14 marzo, 2013

Una Estrategia Para la Libertad

Autor:

Educación: La Teoría y El Movimiento

Y ahí lo tenemos: un conjunto de verdades, lógico en teoría y capaz de ser aplicado a nuestros problemas políticos: el nuevo libertarianismo. Pero ahora que tenemos la verdad, ¿cómo podemos alcanzar la victoria? Enfrentamos el gran problema estratégico de todos los credos “radicales” de la historia: ¿Cómo podemos alcanzar, desde nuestro actual e imperfecto mundo gobernado por el Estado, el gran objetivo de la libertad?
No existe ninguna fórmula mágica para llevar a cabo la estrategia; cualquier estrategia para el cambio social que se fundamente, como debe hacerlo, en la persuasión y la conversión, sólo puede ser un arte, no una ciencia exacta. Pero, con todo, no estamos privados de sabiduría en la búsqueda de nuestros objetivos. Puede haber una fructífera teoría, o al menos una discusión teórica, acerca de la estrategia adecuada para el cambio.


En un punto difícilmente puede haber desacuerdo: una condición fundamental y necesaria para la victoria libertaria (o, en realidad, para el triunfo de cualquier movimiento social, desde el budismo hasta el vegetarianismo) es la educación: la persuasión y la conversión de grandes cantidades de personas a la causa. La educación, a su vez, tiene dos aspectos vitales: a) llama la atención respecto de la existencia de ese sistema y b) convierte a la gente al sistema libertario. Si nuestro movimiento consistiese sólo en eslóganes, publicidad y otros recursos propagandísticos, podríamos ser escuchados por muchas personas, pero pronto se descubriría que no teníamos nada que decir, y entonces la audiencia sería irregular y efímera.
En consecuencia, los libertarios deben asumir el compromiso de pensar profundamente y estudiar, poner en circulación libros, artículos y publicaciones teóricas y sistemáticas, y participar en conferencias y seminarios. Por otro lado, una mera elaboración de la teoría no llevará a ninguna parte si nadie se ha enterado jamás de la existencia de los libros y los artículos; de aquí la necesidad de publicidad, eslóganes, activismo estudiantil, conferencias, avisos televisivos y radiales, etc. La verdadera educación no puede proceder sin teoría y activismo, sin una ideología y gente que lleve adelante la ideología.
De modo que, así como la teoría necesita ser puesta en conocimiento de la gente, también requiere personas que porten los carteles, discutan, exciten la opinión pública y hagan que el mensaje llegue al futuro y a todo el público. Una vez más, tanto la teoría como el movimiento resultarán inútiles y estériles uno sin el otro. La teoría morirá en ciernes sin un movimiento consciente que se dedique a promoverla, así como a su objetivo. El movimiento carecerá de sentido si pierde de vista la ideología y la meta a la que se desea llegar. Algunos teóricos libertarios sienten que hay algo impuro o deshonroso respecto de un movimiento vivo, con individuos activistas; pero ¿cómo se puede alcanzar la libertad si no hay libertarios que promuevan la causa? Por otro lado, algunos activistas militantes, en su prisa por llevar a cabo la acción –cualquier acción–, desprecian lo que consideran fútiles discusiones teóricas; sin embargo, su acción se convierte en energía inútil y desperdiciada si sólo tienen una vaga idea de qué es lo que están promoviendo. Además, por lo general se oye a libertarios (así como a miembros de otros movimientos sociales) que se lamentan de que “sólo se hablan a sí mismos”, con sus libros, publicaciones académicas y conferencias; que muy poca gente del “mundo exterior” los escucha. Pero esta frecuente acusación malinterpreta gravemente las muchas facetas de la “educación” en su sentido más amplio. No sólo hace falta educar a otros; la auto-educación continua es igualmente necesaria. Con seguridad, las organizaciones de libertarios siempre deben intentar reclutar a otros para sus filas; pero también deben mantener esas propias filas vibrantes y saludables. Al educarnos a “nosotros mismos” alcanzamos dos objetivos esenciales. Uno es el perfeccionamiento y el progreso de la “teoría” libertaria, la meta y propósito de nuestra empresa. El libertarianismo, vital y verdadero, no puede ser simplemente grabado en piedra; debe ser una teoría viviente, que evolucione a través de la escritura y el debate, mediante la refutación y el enfrentamiento de los errores a medida que van surgiendo. El movimiento libertario cuenta con docenas de pequeñas publicaciones y revistas, desde páginas mimeografiadas hasta elegantes publicaciones, que surgen y desaparecen constantemente. Esto es un signo de un movimiento saludable y en crecimiento, un movimiento que consiste en innumerables individuos que piensan, discuten y contribuyen.
Pero hay otra razón esencial para que “nos hablemos a nosotros mismos”, aun si eso fuera todo: es el refuerzo, el conocimiento psicológicamente necesario de que hay otras personas de mentes afines con las cuales hablar, discutir y, generalmente, comunicarnos e interactuar. Por el momento, el credo libertario es aún el de una minoría relativamente pequeña y, además, propone cambios radicales en el statu quo. Por ende, está destinado a ser un credo solitario, y en el refuerzo que significa tener un movimiento y “hablarnos a nosotros mismos”, puede combatir y superar ese aislamiento. El movimiento contemporáneo ha existido durante el tiempo suficiente como para haber tenido cierto número de desertores; el análisis de esas deserciones muestra que, en casi todos los casos, el libertario había sido aislado, apartado de la camaradería y la interacción con sus colegas. Un movimiento floreciente con un sentido de comunidad y espíritu de cuerpo es el mejor antídoto para renunciar a la libertad como una causa desesperanzada e “impracticable”.

¿Somos “Utópicos”?

