por Juan Ramón Rallo
Juan Ramón Rallo es Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista de ElCato.org. Juan Ramón obtuvo el tercer lugar en nuestro primer concurso de ensayos, Voces de Libertad 2008.
Hyman Minsky, economista postkeynesiano con grandes
intuiciones aunque sin un suficiente armazón teórico, clasificó a todo
deudor en tres grandes categorías: deudor con cobertura, el deudor
especulativo y el deudor Ponzi. El deudor con cobertura es aquel capaz
de hacer frente a los pagos del principal y de los intereses de su deuda
a partir de sus flujos de caja operativos (es solvente y líquido). El
deudor especulativo, aquel que sólo es capaz de atender el pago de sus
intereses mediante sus flujos de caja operativos y que, por
consiguiente, necesita de una refinanciación continuada de su pasivo (es
solvente pero ilíquido); y, por último, el deudor Ponzi es el que no
puede atender ni los vencimientos de su deuda ni el pago de sus
intereses merced a su flujo de caja operativo y, por tanto, para
mantener sus operaciones necesita no sólo de una refinanciación de sus
pasivos sino de un continuado incremento de los mismos (es insolvente e
ilíquido).
El sistema económico sólo coordina adecuadamente a ahorradores e
inversores cuando todos sus deudores cuentan con cobertura, es decir,
cuando los flujos de caja (y los bienes que los engendran) llegan justo
en el momento en el que los capitalistas necesitan recuperarlos. Cuando
los deudores son del tipo especulativo, el sistema económico se ve
abocado a un ahorro forzoso para lograr completar exitosamente sus
inversiones: aunque los capitalistas querrían recuperar su capital, se
verán empujados a renunciar a su liquidez y a aguardar más tiempo hasta
que las inversiones sean finalmente repagadas con los flujos de caja
operativos. Por último, cuando los deudores son del tipo Ponzi, los
capitalistas van dilapidando sus ahorros mientras no opten por forzar la
liquidación o la recomposición de sus malas inversiones. Lo que la teoría austriaca del ciclo económico
explica es, precisamente, que si la mayoría de agentes incurren en una
financiación de tipo especulativo, ésta provocará que el conjunto del
sistema económico degenere en un esquema Ponzi que necesite de un
profundo reajuste: en cuanto algunos de esos agentes dejen de
refinanciar parte de las inversiones iniciadas, todos aquellos planes
empresariales de tipo complementario dejarán de ser rentables (es decir,
se convertirán en planes tipo Ponzi).
En el centro de este proceso de descoordinación financiero y productivo se encuentra la banca,
una industria que, gracias a los numerosos privilegios que desde hace
décadas les han venido concediendo los Estados, gusta de endeudarse a
corto plazo (depósitos a la vista, imposiciones a corto plazo, pagarés,
operaciones repo, etc.) para sufragar inversiones a largo plazo
(hipotecas, préstamos empresariales, crédito al consumo, etc.). Es
decir, de entrada la banca constituye el paradigma de deudor
especulativo: las entradas de flujos de caja desde su cartera de
inversiones no sirven, ni mucho menos, para atender las salidas de caja
de su pasivo (debiendo buscar una refinanciación permanente de sus
acreedores o, en caso de no hallarla, del banco central). Sucede, sin
embargo, que muchas de las inversiones sufragadas por el alud de crédito
artificialmente barato de la banca simplemente se transformarán en
inversiones Ponzi que provocarán que, a su vez, los bancos degeneren de
estructuras especulativas a estructuras Ponzi.
En tales casos, la banca sólo es capaz de sobrevivir a través de la
respiración asistida de unos acreedores ignorantes de su situación real o
de los rescates de un sector público que malversa el
capital de los contribuyentes. He ahí toda la explicación que requiere
esa manida expresión de que la viabilidad de la banca se sustenta
siempre en la confianza: dado que el sector financiero ha deteriorado
sus fundamentales hasta el punto de que es incapaz de hacer frente a su
deuda con los ingresos derivados de actividad, sólo la irracional
confianza de los acreedores en su futuro permite que la banca siga
subsistiendo. Dicho de otro modo, la única forma de evitar el concurso
de acreedores de una empresa insolvente es que una cantidad suficiente
de sus acreedores renuncien a cobrar sus deudas con la vana esperanza de
que sí las cobrarán en el futuro. Un puro esquema Ponzi donde los
acreedores que escapan de la quema lo hacen a costa de incinerar y
pringar a otros nuevos acreedores.
Por eso, nada debería generar tanta desconfianza en un sector económico
que afirmar que el sostén esencial de ese sector económico es la
confianza. Devastador aserto que equivale a condenar a sus acreedores a
estar jugando a la patata caliente con sus ahorros: aquellos que,
anestesiados por la propaganda, queden atrapados en las impagables
promesas de un deudor insolvente perderán su capital.
Lo que necesitamos, pues, no es seguir prestando nuestra confianza ciega
en una banca que no se la merece. No hay que extender ningún cheque en
blanco al sector financiero para que haga y deshaga a placer con
nuestros ahorros. Al contrario: lo que necesitamos es que la ciudadanía
comience a desconfiar abiertamente de los bancos para que éstos se
disciplinen y abandonen sus esquemas de financiación especulativos y
Ponzi para adoptar uno con cobertura (tal como tiende a suceder en el
resto de industrias de la economía). Gran parte de nuestros problemas
actuales se deben a que aquellos que deberían estar vigilando a los
bancos (sus acreedores, y no unos abstractos reguladores sin información
ni incentivos para desempeñar adecuadamente su tarea) han abandonado
sus responsabilidades y han entregado acríticamente su hacienda a unos
gestores financieros que no merecían tan generosa y absoluta entrega.
Por supuesto, la causa de que los acreedores de la banca hayan dejado
de vigilarla cabe buscarla en los perversos incentivos institucionales
que tendían a protegerles de cualquier riesgo provocado por la mala
praxis de los bancos, por ejemplo los bancos centrales y el fondo de
garantía de depósitos. No es hora de seguir reclamando confianza sin
fundamento, sino de exigir unos fundamentos confiables. Y para ello el
entramado institucional tiene que modificarse de arriba abajo para que, a
su vez, la actitud y los incentivos de los acreedores de la banca
también muten.
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