por Guillermo Cabieses
Guillermo Cabieses es profesor de los cursos de Economía y Derecho
en la Universidad de Lima y de Derecho y Análisis Económico del Derecho
en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC). Es Máster en
Derecho (LL.M.) por la Escuela de Derecho de la Universidad de Chicago y
abogado por la Universidad de Lima.
El derecho laboral encuentra su génesis en los “abusos” que durante la Revolución Industrial padecieron
los trabajadores en las fábricas inglesas. Desde entonces, los derechos
de los trabajadores han sido el principal caballo de batalla de los
socialistas para procurar defender al proletariado de las opresoras
garras del gran capital. Así, se denominan “conquistas sociales”
a la jornada de 8 horas, las vacaciones, los sistemas de pensiones, el
sueldo mínimo, las leyes de seguridad en el trabajo, entre otras.
El fundamento de estas mal llamadas “conquistas sociales” es, en mi
opinión, una interpretación errónea de la historia. La revolución
industrial no fue una época de opresión sobre las clases menos
pudientes, durante ella no se destruyó al campesinado esclavizándolo en
las industrias, forzándolo a trabajar en éstas. Sin embargo, ha sido
esta antojadiza, sesgada y falaz lectura de la historia la que ha
servido de cimiento para la construcción del endeble castillo de naipes
en que consiste la regulación laboral.
La revolución industrial no fue, como se cree, una época de opresión y
de explotación inmisericorde de los pobres, fue su salvación de la
hambruna, la miseria y el atraso. De qué otra forma puede explicarse la
masiva migración que hubo del campo a las zonas industriales, las colas
para la obtención de empleos en las fábricas. Esas conductas, esas
preferencias reveladas, nos indican que quienes supuestamente fueron las
víctimas de la revolución industrial, fueron en realidad sus
beneficiarios. Nadie forzó a los campesinos a migrar a las zonas
industriales, nadie los forzó a trabajar en las fábricas, lo hicieron
porque consideraron que sus condiciones de vida en los campos eran
peores que en las fábricas. Esa y no otra fue la causa de este fenómeno.
Sin embargo, esta historia tergiversada es la que ha servido de
fundamento para el establecimiento del derecho laboral que, si bien
pretende mejorar la calidad de vida de las personas, en realidad impide
que la gente más pobre y menos capacitada accedan a un empleo formal.
En otras palabras, es el propio derecho laboral la principal barrera
para que aquéllos a los que está llamado a proteger accedan a un empleo
en donde se respeten las “conquistas sociales” que su defensores se
ufanan de haber logrado.
La economía nos enseña que todo en la vida tiene un costo, que no hay
almuerzo gratis, y lo que no sopesan los defensores de las regulaciones
laborales son los inmensos costos que éstas irrogan. En mi concepto,
estos costos superan largamente a sus beneficios.
El mercado laboral es como cualquier otro mercado y
está sujeto a la ley de la oferta y la demanda. La regulación no es otra
cosa que aumentar artificialmente el precio de contratar a alguien y,
como se sabe, a mayor precio, menor demanda. Es decir, mientras más
regulación laboral, menos demanda por trabajadores habrá en el mercado y
por ende más desempleo. La solución a este problema, sin embargo, la da
el propio proceso de mercado en el que se generan mercados informales
en donde no se respetan estas costosas “conquistas sociales”, pero sí el
derecho de las personas a trabajar libremente en lo que consideren la
mejor alternativa para ellas. Es el mercado el que salva a los pobres de
sus supuestos salvadores.
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