Un hombre contra un pueblo
Por Emilio Roig de Leuchsenring
Trabajo publicado originalmente en la revista “Carteles” el 13 de agosto de 1930, que nos hiciera llegar Nelson Maica.
Ya lo dijimos hace dos semanas. Cuando
un país sufre el desgobierno de un régimen dictatorial, la vida en lo
interior y en lo exterior, en lo político y en lo económico y hasta en
lo que se refiere a los individuos en particular, nacionales o
extranjeros puede sintetizarse en esta frase gráficamente expresiva: un
hombre contra un pueblo.
Así es exactamente y en todos los casos y
en todas las épocas. En el país sometido al desgobierno de un déspota
todo gira en torno a la voluntad y al capricho de éste. Y como siempre
el déspota ha buscado y busca y buscará tan sólo el satisfacer su
interés o su conveniencia, importándole poco -aunque a diario pregone lo
contrario- el bien de su patria y de sus conciudadanos, patria y
conciudadanos sufrirán irremisiblemente los trastornos, los males, las
dificultades... la calamidad de tan calamitoso régimen.
En artículos recientes vimos como así ha
ocurrido en España, la República Dominicana, Haití y Bolivia y cómo
después de la caída de Primo, Vázquez, Borno y Siles, se han ido sacando
a la vergüenza pública las desvergüenzas de cada uno de esos cuatro
hombres providenciales que sufrieron sus pueblos respectivos y de las
cuales no ha podido restaurarse ninguno de ellos.
Es la historia eterna de todos los
autócratas que en el mundo han sido. Mientras está en el apogeo de su
despotismo, el hombre providencial, coreado por su corte de serviles se
autobombea como el salvador de su pueblo, al que está regenerando y
engrandeciendo, como el más excelso de todos sus gobernantes, llegando a
ponderar enfáticamente -todos los dictadores así lo declaran- que su
época es la más grande en la historia del país sin términos de
comparación con las épocas anteriores y él, el más grande, glorioso, de
todos los ciudadanos, en el presente, en el pasado... y en el futuro;
pero cuando el dictador cae, ¡cómo salen a relucir inmediatamente las
mataduras de su desgobierno, cómo quedan desenmascaradas las mentiras y
comprobado hasta la saciedad que durante el régimen despótico la
historia del país estaba sintetizada en esta frase nuestra: un hombre
contra un pueblo.
Este juicio, como dijimos, puede
aplicarse exactamente a todos los dictadores de Europa y América, en
repúblicas y monarquías de ayer y de hoy, porque todos los déspotas
parecen hechos a medida en el mismo molde y por las mismas manos del más
perverso de los dioses, obsesionado en crear únicamente monstruos y
lanzarlos de cuando en cuando a la tierra para azote y castigo de los
hombres, peores que las epidemias y las plagas, más dañinos que el
diluvio bíblico, pues lejos de quedar después ricamente abonado el
suelo, en el país donde posa su planta un dictador ni siquiera la mala
yerba saldrá en muchos años, porque el dictador todo lo destruye, lo
arruina, lo seca, lo aniquila. Un hombre contra un pueblo, esa es la
obra de los dictadores.
Todos son iguales, decíamos. Todos
constituyen un tipo criminal de caracteres inconfundibles que en todos
se presentan casi idénticamente. Vamos a verlo.
En el libro, admirable libro, de Emil
Ludwig sobre el Kaiser Guillermo II, hay un capítulo en el que el gran
escritor alemán hace un maravilloso retrato del emperador de la mano
manca. Pues bien, ese retrato, es el retrato exacto de cualquiera de los
dictadores europeos o americanos de los días que corren.
Enseguida lo comprobaremos y suplicamos a
los lectores que tengan presente que vamos a transcribir palabras de
Ludwig y sobre el Kaiser Guillermo II, no palabras nuestras sobre alguno
de los hombres providenciales que aún desgobiernan a varios países del
viejo y del nuevo mundo.
