de Trabajadores de la Educación, a quien los gobiernos panistas le
entregaron la rectoría de la educación, y cuando el Estado, en voz de
Peña Nieto, la reclamó para sí, se negó a devolverla. La cárcel ha sido
su destino, y la detención de una de las dos figuras políticas con peor
imagen en México, le regaló a Peña Nieto el aplauso de viejos rivales
incluso, que reconocieron en esa acción una medida que debió haberse
tomado hace años.
Con la ley en la mano, Peña Nieto restauró en estos 100 días el poder
presidencial. Los mensajes, tres de los principales aquí registrados,
llegaron a sus destinatarios. No tendrán problema quienes entiendan que
en las nuevas reglas del juego, el poder emana del Estado, no de los
intereses particulares. Quienes lo desafíen por la vía de las acciones
se toparán con él, y como ya se vio en estas semanas, la justicia
juarista acompañará las decisiones presidenciales. Es una nueva forma de
gobernar, donde el gravitas cambió de lugar.
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