29 marzo, 2013

¿Es la moral gaseoso y resbaladizo?

por Alberto Benegas Lynch (h)
Alberto Benegas Lynch (h) es académico asociado del Cato Institute y Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Argentina.
A veces se considera el criterio moral como algo alejado de la razón y envuelto en una nebulosa difícil de desentrañar o, de lo contrario, se la mira como un campo solo ligado a la religión o al sexo. Las tres nociones están fuera de foco. Las ideas básicas del bien y el mal son inherentes al individuo y pueden ser cultivadas y perfeccionadas en el transcurso del tiempo, en paralelo con el carácter evolutivo de esa concepción que permite ensanchar el campo moral a medida que se amplía el conocimiento.


Lo bueno o malo es lo que hace bien o mal a las personas para su acercamiento o alejamiento de la autoperfección en su condición humana, para actualizar las potencialidades en busca del bien o para renegar y desconocer esas potencias del ser humano. Lo moral es inseparable del concepto de respeto: a si mismo en el vínculo intrapersonal o a terceros en las relaciones interpersonales.
La moral alude a lo normativo, es un ámbito prescriptivo no descriptivo, no se refiere a lo que fue o a lo que es sino a lo que debe ser. Algunas religiones (la mayoría, desde las más antiguas) adoptan principios morales que son anteriores al ejercicio de su culto, pero la condición moral no está atada a determinada religión (un agnóstico puede ser tan moral como un religioso consistente con su credo).
Como queda dicho, en no pocas ocasiones se circunscribe la moral a cuestiones sexuales y equivalentes, pero el territorio abarca áreas muy vastas hasta comprender toda la conducta humana (solo los humanos pueden ser catalogados bajo la vara moral debido a su libre albedrío y, consecuentemente, a su responsabilidad individual). Como se ha señalado, el respeto a la propia persona es un aspecto de la moral, el respeto a otros lo completa y enriquece.
Esto último —el respeto a otros— se refiere a la necesidad de abstenerse de recurrir a la fuerza agresiva: todos los actos que invaden autonomías individuales son inmorales. Todas las acciones que agreden a otros, sea atacando la propiedad, la vida o la libertad de nuestro prójimo son inmorales y, desde luego, no hay diferencia que cometa la agresión una persona, una institución o un gobierno (la inmoralidad puede ser, y frecuentemente es, legal o sea apoyada por el aparato de la fuerza).
Hoy en día todos los gobiernos en mayor o menor medida le faltan el respeto a los gobernados. Podemos decir que el siglo de oro del respeto se ubica entre el Congreso de Viena al finalizar las guerras napoleónicas hasta la Primera Guerra Mundial, período en el que la participación promedio de los gobiernos en los países civilizados era del seis por ciento de la renta total, donde no existían pasaportes, en un régimen de patrón oro, donde los contratos eran palabra sagrada, prácticamente sin aduanas, sin sistemas de la mal llamada “seguridad social”, en un clima de progreso moral y material, donde el contacto con el aparato gubernamental era (eventualmente) con el policía de la esquina si se cometía una infracción.
Hoy parece que solo se hace patente la inmoralidad de los sistemas autoritarios cuando se observan en documentales los rostros desencajados de andrajos humanos con sus bolsitos al hombro escapando de las fauces del Leviatán que ha cometido todo tipo de atropellos inimaginables en el sangriento y despiadado siglo veinte.
Más tenebrosa que la antiutopía de Orwell del Gran Hermano se torna más cercana la de Huxley en la que la gente pide ser esclavizada para desgracia de quienes conservan su autoestima y dignidad. Se ha descuidado a Tocqueville cuando sentenció que “Se olvida que en los detalles es donde es más peligroso esclavizar a los hombres. Por mi parte, me inclinaría a creer que la libertad es menos necesaria en las grandes cosas que en las pequeñas, sin pensar que se puede asegurar una sin poseer la otra” y, antes que eso, el grito de varios de los Padres Fundadores en Estados Unidos en el sentido que “el costo de la libertad es su eterna vigilancia”.
