Por todas
partes se escucha ya. El aplauso a la autoridad, la exaltación del poder
presidencial, el apoyo a la mano firme. Ante los doce años de mala
gobernabilidad, los mexicanos se aprestan a convocar a quien pueda
combatirla. Ante los doce años de descomposición, surgen los reclamos a
favor de la restauración. Ante la incompetencia de los panistas, no
sabían qué hacer, aumenta el respaldo a los priistas que dicen sí saber
cómo. Y así, poco a poco, México se encamina a una cuestionable
"presidencia putinizada"; a una regresión mental al lugar donde se
exalta a los hombres fuertes – al estilo de Vladimir Putin – y a los
estados centralizados que controlan. Al lugar donde México estaba antes
de la transición democrática y no debe volver jamás. A la tentación de
regresar al País donde el Presidente ejercía el poder sin contrapesos.
Y esa tentación surge ante los cadáveres, los poderes fácticos
desatados, los líderes sindicales empoderados, los narcotraficantes que
acorralan al Estado y evidencian su fragilidad. Esa nostalgia por el
presidencialismo potente emerge como resultado de las expectativas
frustradas que trajeron consigo el gobierno de Vicente Fox y Felipe
Calderón. Cuando el PRI perdió la Presidencia en 2000, muchos mexicanos
pensaron que cambiar al País era posible. Que trascender lo peor del
priismo era necesario. Que el fin del viejo régimen traería consigo una
nueva era de prosperidad. Pero ante las penurias personales del ex
Presidente y las deficiencias del andamiaje que su sucesor –Felipe
Calderón– heredó, México parecía atrapado. El País no lograba deshacerse
del pasado pero tampoco construía el futuro. La presidencia imperial
había muerto, pero la presidencia democrática no la remplazaba aún. El
corporativismo se encontraba debilitado, pero una nueva forma de
representación social no emergía todavía. El Estado ya no reprimía de
manera abierta, pero tampoco gobernaba de forma eficaz.
Y allí están los resultados de la democracia que no alcanzó a serlo
durante dos sexenio panistas. Una sociedad desencantada, una economía
oligopolizada, un Presidente acorralado, un gobierno sin autoridad, un
entorno donde la violencia se había vuelto una realidad cotidiana para
miles de mexicanos. Un País cabizbajo y desconcertado donde nadie sabía a
quién apelar, a quién mirar, a dónde voltear, en qué gobierno confiar.
Donde los policías y los ladrones no formaban parte de bandos opuestos.
Donde Elba Esther Gordillo podía ostentar su riqueza sin el menor pudor.
Donde todo poder fáctico podía hacer lo que quería sin el menor rubor.
Donde –frente a este panorama– han surgido cada vez más ciudadanos
dispuestos a resucitar a la presidencia imperial si obtienen el
encarcelamiento de La Maestra a cambio. Donde ya en cada conversación de
café se aplaude los pantalones que trae puestos Peña Nieto, aunque ello
entrañe regresar al presidencialismo centralizado y discrecional que el
PRI concibió.
En pocas palabras, parecería que en lugar de cuestionar las acciones
presidencialistas que el PRI propició, el pueblo de México las exige. A
pocos parecen preocuparles los contrapesos democráticos, cuando de "ser
eficaz" y aprobar reformas empujadas desde Los Pinos se trata. México se
revela a sí mismo en esta coyuntura como un País increíblemente
conservador, donde el cambio en los mapas mentales tardan en venir. Ante
la ausencia de la cohesión social y nacional, demasiados mexicanos
exigen un gobierno de mano firme y centralizadora, en el cual el
Presidente es nuevamente líder de su partido. Ante la inexistencia de
lazos cívicos y ciudadanos, demasiados mexicanos demandan que el Estado
los proteja de sí mismos. Ante la falta de confianza en las
instituciones, demasiados mexicanos claman el regreso de un poder capaz
de suplir sus deficiencias. Piden el regreso de un hombre que pise
fuerte, que viole las reglas de ser necesario.
Y los partidos, que deberían ser el vehículo de cuestionamiento y
contrapeso, son todo lo contrario. Actores como el PRD que deberían
proponer alternativas viables de política pública no logran
articularlas. Actores como el PAN se muestran demasiado timoratos como
para entender la labor que les corresponde y continúan peleándose entre
sí. Todos acaban arrollados por la mancuerna PRI-Peña Nieto ante la cual
no saben cómo reaccionar, cómo pelear, cómo ser un contrapeso eficaz y
no sólo una comparsa claudicante. Gustavo Madero pacta, Marcelo Ebrard
calla, AMLO se vuelve irrelevante, los oligarcas se disciplinan, las
televisoras juran obediencia, los sindicatos se alinean, las hijas de
Elba Esther temen, todo México se doblega.
Hoy ya hay quienes celebran el surgimiento del Putin mexicano. Hoy
aumentan los reclamos para que Peña Nieto gobierne de manera fuerte y
dura como él lo continúa haciendo en Rusia. Y todo esto ocurre porque
los mexicanos se sienten alejados tanto del Estado como de la sociedad.
Su lealtad no es a los procesos democráticos sino a la familia y a los
amigos. Más del cincuenta por ciento de la población se declara
insatisfecha con la transición, desencantada con los partidos,
ambivalente hacia el IFE, sospechosa del sistema judicial. Los mexicanos
confían más en el Ejército que en las personas que han llevado el
poder. Sienten que el Gobierno ha sido privatizado por clanes, que los
partidos políticos no sirven, que la ciudadanía no tiene manera de
influenciar al gobierno o lograr que haga las cosas mejor. De allí que
busquen una solución encarnada por quien ofrece seguridad, estabilidad,
control.
Como lo hace el viejo PRI que presumiblemente cambia de cara, pero sigue
liderado por personajes como Manlio Fabio Beltrones y Emilio Gamboa.
Ofreciendo el PRI con la cara reformista de Enrique Peña Nieto y la mano
de hierro de quien fuera secretario particular de Fernando Gutiérrez
Barrios. Ofreciendo a los concesionarios el mantenimiento de sus
concesiones si le son leales al Presidente, a las televisoras el acceso a
nuevos negocios en telecomunicaciones si le son leales al Presidente, a
los empresarios el restablecimiento del orden si le son leales al
Presidente, a los sindicatos la preservación de sus "derechos
adquiridos" si le son leales al Presidente, a los mexicanos el valor de
la presidencia imperial aunque haya sido antidemocrática.
Eso es lo que se percibe en el horizonte político que alcanza a
vislumbrarse. La alianza renovada del PRI y el Presidente, apoyada por
una población que empieza a perder el ímpetu democrático. La
restauración de la mano firme pero hiperpresidencial que estranguló a
México durante 71 años. La resurrección de una Presidencia "putinizada"
que no debería despertar la admiración, sino las preguntas incómodas que
ya pocos se atreverán a hacer. |
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