Como vimos, tenemos que tener una educación mediante la teoría y el movimiento. Pero entonces ¿cuál debe ser el contenido de esa educación? Todo credo “radical” ha sido acusado de “utópico”, y el movimiento libertario no es una excepción. Algunos libertarios incluso sostienen que no deberíamos ahuyentar a la gente por ser “demasiado radicales”, y que por lo tanto toda la ideología y los programas libertarios deberían mantenerse ocultos de la vista. Estas personas aconsejan un programa “fabiano” de gradualismo, que sólo se concentre en erosionar poco a poco el poder estatal. Un ejemplo sería en el campo impositivo: en lugar de defender la medida “radical” de abolición de todos los impuestos, o incluso de la derogación del impuesto a las rentas, deberíamos limitarnos a pedir pequeñas mejoras; por ejemplo, un dos por ciento de disminución en el impuesto a las ganancias.
En el campo del pensamiento estratégico, es conveniente que los libertarios presten atención a las lecciones de los marxistas, porque éstos han pensado en la estrategia para el cambio social radical durante más tiempo que cualquier otro grupo. Así, los marxistas ven dos falacias estratégicamente importantes que “desvían” del camino adecuado: a una la llaman “sectarismo de izquierda”; la otra desviación, opuesta, es el “oportunismo de derecha”. Los críticos de los principios libertarios “extremistas” se asemejan a los “oportunistas de derecha” marxistas. El principal problema con los oportunistas consiste en que, como se limitan a programas estrictamente graduales y “prácticos”  que tienen grandes oportunidades de ser aceptados en forma inmediata, corren el grave peligro de perder de vista totalmente la meta última, el objetivo libertario. Quien se conforma con pedir una reducción del dos por ciento en los impuestos ayuda a sepultar el objetivo último, a saber, la derogación de los impuestos en su totalidad. Al concentrarse en lo inmediato, contribuyen a destruir la meta fundamental y, por ende, pierden la razón de ser, en primer lugar, libertarios. Si el libertario se niega a enarbolar las banderas del principio puro, del fin último, ¿quién lo hará? La respuesta es que no lo hará nadie, y por lo tanto otra gran fuente de deserción recientemente ha sido el erróneo camino del oportunismo.
Un caso destacado de deserción debido al oportunismo es el de alguien a quien llamaremos “Robert”, que se convirtió en un dedicado militante libertario a comienzos de la década de 1950. Apelando rápidamente al activismo y a los triunfos inmediatos, Robert llegó a la conclusión de que el camino estratégico propicio era restar importancia al objetivo libertario, y en particular a la hostilidad hacia el gobierno. Su propósito era sólo destacar lo “positivo” y los logros a que se podía llegar mediante la acción voluntaria. A medida que avanzaba su carrera, Robert comenzó a considerar que los libertarios inflexibles constituían un estorbo, y empezó a despedir sistemáticamente de su organización a cualquiera a quien sorprendiera en una actitud “negativa” respecto del gobierno. Robert no tardó mucho en abandonar abierta y explícitamente la ideología libertaria y abogar por una “sociedad” entre el gobierno y la empresa privada –entre lo coercitivo y lo voluntario; en resumen, en ubicarse abiertamente en el Establishment. Sin embargo, cuando se embriagaba, Robert hasta se consideraba un “anarquista”, pero sólo en algún abstracto mundo imaginario sin relación alguna con la realidad.
El economista de libre mercado F. A. Hayek, en modo alguno un “extremista”, escribió elocuentemente acerca de la vital importancia de sostener la ideología pura y “extrema” para el éxito de la libertad, como un credo que nunca debía olvidarse. Hayek afirmó que una de las mayores atracciones del socialismo ha sido siempre el constante hincapié sobre su objetivo “ideal”, un ideal que penetra, informa y guía las acciones de todos aquellos que luchan por lograrlo. Y agregó:
Debemos hacer que la construcción de una sociedad libre sea una vez más una aventura intelectual, un acto de valentía. Carecemos de una utopía liberal, un programa que no parezca meramente una defensa de las cosas tal como hoy son ni tampoco una suerte de socialismo diluido, sino un radicalismo verdaderamente liberal que no tema herir la susceptibilidad de los poderosos (incluyendo a los sindicatos), que no sea demasiado práctico y que no se limite a lo que hoy parece políticamente posible. Necesitamos líderes intelectuales que estén preparados para resistir las lisonjas del poder y la influencia, y deseen trabajar por un ideal, aunque las perspectivas de su pronta realización sean mínimas. Deben ser hombres que estén dispuestos a aferrarse a los principios y a luchar por su plena realización, por remota que parezca [...]. El libre comercio y la libertad de oportunidades son ideales que aún pueden excitar la imaginación de muchísimas personas, pero un mero “libre comercio razonable” o una simple “relajación de los controles” no es ni intelectualmente respetable ni capaz de inspirar entusiasmo alguno. La principal enseñanza que debe extraer el verdadero libertario del éxito de los socialistas es que fue su coraje para ser utópicos lo que los hizo acreedores al apoyo de los intelectuales y les permitió ejercer una influencia sobre la opinión pública que hace posible día a día aquello que poco tiempo atrás parecía extremadamente remoto. Aquellos cuyo interés se centró de modo exclusivo en lo que parecía practicable en el actual estado de la opinión pública, descubrieron en forma invariable que aun eso se tornaba con rapidez políticamente imposible, como resultado de los cambios en una opinión pública que no se habían preocupado en guiar. A menos que podamos hacer que las bases filosóficas de una sociedad libre vuelvan a ser una cuestión intelectual viva, y su implementación, una tarea que desafíe la inventiva y la imaginación de nuestras mentes más brillantes, las perspectivas de la libertad son verdaderamente oscuras. Pero si podemos recuperar la creencia en el poder de las ideas que fueron la meta del liberalismo en su mejor momento, la batalla no está perdida.[1]
Aquí Hayek subraya una importante verdad, y una razón de peso para destacar el objetivo último: la excitación y el entusiasmo que puede provocar un sistema coherentemente lógico. ¿Quién, en efecto, irá a las barricadas para pedir una reducción del dos por ciento en los impuestos?
Hay otra razón táctica vital para apegarse al principio puro. Es cierto que los eventos sociales y políticos de cada día son el resultado de muchas presiones y la consecuencia generalmente insatisfactoria de la lucha entre ideologías e intereses contrapuestos. Pero aunque sólo sea por esa razón, es igualmente importante que el libertario siga bregando por logros mayores. Si se pide una reducción de un dos por ciento en los impuestos, a lo sumo se conseguirá que un proyectado aumento de impuestos sea un poco más moderado; si se pide una reducción drástica, de hecho se puede alcanzar una disminución sustancial. Y, con el correr de los años, precisamente el rol del “extremista” es seguir presionando para que la acción diaria se lleve a cabo cada vez más en su dirección. Los socialistas han sido particularmente expertos en esta estrategia. Si se observa el programa socialista propuesto hace sesenta, o incluso treinta años, resultará evidente que las medidas que se consideraban peligrosamente socialistas una o dos generaciones atrás ahora se ven como parte indispensable de la corriente dominante de la herencia estadounidense. De este modo, los compromisos diarios de la política supuestamente “práctica” se ven empujados de modo inexorable en la dirección colectivista. No hay razón por la cual el libertario no pueda lograr el mismo resultado. En realidad, una de las razones por las cuales la oposición conservadora al colectivismo ha sido tan débil es que el conservadurismo, por su misma naturaleza, no ofrece una política filosófica consistente sino sólo una defensa “práctica” del statu quo existente, venerado como la encarnación de la “tradición” estadounidense.
Sin embargo, a medida que el estatismo crece y se afianza, se torna, por definición, cada vez más arraigado y, por consiguiente, “tradicional”; el conservadurismo no puede, entonces, encontrar armas intelectuales para lograr su derrocamiento.
Apegarse a los principios significa algo más que sostenerlos en alto y no contradecir el ideal libertario último. También significa luchar para lograr ese fin tan rápido como sea físicamente posible. En resumen, el libertario nunca debe demandar o preferir un acercamiento gradual a su objetivo, en lugar de uno inmediato y rápido, puesto que al hacerlo, socava la importancia dominante de sus objetivos y principios. Y si él mismo valora tan poco sus propias metas, ¿cuánto las valorarán los demás?
En resumen, el libertario cuyo objetivo sea verdaderamente la libertad debe desear alcanzarlo del modo más efectivo y rápido. Éste fue el espíritu que animó al liberal clásico Leonard E. Read cuando demandó la inmediata y absoluta derogación de los controles de precios y salarios después de la Segunda Guerra Mundial; en un discurso, declaró: “Si esta tribuna tuviera un botón que, al oprimirlo, liberara instantáneamente todos los controles de salarios y precios, lo oprimiría”.[2]
El libertario, entonces, debería ser una persona que no vacilara en oprimir un botón, si éste existiera, para la abolición instantánea de todas las invasiones a la libertad. Por supuesto, sabe bien que ese botón mágico no existe, pero su preferencia fundamental conforma y tiñe toda su perspectiva estratégica.
Una perspectiva tan “abolicionista” no significa que el libertario tenga una valoración irreal de la rapidez con que se podrá lograr su objetivo en la realidad. William Lloyd Garrison, libertario abolicionista de la esclavitud, no era “poco realista” cuando en la década de 1830 alzó por primera vez el glorioso estandarte de la emancipación inmediata de los esclavos. Su objetivo era moralmente correcto, y su realismo estratégico surgía del hecho de que no esperaba que fuera alcanzado rápidamente. Hemos visto en el capítulo 1 que Garrison mismo distinguía: “Impulsar la inmediata abolición tan seriamente como podamos no será al fin y al cabo, por desgracia, más que una abolición gradual. Nunca dijimos que la esclavitud habría de ser eliminada de un solo golpe, pero siempre sostendremos que debe ser abolida”.[3] De otro modo, tal como Garrison lo advirtió con perspicacia, “el gradualismo en la teoría es la perpetuidad en la práctica”.
El gradualismo en la prosecución de la teoría, en realidad socava al objetivo mismo, porque acepta que éste ocupe un segundo o un tercer lugar después de otras consideraciones no libertarias o anti libertarias. En efecto, una preferencia por el gradualismo implica que estas otras consideraciones son más importantes que la libertad. Así, supongamos que el abolicionista de la esclavitud hubiese dicho: “Abogo por el fin de la esclavitud, pero sólo para dentro de diez años”. Eso implicaría que abolirla dentro de ocho o nueve años a partir de ahora, o a fortiori, inmediatamente, estaría mal, y que por lo tanto sería mejor que continuara un poco más. Lo que esto significaría es que se habrían abandonado las consideraciones de justicia, y que el objetivo mismo ya no es lo primordial para el abolicionista (o para el libertario). De hecho, tanto para el abolicionista como para el libertario esto equivaldría a defender la prolongación del crimen y la injusticia.
Si bien para el libertario es vital sostener ante todo su ideal último y “extremo”, esto no lo hace, en contraposición con lo que dice Hayek, un “utópico”. El verdadero utópico es el que defiende un sistema contrario a la ley natural de los seres humanos y del mundo real. Un sistema utópico es aquel que no podría funcionar aun si fuera posible persuadir a todos de que lo lleven a la práctica. No podría funcionar, es decir, no podría mantenerse en funcionamiento. El objetivo utópico de la izquierda, el comunismo –la abolición de la especialización y la adopción de la uniformidad– no podría funcionar incluso si todos estuvieran dispuestos a adoptarlo en forma inmediata. Y no podría hacerlo porque viola la naturaleza misma del hombre y del mundo, en especial la unicidad e individualidad de cada persona, de sus habilidades e intereses, y porque significaría una drástica caída en la producción de riqueza tan grande como para sentenciar a la mayor parte del género humano a una rápida inanición y extinción.