Por momentos, con todo el bien que han hecho las religiones oficiales cuando abandonan la exterminación recíproca (en nombre de la bondad y la misericordia) y aceptan el ecumenismo, parecería que a algunos les hace mal a la cabeza cuando —en un alarde de hipócrita doble discurso— justificadamente critican el ataque al corazón de la propiedad con el nombre de “redistribución de ingresos” si está en boca de demagogos, pero les parece una receta aceptable en boca de sus sacerdotes. Enceguecidos, no se percatan del nexo causal entre una idea malsana y la ejecución de una política destructiva para la moral.
El parto contemporáneo de la idea liberal, es decir la idea del respeto irrestricto a los proyectos de vida del prójimo, se sitúa en las decimonónicas Cortes de Cádiz, donde por vez primera el liberalismo pasó de ser un adjetivo a ser un sustantivo para oponerse a los denominados “serviles” a contracorriente de José (Pepe Botella) Bonaparte y Fernando VII que ni bien reasumió abrogó la Constitución del 12. Como es sabido, el liberalismo no es una línea política sino una forma de vida social con la esperanza de ubicarse, en esta instancia del proceso de evolución cultural, en dosis diversas, en todos los partidos de una sociedad abierta en el contexto pluralista puesto que, como ha insistido Popper, las corroboraciones son siempre provisorias y sujetas a refutaciones por lo que se requiere debate abierto en ausencia de las siempre cavernarias ideologías que pretenden un sistema inexpugnable y terminado (me referí con algún detenimiento a esto en mi artículo de La Nación “El liberalismo como anti-ideología”, Buenos Aires, mayo 31 de 1991). Por ello es tan ilustrativo el lema de la Royal Society de Londres: nullius in verba, es decir, no hay palabras finales en un clima de permanente evolución.
No pocos han sido los autores que han anunciado la muerte del bien y el mal en un contexto transvalorativo pero la distinción prevalece en el hombre civilizado (e incluso se intuía en el primitivo), por ello es que históricamente los códigos de mayor difusión han rescatado el bien y condenado el mal. Sin duda que en las relaciones sociales no cabe dictaminar sobre el fuero íntimo de cada uno que está reservado a la conciencia de cada cual, de lo que se trata es del respeto recíproco.
Resulta por cierto alarmante la indiferencia al avasallamiento de los derechos de terceros, y cuando toca lo propio es más desconcertante aún que el damnificado explica como se adaptará a la nueva norma salvaje, hasta que los espacios de libertad se reducen a la respiración y a algún movimiento irrelevante. Quienes pretenden dar la voz de alarma en esta situación es como si lo hicieran desde el fondo de un pozo sin buena acústica y en la oscuridad y abandono más absolutos (por ejemplo, para ilustrar con lo de hoy, cuando advierten de otro doble discurso superlativo: los bailouts a Chipre que se acaban de cerrar con el apoyo del FMI por la principal razón de que más de la mitad de los depósitos del sistema bancario pertenecen a capitostes vinculados al gobierno ruso).
El doble discurso y la indiferencia moral anestesian la mente frente al peligro. Es una especie de jujitsu al revés: como se sabe, se trata de una técnica marcial iniciada por los samurai del Japón feudal por la que en el combate cuerpo a cuerpo se utiliza la fuerza del contrario para vencerlo. Pues bien, no pocas personas de nuestro mundo moderno, al abandonar valores morales, paradójicamente están recurriendo a su propia fuerza para autoaniquilarse.
La contracara de tanta hipocresía consiste en que, de un tiempo a esta parte, han surgido jóvenes entusiastas que han decidido dar batalla en los frentes intelectuales para establecer un sistema de tolerancia y respeto recíproco que constituye la base de un sistema ético. Hay que celebrar con alegría estos acontecimientos que tienen lugar en muy diversos rincones del planeta…y, desde luego, sería un acto de imperdonable cobardía el dejarlos solos.

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