por Juan Ramón Rallo
Juan Ramón Rallo es Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista de ElCato.org. Juan Ramón obtuvo el tercer lugar en nuestro primer concurso de ensayos, Voces de Libertad 2008.
Una de las primeras medidas que tomó el infausto gobierno del Partido Popular nada más llegar al poder fue la de vendernos una imagen de austeridad
teutona suprimiendo —a efectos meramente cosméticos— algunas sociedades
públicas que ni siquiera el más recalcitrante de los estatistas podía
entender que siguieran en pie: por ejemplo, el Barcelona Holding
Olímpico o la sociedad V Centenario, ambas dedicadas a preparar eventos
para 1992 y que seguían en pie inexplicablemente (bueno,
inexplicablemente no: el trinque político a costa del contribuyente es
algo tan extendido como entendible para sus beneficiarios).
Que el cierre de sendas compañías estatales llevara un retraso de dos
décadas escandalizó a muchos, y con razón. Mas, lo cierto, es que existe
otra burocracia internacional mucho más cara y mucho más nociva cuyo
cierre no es que se haya retrasado dos décadas, sino al menos cuatro. Me
refiero al Fondo Monetario Internacional, una institución creada en 1945 con la finalidad de gestionar el sistema monetario de Bretton Woods:
en concreto, su finalidad era la de conceder préstamos temporales a
países con déficits exteriores para evitar un rápido reajuste interno de
sus patrones productivos y de consumo que revertiera esos déficits;
eufemismo para no hablar claramente del sabotaje deliberado del
funcionamiento disciplinante del patrón oro clásico en aras de lograr un rampante inflacionismo gubernamental.
Desde su origen, pues, el Fondo Monetario Internacional fue una
institución profundamente anticapitalista. No en vano, fue diseñada por
dos economistas adversos a los mercados libres: John Maynard Keynes
(el padre de los actuales sistemas económicos copados por Estados
gigantescos y por bancos centrales inflacionistas) y, sobre todo, Harry Dexter White (un espía de la Unión Soviética infiltrado en el gobierno estadounidense).
Extinto Bretton Woods en 1973, el FMI, sin embargo, no desapareció:
siguió engordando e incrementando su influencia sobre las distintas
economías del planeta. Es como si hubiésemos creado una agencia estatal
para combatir la peste y, desaparecida esta enfermedad del conjunto del
planeta, siguiéramos nutriéndola de recursos y competencias para que
desarrollara algún tipo de actividad, sea ésta la que fuera. En este
caso específico, el propósito del Fondo desde los 70 pasó a ser el de
“estabilizar” economías en dificultades concediéndoles asistencia
crediticia (zanahoria) a cambio de un programa de reformas y ajustes en
su mayoría torpes y discutibles (palo). El FMI es, por consiguiente, un prestamista de última instancia de
manirrotos gobiernos insolventes nutrido con los fondos expoliados a
los contribuyentes del resto del mundo: se me ocurren combinaciones
menos liberales que ésa. Lejos de permitir que cada liberticida país y
cada intervencionista gobierno sufrieran íntegramente las consecuencias
de su desastrosa actuación, el FMI trataba de prevenir las nefastas
consecuencias de sus nefastas políticas parcheando sus trazos más
disparatados: por ejemplo, frenar pasito a pasito las tasas
superinflacionarias o reequilibrar los infinanciables presupuestos
mediante todo tipo de dolorosos pero insuficientes ajustes.
Al final, muchos países o ahondaban en el pozo o salían de él con
despotismos consolidados y sin ser conscientes de los motivos reales que
los habían llevado a hundirse. Los populismos estatistas de todo tipo
comenzaron a asociar el intervencionismo del Fondo con el liberalismo (travestido en neoliberalismo)
para así justificar un redoblamiento de sus poderes frente a las
injerencias externas del Fondo. En realidad, empero, todo era un
rifirrafe entre dos tipos de intervencionismo anti-libre mercado: el de
los caciques locales o el de una burocracia internacional que pretendía
profesionalizar el expolio al ciudadano volviéndolo políticamente
sostenible.
La actuación del FMI durante estos últimos años no se ha distanciado de
este pauperizador patrón: ha apoyado en todo momento los rescates de la
banca a costa del contribuyente, las subidas de impuestos dirigidas a
dotar de algo de credibilidad a las finanzas estatales o los elevados
déficits públicos supuestamente pensados para “el crecimiento”. Esta
semana, sin ir más lejos, la directora gerente del FMI, Christine Lagarde,
repetía incansable el dogma keynesiano de que “no existe razón objetiva
para apresurarse a realizar una reducción drástica del déficit” en
España o que nuestro país “puede crecer en 2014 si no se le fuerza a
realizar más ajustes”. También el economista asesor del Fondo, Philip Gerson,
pedía hace unos días más tiempo para que nuestro gobierno complete su
estabilización presupuestaria. Ni una buena idea ni una buena acción.
En suma, ayer y hoy el FMI ha pretendido socavar el funcionamiento del
mercado libre, dándole más cuerda al deudor manirroto gubernamental
para que siga avanzando con paso firme hacia la insolvencia pero sin
descuidar por un momento las abusivas subidas de impuestos que tiendan a
consolidar su hipertrofia. Ayer y hoy, el FMI sobraba: no por ser el
ariete del liberalismo, sino por convertirse en uno de sus principales
corruptores. Tras cuatro décadas de retraso (en realidad seis: jamás
debería haberse creado) procedamos a enterrarlo de una vez por todas.
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