En resumen, el término “utópico”, en el lenguaje popular, combina dos tipos de obstáculos en el camino de un programa radicalmente diferente del statu quo. Uno es que viola la naturaleza del hombre y del mundo, y por ende no podría funcionar al aplicarse. Un ejemplo es la utopía del comunismo. El otro es la dificultad de convencer a una cantidad suficiente de personas de que el programa debería ser adoptado. El primero es en realidad una mala teoría, porque viola la naturaleza del hombre; el último es sencillamente un problema de la voluntad humana, la dificultad de convencer a una cantidad suficiente de gente de la validez de la doctrina. En el sentido peyorativo común, el término “utópico” se aplica sólo al primero. Por lo tanto, en el sentido más profundo la doctrina libertaria no es utópica sino eminentemente realista, porque es la única teoría realmente consistente con la naturaleza del hombre y del mundo. El libertario no niega la variedad y diversidad del hombre, la glorifica y busca dar a esa diversidad su expresión total en un mundo de absoluta libertad. Y al hacerlo, también genera un enorme aumento en la productividad y en la calidad de vida de todos, un resultado eminentemente “práctico” que por lo general los verdaderos utópicos desdeñan como si fuera un perverso “materialismo”.
El libertario también es predominantemente realista porque sólo él comprende plenamente la naturaleza del Estado y su ambición por el poder. En contraste, el verdadero utópico impráctico es el conservador, aparentemente mucho más realista, que cree en el “gobierno limitado”. Este conservador repite una y otra vez que el gobierno central debería ser severamente limitado por una constitución. Sin embargo, al mismo tiempo que vitupera la corrupción de la Constitución original y la ampliación del poder federal desde 1789, el conservador no extrae la lección correcta de esa degeneración. La idea de un Estado constitucional estrictamente limitado fue un experimento noble que fracasó, incluso en las circunstancias más favorables y propicias. Pero si falló entonces, ¿por qué un experimento similar debería resultar mejor? No, el verdadero utópico impráctico es el conservador del laissez-faire, el hombre que pone todas las armas y todo el poder de la toma de decisiones en manos del gobierno central y luego dice: “Limítate a ti mismo”.
Hay otro profundo sentido en el cual los libertarios menosprecian al utopismo más amplio de la izquierda. Los utópicos de izquierda postulan de modo invariable un cambio drástico en la naturaleza humana; para la izquierda, el hombre no tiene una naturaleza que le sea propia. Se supone que el individuo es infinitamente manipulable por sus instituciones, y por lo tanto el ideal comunista (o el sistema socialista de transición) da origen a un Nuevo Hombre Comunista. El libertario cree que, en última instancia, todo individuo tiene libre albedrío y se moldea a sí mismo; por ende, es estúpido esperar que se produzca en la gente un cambio uniforme y drástico por la acción del Nuevo Orden proyectado. Al libertario le gustaría ver una mejora moral en todos, aunque sus objetivos éticos difícilmente coincidan con los de los socialistas. Por ejemplo, se sentiría alborozado si todo deseo de agresión de un hombre contra otro desapareciera de la faz de la Tierra, pero es demasiado realista para confiar en este tipo de cambio. Pero en contraste, el sistema libertario será desde un comienzo mucho más moral y funcionará mucho mejor que cualquier otro, sean cuales fueren los valores y las actitudes humanas. Cuanto más desapareciera el deseo de agredir a los otros, por supuesto, mejor funcionaría cualquier sistema social, incluyendo el libertario; menor necesidad habría, por ejemplo, de recurrir a la policía o a los tribunales, fuesen cuales fueren. Pero el libertario no confía en un cambio semejante.
En consecuencia, si el libertario debe abogar por el logro inmediato de la libertad y la abolición del estatismo, y si el gradualismo en teoría se contradice con este fin preponderante, ¿qué otra posición estratégica puede adoptar en el mundo de hoy? ¿Debe limitarse necesariamente a la defensa de la abolición inmediata? Las “demandas de transición”, los pasos dados en la práctica hacia la libertad, ¿son necesariamente ilegítimos? No, porque esto significaría caer en la otra trampa autodestructiva del “sectarismo de izquierda”, dado que mientras los libertarios con demasiada frecuencia han sido oportunistas que perdieron de vista o socavaron su objetivo final, algunos han derivado en la dirección opuesta, temiendo cualquier avance hacia la idea y condenándolo como una absoluta traición al objetivo. La tragedia es que esos sectarios, al condenar todos los avances que no llegan a alcanzar la meta, tornan vano y fútil el objetivo deseado. Por mucho que todos nos regocijáramos si se lograse la libertad absoluta en forma inmediata, las perspectivas realistas de dar ese importante paso son limitadas. Si bien el cambio social no siempre es pequeño y gradual, tampoco se produce de golpe. Por lo tanto, al rechazar cualquier aproximación transitoria hacia el objetivo, estos libertarios sectarios hacen que resulte imposible alcanzarlo. Así, los sectarios eventualmente pueden “liquidar” el objetivo final tanto como lo hacen los oportunistas.
A veces, por curioso que resulte, el mismo individuo puede pasar de uno a otro de estos errores, opuestos entre sí, y en cada caso despreciará el camino estratégico apropiado. Así, desesperados después de años de perseverar inútilmente en su pureza y no lograr avance alguno en el mundo real, los sectarios de izquierda pueden caer en la engañosa trampa del oportunismo de derecha, buscando algún logro de corto plazo, incluso al costo de su objetivo final. O bien el oportunista de derecha, disgustado consigo mismo y con sus compañeros por haber transigido en cuanto a la integridad intelectual y los objetivos últimos, puede adoptar el sectarismo de izquierda y desacreditar cualquier fijación estratégica de prioridades hacia esos objetivos. Así, las dos desviaciones opuestas se alimentan y refuerzan entre sí, y ambas son destructivas en lo que respecta a la principal tarea de alcanzar efectivamente el objetivo libertario.
Entonces ¿cómo saber si alguna medida parcial o alguna demanda transitoria constituye un paso hacia adelante o es una traición oportunista? Hay dos criterios de vital importancia para responder esta pregunta crucial: 1) que, cualesquiera que sean las demandas transitorias, el fin último de la libertad siempre debe ser el objetivo prioritario; y 2) que ningún paso, o medio elegido, debe contradecir explícita ni implícitamente el objetivo último. Es posible que una demanda de corto plazo no vaya tan lejos como querríamos, pero siempre debería ser consistente con el fin último; si no, el objetivo de corto plazo funcionará en contra del propósito de largo plazo, y habremos llegado a la liquidación oportunista de los principios libertarios.
Un ejemplo de semejante estrategia contraproducente y oportunista lo proporciona el sistema impositivo. El libertario espera la abolición final de los impuestos. Para él resulta perfectamente legítimo, como medida estratégica en la dirección deseada, presionar para que haya una reducción drástica del impuesto a la renta o su revocación. Pero lo que nunca debe hacer es apoyar ningún nuevo gravamen o aumento impositivo. Por ejemplo, no debe, al mismo tiempo que reclama grandes disminuciones en el impuesto a las ganancias, pedir su reemplazo por un impuesto a las ventas u otro. La reducción o, mejor aun, la abolición de un impuesto siempre es una reducción genuina del poder estatal y un paso significativo hacia la libertad; pero su reemplazo por un impuesto nuevo o aumentado en otra parte hace justamente lo opuesto, dado que implica una nueva y adicional imposición del Estado en algún otro frente. La imposición de un impuesto nuevo o más alto contradice rotundamente el objetivo libertario y lo socava.
De manera similar, en esta era de permanentes déficit federales, solemos enfrentar este problema práctico: ¿Debemos estar de acuerdo con una reducción impositiva, aun cuando puede resultar en un mayor déficit gubernamental? Los conservadores, quienes desde su perspectiva particular prefieren el equilibrio presupuestario a la reducción impositiva, se opondrán en forma invariable a cualquier disminución de impuestos que no esté inmediata y estrictamente acompañada por un recorte equivalente o mayor en los gastos del gobierno. Pero dado que el cobro de impuestos es un acto de agresión ilegítima, toda forma de rechazo a un recorte de impuestos –cualquiera que sea– socava y contradice el objetivo libertario. El momento de oponerse a los gastos gubernamentales es cuando se está considerando o votando el presupuesto; entonces el libertario debería exigir drásticos recortes en los gastos. En resumen, la actividad del gobierno debe ser reducida siempre que sea posible: cualquier oposición a una disminución particular en impuestos o gastos es intolerable, dado que contradice los principios y el fin libertarios.
Una tentación particularmente peligrosa de practicar el oportunismo es la tendencia de algunos libertarios, especialmente miembros del Partido Libertario, de mostrarse “responsables” o “realistas” al presentar una suerte de “plan cuatrienal” de desestatización. Lo que importa aquí no es el número de años de que conste el plan, sino la idea de comenzar cualquier tipo de programa comprensivo y planificado de transición hacia el objetivo libertario total. Por ejemplo: que en el año 1, la ley A será derogada, la ley B, modificada, el impuesto C, reducido en un 10 por ciento, etc.; en el año 2, la ley D será derogada, el impuesto C será recortado aun más, etc. El mayor inconveniente de esta clase de planes, la grave contradicción con el principio libertario, es la fuerte implicancia de que, por ejemplo, la ley D no debería derogarse hasta el segundo año del programa planeado. Entonces se caería masivamente en la trampa del gradualismo teórico. Los aspirantes a planificadores libertarios estarían en la posición de parecer oponerse a cualquier paso más rápido hacia la libertad que el señalado por su plan. Y, de hecho, no hay ninguna razón legítima para un ritmo más lento; todo lo contrario.
Existe otra grave falla en la idea misma de un programa comprensivo planificado hacia la libertad, puesto que el propio ritmo cuidado y estudiado, la propia naturaleza abarcadora del programa, implica que el Estado no es realmente el enemigo común de la humanidad, que es posible y deseable utilizarlo para diseñar un camino planificado y medido hacia la libertad. Por otro lado, la visión de que el Estado es el principal enemigo de la humanidad lleva a una perspectiva estratégica muy diferente: A saber, que los libertarios deberían presionar en favor de cualquier reducción del poder o actividad estatal en cualquier frente, y aceptarla de muy buen grado. Cualquier reducción, en cualquier momento, debería ser una reducción bienvenida del acto criminal y la agresión. Por lo tanto, la preocupación del libertario no debería ser utilizar al Estado para embarcarse en un curso programado de desestatización, sino más bien aniquilar cualquiera y todas las manifestaciones de estatismo siempre y dondequiera que pueda.
De conformidad con este análisis, el Comité Nacional del Partido Libertario adoptó en octubre de 1977 una declaración de estrategia que incluía lo siguiente:
Debemos sostener en alto la bandera del principio puro y no comprometer jamás nuestro objetivo [...]. El imperativo moral del principio libertario exige que la tiranía, la injusticia, la ausencia de libertad absoluta y la violación de los derechos no continúen por más tiempo.
Cualquier demanda intermedia debe ser tratada, tal como sucede en la plataforma del Partido Libertario, como un logro pendiente del objetivo puro, e inferior a él. Por ende, toda demanda semejante debe considerarse como conducente a nuestro objetivo último, no como un fin en sí misma.
Sostener nuestros principios en alto significa evitar totalmente el atolladero del gradualismo auto-impuesto y obligatorio: debemos evitar la visión de que, en nombre de la justicia, de la disminución del sufrimiento o del cumplimiento de las expectativas, debemos contemporizar y demorar en el camino hacia la libertad. Lograr la libertad debe ser nuestro objetivo primordial.
No tenemos que comprometernos con ningún sistema particular de desestatización, dado que eso se consideraría como un aval a la continuación del estatismo y la violación de los derechos. Puesto que nunca debemos ponernos en la posición de defender la continuación de la tiranía, debemos aceptar cualquier y toda medida de desestatización siempre y dondequiera que podamos.
Por lo tanto, el libertario nunca tiene que permitirse caer en la trampa de cualquier clase de propuesta para una acción gubernamental “positiva”; desde su punto de vista, lo único que tendría que hacer el gobierno sería apartarse de todas las esferas de la sociedad tan rápidamente como se lo pueda presionar para que lo haga.
Tampoco debería haber ninguna contradicción en la retórica. El libertario no debería condescender con ninguna retórica, y mucho menos con ninguna recomendación de políticas, que podrían ejercer un efecto adverso sobre el objetivo final. Así, supongamos que se le pidiera a un libertario su opinión sobre una reducción impositiva específica. Aun si considerara que ése no es el momento adecuado para reclamar la derogación total de los impuestos, lo que no debería hacer sería sumar su apoyo a un recorte impositivo con una retórica tan inmoral como ésta: “Bueno, por supuesto, algún tipo de impuesto es necesario…”, etc. Los floreos retóricos que confunden al público y contradicen y violan el principio sólo logran perjudicar el objetivo último.

¿Es suficiente la educación?

Todos los libertarios, sea cual fuere la facción a la que pertenezcan o la creencia que sustenten, ponen gran interés en la educación, en convencer a un número cada vez más grande de personas para convertirlas en libertarios, con la esperanza de que sean libertarios muy dedicados. El problema, sin embargo, es que la mayoría de los libertarios sostiene una visión muy simplista del rol y el alcance de tal educación. En pocas palabras, ni siquiera intentan responder la pregunta: ¿Qué pasa después de la educación? ¿Qué sucede luego de que se ha convencido a una cierta cantidad de personas? ¿Y a cuántas hay que convencer para que ejerzan presión con el fin de que se pase al próximo nivel? ¿A todas? ¿A una mayoría? ¿A muchas?
Muchos libertarios creen en forma implícita que lo único que se necesita es la educación porque todos tienen la misma posibilidad de transformación. Es posible transformar a todos. Si bien lógicamente, por supuesto, esto es cierto, en términos sociológicos se trata de una estrategia muy débil. Los libertarios, más que nadie, deberían reconocer que el Estado es un enemigo parasitario de la sociedad y que crea una elite dirigente que domina a los demás ciudadanos y obtiene sus ingresos mediante la coerción. Si bien es lógicamente posible (y quizás incluso factible en una o dos instancias) convencer a los grupos dirigentes de su propia iniquidad, resulta casi imposible en la práctica. ¿Cuáles son, por ejemplo, las oportunidades de persuadir a los ejecutivos de General Dynamics o de Lockheed de que no deberían aceptar las dádivas del gobierno? Qué probabilidad existe de que el presidente de los Estados Unidos lea este libro, o cualquier otro texto libertario, y exclame: “Tienen razón. Estaba equivocado. ¿Debo renunciar?” Como es obvio, las posibilidades de convertir a quienes se benefician gracias a la explotación estatal son, por lo menos, insignificantes. Lo que esperamos es convertir en libertarios a todos aquellos que son víctimas del poder estatal, no a los que obtienen provecho de él.
Pero cuando decimos esto, también estamos diciendo que más allá del problema de la educación yace el problema del poder. Después de haber convertido a un número considerable de personas, quedará la tarea adicional de encontrar la forma y los medios para eliminar el poder estatal de nuestra sociedad.
Como el Estado no renunciará graciosamente a su poder, habrá que utilizar otros medios además de la educación, a saber, la presión. Los medios particulares o la combinación de éstos –la votación, las instituciones alternativas no tocadas por el Estado o la falta de cooperación masiva con el Estado– dependen de las condiciones del momento y de lo que se considere que funciona o no. En contraste con las cuestiones de teoría y principios, las tácticas particulares que deben utilizarse –en tanto sean coherentes con los principios y el fin último de una sociedad puramente libre– son aspectos de pragmatismo, de juicio y del “arte” inexacto del estratega.

¿Qué Grupos?

Pero la educación es el problema estratégico para el futuro previsible e indefinido. Una importante pregunta estratégica es quién: Si no podemos esperar la conversión de nuestros dirigentes en magnitudes sustanciales, ¿quiénes son los candidatos más probables para la conversión? ¿Qué clases sociales, ocupacionales, económicas o étnicas?
Los conservadores por lo general han puesto sus principales esperanzas en el mundo de las altas finanzas. Ayn Rand expresó rigurosamente esta visión cuando afirmó que “las grandes empresas son la minoría más perseguida de los Estados Unidos”. ¿Perseguidas? Con unas pocas honrosas excepciones, las grandes empresas se empujan unas a otras ávidamente para formar fila ante el bebedero del Estado. ¿Acaso Lockheed, o General Dynamics, o AT&T, o Nelson Rockefeller se sienten perseguidos?
El apoyo del mundo de las altas finanzas al Estado Asistencialista-Bélico Corporativo es tan escandaloso y de tan largo alcance, a todo nivel desde el local hasta el federal, que incluso muchos conservadores han tenido que reconocerlo, al menos en cierta medida. ¿Cómo explicar, entonces, ese ferviente apoyo a la “minoría más perseguida de los Estados Unidos”? La única salida para los conservadores es asumir a) que estos empresarios son estúpidos y no entienden cuáles son sus propios intereses económicos, y/o b) que les han lavado los cerebros los intelectuales socialdemócratas de izquierda, que envenenaron sus almas con culpa y un altruismo mal entendido. Sin embargo, ninguna de estas explicaciones resiste un análisis, como queda ampliamente demostrado con un rápido vistazo a AT&T o Lockheed. Los grandes empresarios tienden a ser admiradores del estatismo, tienden a ser “socialdemócratas corporativos”, no porque sus almas han sido envenenadas por los intelectuales, sino porque esto los ha beneficiado. Desde la aceleración del estatismo a comienzos del siglo xx, los grandes empresarios han venido utilizando los considerables poderes que otorgan los contratos estatales, los subsidios y la cartelización para obtener privilegios a expensas del resto de la sociedad. No es descabellado suponer que Nelson Rockefeller es guiado mucho más por su interés personal que por un confuso y vago altruismo.
Incluso los seudo “progresistas” socialdemócratas reconocen que se está utilizando la vasta red de agencias regulatorias gubernamentales para cartelizar a cada industria en beneficio de las grandes empresas y a expensas del público. Pero para salvar a esta visión del mundo estilo New Deal, los socialdemócratas tienden a consolarse pensando que estas agencias y otras “reformas” similares, promulgadas durante los períodos progresistas de Wilson o Roosevelt, fueron lanzadas de buena fe, con la mira puesta ampliamente en el “bien público”. La idea y la génesis de las agencias y otras reformas populistas socialdemócratas, por ende, fueron “buenas”; sólo que al llevarlas a la práctica cayeron de alguna manera en la transgresión y en la subordinación a los intereses corporativos privados. Pero lo que han demostrado Kolko, Weinstein, Domhoff y otros historiadores revisionistas, de manera clara y extensa, es que esto pertenece a la mitología populista socialdemócrata. En realidad, todas estas reformas, tanto a nivel local como nacional, fueron concebidas, escritas y amañadas por los mismos grupos privilegiados. La obra de estos historiadores revela de manera concluyente que no hubo una Edad de Oro de la Reforma antes de que llegara la transgresión; ésta estuvo allí desde el comienzo, desde el momento de la concepción. Las reformas de los socialdemócratas del Estado Asistencialista-Progresista del New Deal fueron diseñadas para crear lo que de hecho han creado: un mundo de estatismo centralizado, de “sociedad” entre gobierno e industria, un mundo que subsiste concediendo subsidios y privilegios monopólicos a empresas y otros grupos favorecidos.
La esperanza de que los Rockefeller o los otros grandes empresarios beneficiados se conviertan en libertarios o incluso adopten una visión de laissez-faire es vana y vacía. Pero esto no implica decir que haya que descartar a todos los grandes hombres de negocios, o a los empresarios en general. En contraste con los marxistas, no todos los empresarios, ni siquiera los más poderosos, constituyen una clase económica homogénea con idénticos intereses de clase. Por el contrario, cuando la Junta de Aeronavegación Civil confiere privilegios monopólicos a algunas grandes aerolíneas, o cuando la Comisión Federal de Comunicaciones hace lo propio con AT&T, hay muchas otras firmas y empresarios, pequeños y grandes, que resultan perjudicados y excluidos de los privilegios. El otorgamiento de un monopolio de comunicaciones a AT&T por parte de la Comisión Federal de Comunicaciones, por ejemplo, mantuvo por mucho tiempo en el estancamiento a la industria de las comunicaciones, que ahora está en rápido crecimiento; fue sólo una decisión de la Comisión Federal de Comunicaciones la que permitió la competencia que hizo que la industria creciera a pasos agigantados. El privilegio implica exclusión, por lo cual siempre habrá un grupo de empresas y empresarios, grandes y pequeños, que tendrán un sólido interés económico en poner fin al control estatal sobre su industria. Hay entonces un grupo de empresarios, en especial aquellos que están lejos de pertenecer al privilegiado “Establishment del Este”, que son potencialmente receptivos de las ideas del libre mercado y el libertarianismo.
Entonces, ¿cuáles son los grupos de los que podríamos esperar una particular receptividad a las ideas libertarias? ¿Dónde está, como dirían los marxistas, la “agencia para el cambio social” que proponemos? Por supuesto, ésta es una importante cuestión estratégica para los libertarios, dado que nos brinda buenas pistas respecto de la dirección hacia la cual orientar nuestras energías.
La juventud universitaria es un grupo que ha desempeñado un importante papel en el crecimiento del movimiento libertario, lo cual no es sorprendente: la universidad es el ámbito en el que las personas están más abiertas a la reflexión y a la consideración de las cuestiones básicas de nuestra sociedad. Esta juventud enamorada de la coherencia y de la verdad pura, estos estudiantes acostumbrados a un mundo académico donde prevalecen las ideas abstractas, y a quienes aún no preocupan los cuidados y la visión generalmente estrecha de los adultos que deben ganarse la vida, proporcionan un campo fértil para la conversión libertaria. Podemos esperar en el futuro un crecimiento mucho mayor del libertarianismo en las universidades de la nación, un crecimiento que ya se corresponde con la adherencia del creciente número de jóvenes, académicos, profesores y estudiantes de posgrado.
La juventud en general también debería sentirse atraída por la posición libertaria acerca de cuestiones que por lo común se acercan más a sus preocupaciones, sobre todo, nuestra demanda de la total abolición del servicio militar obligatorio, el abandono de la Guerra Fría, las libertades civiles para todos y la legalización de las drogas y otros crímenes sin víctimas.
Los medios también han demostrado que constituyen una rica fuente de interés favorable al nuevo credo libertario, no sólo por su valor publicitario, sino debido a que la coherencia del libertarianismo atrae a un grupo de personas que están más alerta respecto de las nuevas tendencias sociales y políticas, y que, si bien originalmente eran socialdemócratas, están más prevenidos en lo que se relaciona con las crecientes fallas y fracasos del Establishment populista socialdemócrata. Las personas de los medios por lo general advierten que no pueden sentirse atraídas por un movimiento conservador hostil que automáticamente las tacha de izquierdistas y que toma posiciones incompatibles sobre política exterior y libertades civiles. Pero esta misma gente de los medios puede tener, y tiene, una disposición favorable hacia un movimiento libertario que concuerda sinceramente con sus ideas sobre la paz y la libertad personal, y luego vincula su oposición hacia el Gobierno Grande en estas áreas con la intervención gubernamental en la economía y en los derechos de propiedad. Cada vez hay más comunicadores sociales que están haciendo estas nuevas y esclarecedoras conexiones, y por supuesto, son muy importantes por su influencia y por el poder que ejercen sobre el público.
¿Qué ocurre con el “Estadounidense Medio”, esa numerosa clase media y trabajadora que constituye el grueso de la población y que por lo común es el polo opuesto a la juventud universitaria? ¿Tenemos algún atractivo para ellos? Como es lógico, deberíamos tratar de interesar mucho más a este Estadounidense Medio, ocupándonos firmemente del descontento agravado y crónico que aflige a la masa del pueblo de los Estados Unidos: el aumento de los impuestos, la inflación, la congestión urbana, la delincuencia, los escándalos del asistencialismo.
Sólo los libertarios podemos ofrecer soluciones concretas y consistentes a estos problemas apremiantes, soluciones que consisten en sacarlos de la esfera gubernamental y entregarlos a la acción privada y voluntaria. Podemos demostrar que el gobierno coercitivo y el estatismo fueron los responsables de estos males, y que su eliminación traerá aparejados los remedios.
A los pequeños empresarios podemos prometerles un mundo donde la empresa sea verdaderamente libre, despojado de privilegios monopólicos, carteles y subsidios ideados por el Estado y el Establishment. Y a ellos y a los grandes empresarios que no forman parte del Establishment monopólico podemos asegurarles que su talento y sus energías individuales tendrán por fin todo el espacio necesario para expandirse y proveer una tecnología mejorada y aumentos de productividad para ellos y para todos nosotros. A los diversos grupos étnicos y minoritarios podemos demostrarles que sólo la libertad garantizará la total emancipación, para que cada grupo desarrolle sus intereses y administre sus propias instituciones, sin impedimentos ni obligaciones impuestas por el gobierno de la mayoría.
En resumen, la apelación potencial del libertarianismo es una apelación multi-clase, que trasciende la raza, la ocupación, la clase económica y las generaciones; cualquier persona y todas las que no formen parte de la elite gobernante son receptoras potenciales de nuestro mensaje. Cada persona o grupo que valore su libertad o su prosperidad es un adherente potencial al credo libertario.
La libertad, entonces, puede atraer a todos los grupos del espectro público. Sin embargo, es un hecho normal de la vida que cuando las cosas van bien, la mayoría de la gente no experimenta ningún interés por las cuestiones públicas. Para que se produzca el cambio social radical –un cambio hacia un sistema social diferente– debe darse lo que se conoce como “situación crítica”. En pocas palabras, debe haber un colapso en el sistema existente que exija una búsqueda generalizada de soluciones alternativas. Cuando esta búsqueda se lleve a cabo, los activistas de un movimiento disidente deben estar disponibles para proveer la alternativa radical, para relacionar la crisis con los defectos inherentes al sistema mismo y para señalar cómo el sistema alternativo resolvería la crisis existente y prevendría cualquier colapso similar en el futuro. Es de esperar que los disidentes también hayan provisto antes pistas que permitieran predecir y advertir la crisis actual.[4]
Además, una de las características de las situaciones críticas es que incluso las elites gobernantes comienzan a retacear su apoyo al sistema. Debido a la crisis, hay parte del Estado que comienza a perder su satisfacción y entusiasmo para gobernar. En resumen, se produce una declinación en el ímpetu de algunos segmentos del Estado. Así, en estas situaciones de colapso, incluso miembros de la elite gobernante pueden cambiar a un sistema alternativo o, al menos, perder su entusiasmo por el sistema existente.
Así, el historiador Lawrence Stone destaca, como requisito para el cambio radical, la decadencia de la voluntad de la elite dirigente. “La elite puede perder sus habilidades manipuladoras, o su superioridad militar, o su confianza en sí misma, o su cohesión; puede enemistarse con los que no forman parte de la elite, o verse superada por la crisis financiera; puede ser incompetente, débil o brutal”.[5]