Y hasta las frases de Guillermo parecen
frases que mil veces hemos leído pronunciadas por el hombre providencial
de la República H, o la monarquía Z:
“Yo no conozco más que dos partidos
políticos: los que están por mí y los que están contra mí” -esa fue la
divisa propia de autócrata, de toda su política interior-.
Todo era suyo: los barcos, los soldados,
los súbditos, y como suyo de todo disponía a su capricho y le extrañaba
y se indignaba cuando alguien, osado, le desobedecía o no quería
doblegarse a sus deseos.
Vive ciento veinte años atrasado, y
considera a todas esas gentes que quieren ser algo más que súbditos,
como dignos de ser fusilados, o mejor aún, colgados.
Todos tienen derecho a exponer libremente su opinión, ¡pero infeliz del que lo haga!
A los obreros, aunque en público les
llamaba “mis amados hijos” no comprendía ni admitía que demandaran
mejoras, aumento de jornales, y mucho menos que se agremiaran para
defenderse y reclamar sus derechos yendo a la huelga. Entonces en
privado, se expresaba así de los obreros: Estoy muy satisfecho del
comportamiento de la policía. Pero la próxima vez no deben pegar con el
plano, sino con el filo de la espada.
Eran rasgos típicos de su carácter los
“innumerables caprichos, resentimientos, temores y afectaciones, su
cesarismo, ligereza, encanto personal, vivacidad, amabilidad.
Por todo ello muchos lo consideran un anormal o víctima de una enfermedad interna.
Lo autocrático en él aumenta
progresivamente día tras día. De cuantos le rodean y le adulan, se
expresa en privado en los términos más despectivos, cuando no le sirven
inmediatamente, o se equivocan o le causan conflictos o dificultades.
Como a muñecos utiliza a sus súbditos, con mayor desprecio cuanto más
fama de notables o sabios tengan, recreándose al ver a estos ilustres,
postrados a sus plantas, por miedo, por servilismo o por interés.
Tiene fe viva en el absolutismo y en el
destino. Se cree elegido por la divinidad para regir y salvar a su
pueblo, con misión sagrada que no puede eludir, se juzga continuador y
hasta engrandecedor de los fundadores de la patria, cuyos nombres
constantemente invoca en sus discursos.
“Su carácter era más voluble que lo que
suele ser en ningún hombre... Signos del voluble estado de sus nervios
son sus dos ocupaciones favoritas: viajes y discursos. El constante
viajar, símbolo del que huye de sí mismo y de un corazón que no ama el
silencio, así como el hablar en público, en alguna ocasión, hasta cuatro
veces en un día, era medios para calmar sus insaciables nervios.”
Otra de las manifestaciones de su
naturaleza era la afición a las zarandajas. Su juguete preferido era el
ejército. Le encantaba recibir y dar condecoraciones en ceremonias a las
que asistían los cortesanos y en las que solía pronunciar, conmovido,
algún discurso de tonos heroicos; o concurría frecuentemente a fiestas o
actos militares, que se convertían en paradas teatrales.
Una forma aún más descarada de su
farandulería son los discursos. Todo en ellos era falso: su emoción, sus
afirmaciones, sus promesas, sus juramentos, su cacareado patriotismo...
porque era, por encima de todo, un gran comediante.
Lo mismo que ve en el ejército
apariencia, apostura y uniforme, así ve en todas partes con sus ojos de
comediante, las escena que se debe representar.
Sus afectaciones proceden de este afán
de teatralidad. No son solo las expresiones de la cara, siempre
compuesta y dispuesta para la fotografía, que pasa de la expresión
profundamente seria a la risueña, y por última a la francamente alegre,
pero sin dejar nunca de ser dominante, sino también otras farsas que
resultan casi simbólicas.
El arte de actor, de borrarse a sí mismo
para representar a una persona extraña, lo demuestra también el
distinto modo de tratar a cada uno, presentándose como obrero entre los
obreros, industrial con los industriales, soldado con los soldados...