¿Por Qué Triunfará la Libertad?

Después de haber expuesto el credo libertario y el modo como se aplica a los problemas vitales de nuestro tiempo, y de haber realizado un esbozo de los grupos sociales que pueden sentirse atraídos por ese credo, así como de los momentos en que esto puede ocurrir, tenemos que evaluar ahora las perspectivas futuras de la libertad. En particular, debo examinar mi firme y creciente convicción personal no sólo de que el libertarianismo triunfará en el largo plazo, sino que además surgirá victorioso en un período sorprendentemente corto. En efecto, estoy convencido de que la oscura noche de la tiranía está llegando a su fin y que ya se vislumbra el amanecer de la libertad.
Muchos libertarios son muy pesimistas acerca de las perspectivas de la libertad. Y es verdad que, si nos centramos en el crecimiento del estatismo en el siglo xx y en la caída del liberalismo clásico a que nos referimos en el capítulo introductorio, resulta fácil ser presa de pronósticos pesimistas. Este pesimismo puede profundizarse aun más si estudiamos la historia y vemos la crónica negra de despotismo, tiranía y explotación común a todas las civilizaciones. Podría perdonársenos el haber considerado que el súbito surgimiento del liberalismo clásico desde el siglo xvii hasta el xix en Occidente fue una atípica irrupción de gloria en los tétricos anales de la historia pasada y futura.
Pero esto sería sucumbir ante la falacia de lo que los marxistas llaman “impresionismo”: un enfoque superficial de los hechos históricos mismos sin un análisis más profundo de las leyes causales y las tendencias operantes.
La postura a favor del optimismo libertario puede plantearse en una serie de lo que podría llamarse círculos concéntricos, comenzando con las consideraciones más amplias y de más largo plazo y pasando al enfoque más definido sobre las tendencias de corto plazo. En el sentido más amplio y de más largo plazo, el libertarianismo triunfará con el tiempo debido a que él y sólo él es compatible con la naturaleza del hombre y del mundo. Únicamente con la libertad puede alcanzar el hombre la prosperidad, la realización y la felicidad. En pocas palabras, el libertarianismo triunfará porque es verdadero, porque es la política correcta para la humanidad, y finalmente la verdad vencerá.
Pero semejantes consideraciones de largo plazo plantean, en realidad, un futuro demasiado distante, y el hecho de que haya que esperar varios siglos para que prevalezca la verdad es un magro consuelo para los que vivimos en algún momento particular de la historia. Por fortuna, hay una razón para esperar una realización en un plazo más corto, una razón que nos permite desechar el siniestro registro de la historia anterior al siglo xviii como carente de relevancia para las perspectivas futuras de libertad.
Lo que sostenemos aquí es que la historia dio un gran salto, un cambio de rumbo, cuando las revoluciones liberales clásicas nos propulsaron hacia la Revolución Industrial de los siglos xviii y xix[6], dado que en el mundo preindustrial, el mundo del Antiguo Régimen y de la economía agraria, no había razón alguna por la cual el reino del despotismo no pudiera continuar indefinidamente, por muchos siglos. Los campesinos cultivaban la tierra y los reyes, nobles y señores feudales les quitaban todo el excedente, dejándoles apenas lo necesario para que pudieran subsistir y trabajar. Por brutal, explotador y triste que fuera el despotismo agrario, su supervivencia era posible por dos razones principales: 1) la economía podía mantenerse, por lo menos en un nivel de subsistencia, y 2) las masas no conocían nada mejor, nunca habían experimentado un sistema superior a ése, y por ende se las podía inducir a que siguieran sirviendo a sus amos como bestias de carga.
Pero la Revolución Industrial fue un gran salto histórico, porque creó condiciones y expectativas irreversibles. Por primera vez en la historia mundial, se había creado una sociedad en la cual el nivel de vida de las masas fue propulsado desde la mera supervivencia hasta alturas nunca antes imaginadas. La población de Occidente, anteriormente estancada, ahora proliferaba para beneficiarse con las crecientes oportunidades de empleo y buena vida.
No es posible volver a la era preindustrial. No sólo las masas no permitirían tan drástico retroceso en sus expectativas de un creciente nivel de vida, sino que el retorno a una economía agraria significaría la hambruna y la muerte de una gran parte de la población actual. Estamos atrapados en la era industrial, nos guste o no.
Pero si eso es cierto, entonces la causa de la libertad está asegurada, puesto que la ciencia económica ha puesto en evidencia, tal como lo demostramos parcialmente en este libro, que sólo la libertad y el libre mercado pueden administrar una economía industrial. En resumen, si bien la libertad económica y social habría sido deseable y justa en un mundo preindustrial, en la era industrial es además una necesidad vital. Porque, como lo señalaron Ludwig von Mises y otros economistas, en una economía industrial el estatismo sencillamente no funciona. Por ende, dado un compromiso universal con el mundo industrial, con el tiempo, y mucho antes de que simplemente triunfe la verdad, resultará obvio que el mundo tendrá que adoptar la libertad y el libre mercado como requisito indispensable para la supervivencia y el florecimiento de la industria. Esto fue lo que percibieron Herbert Spencer y otros libertarios del siglo xix al hacer una distinción entre la sociedad “militar” y la “industrial”, entre una sociedad de “estatus” y una sociedad de “contrato”.
En el siglo xx, Mises demostró a) que toda intervención estatista distorsiona y debilita al mercado y lleva, si no se la revierte, al socialismo, y b) que el socialismo es una calamidad porque no puede planificar una economía industrial debido a la falta del incentivo de las ganancias, y porque carece de un genuino sistema de precios y de derechos de propiedad sobre el capital, la tierra y otros medios de producción. En pocas palabras, tal como lo predijo Mises, ni el socialismo ni las varias formas intermedias de estatismo e intervencionismo pueden funcionar. En consecuencia, dado un compromiso general por la economía industrial, estas formas de estatismo deberán ser descartadas y reemplazadas por la libertad y el mercado libre.
En nuestro tiempo éste es un plazo mucho más corto que el que imponía la espera del triunfo de la verdad, pero a los liberales clásicos de principios del siglo xx –Sumner, Spencer, Pareto y otros– les pareció un largo plazo verdaderamente insoportable. Y no se los puede culpar por ello, dado que estaban asistiendo a la caída del liberalismo clásico y al nacimiento de las nuevas formas de despotismo a las que tan fuerte y firmemente se opusieron. Fueron, lamentablemente, testigos de su creación. El mundo tendría que esperar, si no siglos por lo menos décadas, para que se demostrara que el socialismo y el estatismo corporativo eran rotundos fracasos.
Pero el largo plazo es aquí y ahora. No es necesario profetizar sobre los ruinosos efectos del estatismo; están aquí, al alcance de la mano. Lord Keynes ridiculizó las críticas de los economistas de libre mercado respecto de que sus políticas inflacionarias serían ruinosas en el largo plazo; en su famosa respuesta, se burló de ellos diciendo que “en el largo plazo todos estaremos muertos”. Pero ahora Keynes está muerto y nosotros estamos vivos, viviendo su largo plazo. Los pollos estatistas han venido a nuestro gallinero.
A comienzos del siglo xx, y en las décadas siguientes, las cosas no estaban tan claras. La intervención estatista, en sus diferentes formas, intentó preservar e incluso ampliar una economía industrial mientras frustraba los mismísimos requerimientos de libertad y libre mercado que son tan necesarios para su supervivencia a largo plazo. Durante medio siglo, la intervención estatista dio rienda suelta a sus depredaciones mediante la planificación, los controles, los elevados y complicados impuestos y el papel moneda inflacionario sin haber provocado claras y evidentes crisis y dislocaciones, dado que la industrialización de libre mercado del siglo xix había creado un enorme almohadón que mantenía protegida a la economía de tales devastaciones. Por lo tanto, el gobierno podía imponer gravámenes, restricciones e inflación en el sistema sin cosechar rápidamente sus malos efectos.
Pero ahora el estatismo ha avanzado tanto y ha estado en el poder durante tanto tiempo que el almohadón se ha desgastado; tal como señaló Mises en la década de 1940, el “fondo de reserva” creado por el laissez-faire se “agotó”. Y ahora, todo cuanto haga el gobierno tiene una respuesta negativa instantánea: los malos efectos son evidentes para todos, incluso para muchos de los más ardientes apologistas del estatismo.
En los países comunistas de Europa oriental, y ahora en China, los propios comunistas se han dado cuenta cada vez más de que la planificación central socialista sencillamente no funciona en una economía industrial. De allí el rápido abandono, en los últimos años, de la planificación central y el vuelco hacia el libre mercado, especialmente en Yugoslavia. También en el mundo occidental el capitalismo estatal está en crisis en todas partes, a medida que se va poniendo en evidencia que, en el sentido más profundo, el gobierno se ha quedado sin dinero: los crecientes impuestos debilitarán a la industria y a los incentivos más allá de toda reparación, mientras que la creciente creación de nuevo dinero provocará una inflación galopante. Y entonces oímos cada vez más, por parte de aquellos que alguna vez fueron los más ardientes sostenedores del Estado, que “es necesario bajar las expectativas en el gobierno”. En Alemania Occidental, el partido Socialdemócrata abandonó hace tiempo su demanda de aplicar el socialismo. En Gran Bretaña, cuya economía está debilitada por los impuestos y la grave inflación –lo que incluso los británicos llaman la “enfermedad inglesa”–, el Partido Tory (conservadores), regido durante años por estatistas consagrados, ahora pasó a manos de una facción partidaria del libre mercado, mientras que hasta el Partido Laborista se ha venido apartando del caos planificado del estatismo desenfrenado.
Pero es en los Estados Unidos donde podemos ser particularmente optimistas, porque aquí es posible estrechar el círculo del optimismo a una dimensión de corto plazo. De hecho, podemos sostener con toda confianza que este país ha entrado en una situación de crisis permanente, y hasta podemos señalar los años en que comenzó: 1973-1975. Afortunadamente para la causa de la libertad, no sólo llegó a los Estados Unidos una crisis del estatismo, sino que pateó en forma aleatoria todo el tablero de la sociedad, en varias esferas diferentes y más o menos al mismo tiempo.
Así, estos colapsos del estatismo tuvieron un efecto sinérgico, reforzándose mutuamente en su impacto acumulativo. Y no sólo fueron crisis del estatismo, sino que todos las perciben como causadas por el estatismo, y no por el libre mercado, la codicia pública, u otros factores. Y finalmente, sólo es posible aliviarlas sacando al gobierno de la escena. Todo lo que necesitamos es libertarios que indiquen el camino.
Repasemos rápidamente estas áreas de crisis sistémica y veamos cuántas se dieron en 1973-1975 y en los años siguientes. Desde el otoño de 1973 hasta 1975 los Estados Unidos experimentaron una depresión con inflación después de cuarenta años de un supuesto ajuste keynesiano que, en teoría, debía eliminar ambos problemas para siempre. Fue también en este período cuando la inflación alcanzó las temibles proporciones de dos dígitos.
Además, en 1975 la ciudad de Nueva York experimentó su primera gran crisis de deuda, que resultó en un default parcial. Por supuesto, esta temida palabra, default, fue evitada; la virtual quiebra fue llamada, en cambio, stretchout (obligando a los acreedores de corto plazo a aceptar bonos de largo plazo de la ciudad de Nueva York). Esta crisis es sólo la primera de muchas cesaciones de pagos de bonos estatales y locales en todo el país, porque los gobiernos estatales y locales se verán obligados cada vez más a hacer elecciones desagradables, debido a las “crisis”, entre cortes radicales en el gasto, mayores impuestos que motivarán el alejamiento de la región de los empresarios y los ciudadanos de clase media, e incumplimientos en el pago de las deudas.
Desde comienzos de la década del 70, también, se había hecho cada vez más evidente que los altos impuestos a la renta, al ahorro y a la inversión habían perjudicado a la actividad empresaria y a la productividad. Los contadores recién ahora comienzan a darse cuenta de que estos impuestos, combinados especialmente con distorsiones inflacionarias de los cálculos económicos, llevaron, en forma casi inadvertida, a una creciente escasez de capital y a un inminente peligro de agotamiento del vital stock de capital de los Estados Unidos.
En todo el país se producen rebeliones fiscales; la gente reacciona contra los altos gravámenes que pesan sobre la propiedad, la renta y las ventas, y puede afirmarse con seguridad que cualquier nuevo aumento en los impuestos equivaldría a un suicidio político en todos los niveles del gobierno.
Ahora se ve que el Sistema de Seguridad Social, alguna vez tan sagrado para la opinión estadounidense que estaba literalmente por encima de toda crítica, se encuentra tan irreparablemente deteriorado como lo habían advertido durante mucho tiempo los escritores libertarios y de libre mercado. Hasta el Establishment reconoce que el Sistema de Seguridad Social está en quiebra y que no es en ningún sentido un esquema genuino de “seguridad”.
La regulación de la industria se considera un fracaso de tal magnitud que aun estatistas como el senador Edward Kennedy están reclamando una desregulación de las aerolíneas; incluso se ha hablado muchísimo acerca de la abolición de la ICC (Comisión de Comercio Interestatal) y la CAB (Oficina de Información al Ciudadano).
En el frente social, el otrora sacrosanto sistema de enseñanza pública se encuentra bajo fuego. Las escuelas públicas, que necesariamente toman decisiones educativas para toda la comunidad, han generado intensos conflictos sociales sobre raza, sexo, religión y contenidos de la enseñanza. Las prácticas gubernamentales con respecto al delito y al encarcelamiento soportan intensas críticas: un libertario, el Dr. Thomas Szasz, ha logrado liberar casi sin ayuda a varios ciudadanos de la reclusión involuntaria, mientras el gobierno ahora admite que su política de intentar “rehabilitar” criminales, en la que había depositado tantas esperanzas, es un rotundo fracaso. La aplicación de leyes contra las drogas, como la prohibición de la marihuana, y de leyes contra ciertas formas de relaciones sexuales, se ha malogrado por completo. En el país crece una sensación de repudio hacia todas las leyes que penan los crímenes sin víctimas, es decir, las que consideran crímenes a aquellos en los que no hay víctimas. Cada vez resulta más obvio que los intentos de aplicar estas leyes sólo pueden ocasionar problemas y un virtual Estado policial. Dentro de muy poco tiempo, el prohibicionismo en lo que respecta a la moral personal se verá tan ineficiente e injusto como lo fue en el caso de la prohibición del alcohol.
Junto con las desastrosas consecuencias del estatismo en los frentes económico y social, se produjo la traumática derrota en Vietnam, que culminó en 1975. El fracaso total de la intervención estadounidense condujo a una creciente revisión de toda la política exterior intervencionista que los Estados Unidos han venido sosteniendo desde Woodrow Wilson y Franklin D. Roosevelt. La certeza cada vez mayor de que es preciso reducir el poder estadounidense, de que el gobierno de los Estados Unidos no puede regir exitosamente al mundo, es un concepto “neo-aislacionista” paralelo a aquel según el cual es imperioso reducir las intervenciones del Gobierno Grande dentro del país.
Mientras la política exterior estadounidense es aún agresivamente global, este sentimiento neo-aislacionista tuvo éxito en cuanto a limitar la intervención estadounidense en Angola durante 1976.
Quizá la mejor de todas las señales, la indicación más favorable del colapso de la mística del Estado estadounidense, de su cimiento moral, fueron las revelaciones de Watergate en 1973-1974. Watergate nos da la única gran esperanza de una victoria de la libertad en los Estados Unidos en el corto plazo, dado que, como nos lo estuvieron advirtiendo los políticos desde entonces, destruyó la “fe pública en el gobierno” –y ya era hora de que esto ocurriera–. Watergate dio origen a un cambio radical en las actitudes profundamente arraigadas de todos, independientemente de su ideología particular, hacia el gobierno, porque, en primer lugar, puso de manifiesto ante el público las invasiones a la libertad personal y la propiedad privada por parte del gobierno –micrófonos ocultos, drogas, interceptación de líneas telefónicas, intervención de correspondencia, agentes provocadores, incluso asesinatos–. Watergate por fin sacó a la luz la suciedad del FBI y la CIA, antes prácticamente sagrados, y permitió una visión clara y desapasionada de ambas agencias. Pero lo que es más importante aun, al inculpar al presidente, Watergate desacralizó en forma definitiva una función que prácticamente tenía visos de soberanía para el pueblo estadounidense. Ya nadie considerará que el presidente está por encima de la ley; ya no le será posible actuar con falsedad.
Pero lo más importante es que el gobierno mismo ha sido bajado de su pedestal. Ya nadie confía en él ni en los políticos; ahora es objeto de una perpetua hostilidad, lo que nos retrotrae a ese estado de sana desconfianza hacia el gobierno que caracterizó al público y a los revolucionarios estadounidenses del siglo xviii.
Durante algún tiempo, pareció como si Jimmy Carter pudiera ser capaz de lograr su objetivo declarado de recuperar la fe y la confianza del pueblo en el gobierno. Pero debido al fiasco de Bert Lance y a otros pecadillos, afortunadamente no lo logró. La crisis permanente del gobierno continúa.
En consecuencia, las condiciones están dadas, ahora y en el futuro de los Estados Unidos, para el triunfo de la libertad. Todo lo que se necesita es un movimiento libertario pujante y vital que explique esta crisis sistémica y señale el camino que nos saque de este estado de confusión creado por el gobierno. Pero, tal como vimos al comienzo de esta obra, es precisamente lo que hemos venido haciendo. Y ahora llegamos, al fin, a nuestra prometida respuesta a la pregunta que planteamos en el capítulo introductorio: ¿Por qué ahora? Si los Estados Unidos tienen una herencia de valores libertarios profundamente arraigada, ¿por qué salieron a la superficie ahora, en los últimos cuatro o cinco años?
A ello respondemos que ese surgimiento y ese rápido crecimiento del movimiento libertario no es accidental, que está en función de la situación de crisis que azotó a los Estados Unidos en 1973-1975 y ha continuado desde entonces. Las situaciones críticas siempre estimulan el interés y la búsqueda de soluciones, y esta crisis hizo que numerosos pensadores estadounidenses se dieran cuenta de que el gobierno provocó este caos, y que sólo la libertad –el repliegue del gobierno– puede lograr que salgamos de él. Crecemos porque las condiciones están maduras. En cierto sentido, como en el libre mercado, la demanda ha creado su propia oferta.
Ésa es la razón por la cual el Partido Libertario obtuvo 174.000 votos al presentarse por primera vez a un cargo nacional en 1976. Y por eso The Baron Report, la autorizada publicación sobre temas políticos de Washington –que en modo alguno puede calificarse como pro-libertaria–, negó, en un número reciente, las afirmaciones de los medios respecto de una tendencia hacia el conservadurismo en el electorado. El informe señala, por el contrario, que “si existe alguna tendencia evidente de la opinión, es hacia el libertarianismo, la filosofía que lucha contra la intervención gubernamental y a favor de los derechos personales”. El informe agrega que el libertarianismo resulta atractivo para los dos extremos del espectro político: “Los conservadores reciben con agrado esa tendencia en el momento en que indica el escepticismo público sobre los programas federales; los populistas socialdemócratas lo acogen con beneplácito cuando muestra la aceptación cada vez mayor de los derechos individuales en áreas tales como las drogas, la conducta sexual, etc., y la creciente reticencia del público a apoyar la intervención exterior”.[7]
La fuerza del actual movimiento libertario queda demostrada por la intensidad de las críticas que ha recibido en los últimos tiempos por parte de los defensores del estatismo de izquierda, derecha y centro. Desde mediados de marzo hasta mediados de junio de 1979, la publicación populista socialdemócrata católica Commonweal, la izquierdista Nation y la derechista National Review atacaron al libertarianismo, cada una a su manera, y proclamaron la supremacía del Estado sobre el individuo. El editorial de Commonweal en su número del 16 de marzo, titulado “In Defense of Government”, resumió todas sus preocupaciones lamentando el hecho de que durante generaciones “no hubiera habido tantas personas inteligentes inclinadas a proclamar al Estado como el enemigo”.

Hacia la Libertad en los Estados Unidos

El credo libertario ofrece, por fin, la realización de lo mejor del pasado estadounidense juntamente con la promesa de un futuro mucho mejor aun. Los libertarios, incluso más que los conservadores, por lo general ligados a las tradiciones monárquicas de un pasado europeo felizmente obsoleto, están firmemente encuadrados en la gran tradición liberal clásica que construyó a los Estados Unidos y nos dejó en herencia la libertad individual, la política exterior no violenta, el gobierno mínimo y la economía de libre mercado. Los libertarios son los únicos herederos legítimos de Jefferson, Paine, Jackson y los abolicionistas.
Y sin embargo, pese a que estamos más enraizados en la tradición estadounidense que los conservadores, en cierto modo somos más radicales que los radicales, no en el sentido de que tengamos el deseo o la esperanza de cambiar la naturaleza humana mediante el ejercicio de la política, sino en el sentido de que sólo nosotros proveemos una ruptura realmente definida y genuina con el estatismo invasor del siglo xx.
La Antigua Izquierda únicamente aboga porque tengamos más de lo que estamos sufriendo ahora; la Nueva Izquierda, en último análisis, sólo propone un estatismo aun más agravado o un igualitarismo y una uniformidad compulsivos.
El libertarianismo es la culminación lógica de la ahora olvidada oposición de la “Antigua Derecha” (de las décadas de 1930 y 1940) al New Deal, la guerra, la centralización y la intervención estatal.
Sólo nosotros queremos romper con todos los aspectos del Estado populista socialdemócrata: con su asistencialismo y su belicosidad, sus privilegios monopólicos y su igualitarismo, su represión de crímenes sin víctimas, tanto personales como económicos. Sólo nosotros ofrecemos tecnología sin tecnocracia, crecimiento sin contaminación, libertad sin caos, ley sin tiranía, defensa de los derechos de propiedad en la propia persona y en las posesiones materiales.
Los hilos y los vestigios de las doctrinas libertarias están, de hecho, a nuestro alrededor, en grandes partes de nuestro glorioso pasado y en valores e ideas de nuestro confuso presente. Pero sólo el libertarianismo recoge esos hilos y esos vestigios y los integra en un sistema poderoso, lógico y coherente. El enorme éxito de Karl Marx y del marxismo no se debió a la validez de sus ideas –puesto que todas, verdaderamente, son falaces– sino al hecho de que se atrevió a tejer la teoría socialista dentro de un poderoso sistema. La libertad no puede prosperar sin una teoría sistemática equivalente y que ponga de manifiesto las diferencias; y hasta los últimos años, a pesar de nuestra gran herencia de pensamiento y práctica económicos y políticos, no hemos tenido una teoría de la libertad completamente integrada y consistente. Ahora tenemos esa teoría sistemática; venimos en plena posesión de nuestro conocimiento, listos para transmitir nuestro mensaje y cautivar la imaginación de todos los grupos que conforman la población. Todas las demás teorías y sistemas han fracasado de modo evidente: el socialismo está en retirada en todas partes, y sobre todo en Europa oriental; el populismo socialdemócrata nos ha sumido en un sinnúmero de problemas insolubles; el conservadurismo no tiene nada que ofrecer excepto la estéril defensa del statu quo. El mundo moderno nunca ha probado completamente la libertad; los libertarios proponemos ahora realizar el sueño estadounidense y el sueño mundial de libertad y prosperidad para toda la humanidad.

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