Por eso encanta la primera vez a casi todos... se asimila con la mayor
rapidez una noción superficial de cualquier tema, sea el que sea, en tal
forma que es capaz de hablar de ella como si él mismo la hubiese
descubierto, de esta manera engaña a las personas, que admiran sus
conocimientos, su admirable capacidad de trabajo y su fenomenal
capacidad de comprensión.
La tercera y más intensa de las formas de su nerviosidad es el miedo, contradicción flagrante con la pose de Atila.”
Sus alardes de valor, de guapería, no
son en el fondo sino la manera de disimular el miedo. Ve enemigos que
quieren matarlo, en todas partes, y toma para impedirlo mil
precauciones, rodeándose constantemente, donde quiera que va, de tropas y
policías.
Tenía delirio por codearse con los
poderosos del dinero o de la aristocracia y alternar con ellos:
“aceptaba regocijado las invitaciones de las gentes ricas”.
La adulación de todos y en todo, es abrumadora
De todos los círculos y clases, de todas
las regiones, en la alegría y la tristeza, en días de fiesta y en días
de trabajo, fueron innumerables las corrientes de adulación de sus
súbditos que llegaron hasta él.
Ministros y empleados, embajadores y
otros representantes diplomáticos, intelectuales, profesores
universitarios, periodistas, gente de sociedad, todos le adulan
servilmente, hasta lo inconcebible, todos se adelantan a admirar y
satisfacer sus deseos, sus caprichos, su voluntad. Como aduladores
figuran en los primeros lugares los militares y a su cabeza los
generales y jefes, todos estos con su magnífica disculpa: la obediencia,
pero la adulación, más allá de la obediencia, llega al rebajamiento.
En este ambiente de falsedad, de
hipocresía, de mentira, hay una gran mentira de fatales consecuencias
para el país. Estando todo como está en manos del autócrata: fiebre de
trabajo. ¡Mentira!
Aunque el autócrata pregone a diario que trabaja incansable tantas horas al día, es mentira, mentira!
Lo que causa mayor preocupación a todos
los que tienen que trabajar con él es que no tiene ninguna gana de
trabajar... Distracciones, juegos con el ejército y la marina, viajes,
cacería, pescas, son para él lo principal: así es que apenas si le queda
tiempo para el trabajo.
Lee muy poco, apenas si escribe, y
considera como el mejor informe o expresión o memorando el que termina
más pronto. Es verdaderamente escandaloso como los informes oficiales
engañan al gran público sobre la actividad del autócrata; según ellos
está ocupado desde la mañana hasta la noche.
Nada se estudia y todo se resuelve
imprevisoramente, según el capricho o los intereses particulares del
autócrata y su camarilla, y en contra, desde luego, del país.
La adulación hace que sus ministros y
empleados le oculten las dificultades o males. ¡Así marcha el país!. Así
puede, del país que sufre un autócrata, un dictador, un déspota,
afirmarse, como nosotros hemos hecho, que su historia está sintetizada
en esa frase: Un hombre contra un pueblo.
Así le ocurrió a Alemania durante el
reinado de Guillermo II. Así les ha ocurrido a todos los países que se
han visto desgobernados por un dictador. Así les ocurre a los
desgraciados países que aún sufren un régimen dictatorial.
Así ocurre, hasta que el país reacciona y
se decide a variar la frase Un hombre contra un pueblo por esta otra un
pueblo contra un hombre.
Entonces el hombre que todo lo era, que todo lo podía, se queda solo, abandonado de todos, despreciado por todos.
“Nadie detuvo al Kaiser -dice Luidwig- cuando abandonó el país: éste es el más triste de todos los epílogos.”
Este es el obligado epílogo de todos los dictadores, de los que fueron y de los que aún son.
Emilio Roig de Leuchsenring (La
Habana 1889-1964). Doctor en Derecho Civil y Notarial por la
Universidad de La Habana. Participante de la Protesta de los Trece.
Miembro del Grupo Minorista. Fundador de la revista “Cuba
Contemporánea”. A iniciativa suya se fundó la Oficina del historiador de
la Ciudad en 1936. Periodista, historiador y político imprescindible
del siglo XX cubano.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario