27 abril, 2013

De Chechenia a Estados Unidos

De Chechenia a Estados Unidos

Por Alvaro Vargas Llosa
Ni bien se supo que los autores de los atentados contra el Maratón de Boston eran de origen checheno, la embajada de la República Checa emitió un comunicado explicando al público norteamericano que ese país nada tiene que ver con la república del Cáucaso Norte. Era una aclaración sorprendente pero lógica, porque el desconocimiento acerca de Chechenia es casi unánime: no hay más de unos pocos cientos de chechenos en Estados Unidos. 

En el imaginario colectivo, es irrelevante que los hermanos Tsarnaev hayan actuado en solitario o coordinado sus acciones con algún grupo terrorista caucásico, porque inevitablemente será a partir de ahora el origen, y no sólo la filiación, lo que haga de un checheno un sospechoso. Una situación ideal para Rusia, que combate el terrorismo checheno indiscriminadamente desde hace muchos años, pero que hasta ahora no había logrado una activa solidaridad internacional, dadas las atroces denuncias de violación de los derechos humanos en ese conjunto de repúblicas. El propio FBI había interrogado al hermano mayor, Tamerlan, a pedido del gobierno ruso y lo había dejado ir rápidamente.
Lo ocurrido con estos hermanos resume de forma casi perfecta lo sucedido con Chechenia desde la caída del imperio soviético: la migración del sentimiento nacionalista entre un sector grande de ciudadanos hacia el islamismo radicalizado a medida que Moscú ha sometido, con métodos drásticos, a esa república. Aunque las investigaciones podrían arrojar nuevos hechos que desmientan esta versión inicial, la policía cree por ahora que los hermanos actuaron por su cuenta, inspirados en el fanatismo islámico más que por militancia en una organización. ¿De dónde vino la inspiración? Muy probablemente de esa frustración del sentimiento nacionalista que se ha ido transmitiendo de generación en generación y que, en el contexto actual, ha ido emigrando hacia el refugio islámico. Algo, por lo demás, nada difícil de entender, si se tiene en cuenta que Chechenia es una república abrumadoramente musulmana.
El nacionalismo checheno viene de antiguo. Colonizada por Pedro el Grande en el siglo XVIII, Chechenia nunca dejó de pelear por su independencia. La guerra ha sido su destino, la mayor parte de las veces contra Rusia. Ese espíritu indómito le costó grandes masacres y desplazamientos de población, por ejemplo, cuando Stalin deportó a 40 por ciento de su gente a Siberia para tratar de rusificar a la república. El islam es una presencia desde hace siglos, pero su versión radical, y en particular la influencia del wahabismo de origen saudita, es muy reciente.
De hecho, la primera guerra de Chechenia tras la caída del imperio soviético, ocurrida entre 1994 y 1996, todavía no registraba una presencia islamista significativa. Los chechenos eran esencialmente nacionalistas. La pírrica victoria de los chechenos, que expulsaron a Rusia de Grozni pero se quedaron con una república en la que prácticamente nada quedaba en pie, fue un clima perfecto para que el islamismo, que rondaba pero no había penetrado con fuerza, encontrara en el sentimiento de frustración y odio de muchos ciudadanos, especialmente varones jóvenes, temperamentos receptivos a un discurso totalizador que justificara con elementos espirituales la violencia.
Chechenia salió de esa guerra con una independencia de facto que Boris Yeltsin le concedió para asegurarse la reelección, pero con un liderazgo muy débil, el encarnado por Aslan Maskhadov, el gobernante nacionalista, que no fue capaz de prevenir el crecimiento del fanatismo. Su visión del islam era secular y moderada, en la tradición chechena antigua, pero en ese ambiente el wahabismo ya empezaba a hacer estragos entre mucha gente. De allí que Shamil Basayev e Ibn Khattab pudieran crear una organización terrorista como la Brigada Internacional Islámica, que utilizó el nacionalismo para ganar adeptos en el nuevo enfrentamiento con Rusia, que ellos en parte provocaron. La respuesta de Moscú, donde Yeltsin nombró primer ministro a Vladimir Putin, fue de una gran ferocidad. De ese conflicto, iniciado en 1999 y que para algunos todavía continúa, aunque ahora no en Chechenia sino en Daguestán, salió el islamismo debilitado sólo en apariencia, es decir militarmente, porque su capacidad para conquistar adeptos aumentó. El sentimiento ultrajado de los sobrevivientes de la guerra fue un caldo de cultivo para el islam fanatizado, que usó el nacionalismo para proponer una yihad permanente.
La expresión de ese yihadismo son hoy una serie de grupos, pero especialmente uno, “Emirato del Cáucaso”, en el que el FBI y la CIA han puesto la puntería tras los atentados de Boston para averiguar si hay alguna conexión entre los autores y el terrorismo caucásico. La organización liderada por Doku Umarov figura en listas de grupos terroristas, pero es la menos conocida en la clase política, los medios de comunicación y el público en general. La gran cuestión es si la yihad del “Emirato del Cáucaso” es sólo local y tiene como único enemigo a Rusia, como se creía, o posee ya alcances globales, como Al Qaeda, con la que tiene coincidencias ideológicas. Porque, de ser así, la lucha contra el terrorismo tendría, a partir de ahora, que poner un énfasis bastante mayor en tratar de detectar sus actividades fuera de la zona, especialmente Daguestán, donde opera en el sur de la Federación Rusa.
Aun si no hay nexos claros y directos entre Boston y Chechenia, el hecho de que los hermanos Tsarnaev llevaran espontáneamente sus creencias religiosas e ideológicas al extremo de incurrir en terrorismo contra una población civil, la estadounidense, que nada tiene que ver con el drama de su lugar de origen, implica un desafío de seguridad interna muy serio. Y no sólo para Estados Unidos sino, y acaso en mayor medida, para Europa, pues el grueso de los refugiados chechenos acaban en el Viejo Continente. Entre los más de 50 mil refugiados anuales que admite Estados Unidos, casi nunca figuran chechenos.
El escenario hipotético de dos chechenos volcando su islamismo contra civiles estadounidenses dentro del territorio norteamericano es un duro golpe psicológico para Estados Unidos. Porque una cosa es una organización terrorista extranjera que infiltra militantes en la sociedad para preparar el atentado contra las Torres Gemelas, y otra distinta son un par de hermanos que llegaron a Estados Unidos siendo muchachos y a la distancia desarrollaron una mezcla de sentimientos nacionalistas e identificación espiritual con el islamismo fanático que los llevó a atentar contra el Maratón de Boston. ¿Quiere decir que todo ciudadano originario de un país musulmán que vive en Estados Unidos es susceptible de alienación al extremo de entregarse, desde el interior de la propia sociedad estadounidense, a una causa criminal? Las primeras versiones filtradas por la policía hablan de la posibilidad de que los hermanos Tsarnaev hayan querido “vengar” con sus atentados las ocupaciones de Irak y Afganistán. ¿Quiere eso decir que entre los jóvenes musulmanes que viven en Estados Unidos hay otros potenciales terroristas?
Estas son las preguntas que nadie se atreve a hacer en público y que las autoridades, cuidadosas de no estereotipar a ningún grupo, evitan pronunciar, pero que no pocos se hacen en privado. Se las hacen también las autoridades, por cierto. ¿Cómo se organiza una ofensiva preventiva contra la posibilidad de que jóvenes musulmanes de origen caucásico o cualquier otro origen relacionado con el islam puedan sentirse espontáneamente llamados a usar la violencia internamente? Y sobre todo, ¿cómo se hace eso en democracia, en una república donde hay límites a lo que las autoridades pueden hacer para controlar a la población civil? Las preguntas se las hacen también los ciudadanos musulmanes y esos pocos chechenos que habitan en los Estados Unidos (y viven, por cierto, mayormente en Boston). Si a los atentados contra las Torres Gemelas siguieron muchos años de tensa convivencia con la comunidad musulmana de origen árabe, a esos atentados previsiblemente seguirán años de convivencia muy difícil con musulmanes que tengan otro origen, sobre todo caucásico.
Todo aquel que haya vivido en un país con terrorismo sabe que a la larga, por atroz que suene, uno aprende a convivir con él. Pero eso requiere muchos años de constante violencia que vaya adormeciendo la capacidad de sentir miedo entre una gran parte de la población e instalando un antídoto en la psiquis que permita ver con algo de distancia protectora la sucesión de hechos de sangre. Es, en última instancia, un mecanismo de supervivencia o, al menos, de defensa contra la desesperación. Pero cuando un país no ha vivido bajo el terrorismo y un buen día lo descubre, el efecto psicológico es distinto. Es una mezcla de miedo, desconcierto, ignorancia y pérdida de inocencia. Eso pasó con los atentados del 11 de septiembre. Y el efecto, con este nuevo atentado, parece ser el mismo, aunque menos intenso que aquella vez.
Es cierto: Estados Unidos había visto actos terroristas antes, tuvieran ellos que ver con grupos de extrema derecha con dimensiones anarquistas enfrentados al gobierno federal o, mucho antes, por ejemplo, con grupos independentistas puertorriqueños. También habían visto violencia política, incluyendo a presidentes asesinados. Para no hablar de guerras. Pero a lo que no estaban acostumbrados los estadounidenses era al terrorismo interno con raíces foráneas en condición casi permanente. Y esto es lo que los atentados de Boston, ocurridos tantos años después del 11 de septiembre de 2001, han venido a recordarle al ciudadano estadounidense: que el terrorismo islamista sigue teniendo capacidad de atentar dentro de las fronteras del país más de una década después de las Torres Gemelas.
A pesar del tiempo transcurrido y todo lo que hoy saben los norteamericanos sobre el terrorismo islámico, Boston vuelve a sembrar miedo, provocar desconcierto, evidenciar ignorancia y causar pérdida de inocencia. Porque, repito, una cosa es que el enemigo te envíe terroristas con una misión predeterminada, y otra, que ciudadanos criados en tu país desarrollen una identificación aparentemente espontánea con una ideología del terror extranjera. Eso hace que el terrorismo dentro del territorio estadounidense pueda provenir de múltiples fuentes y durar mucho tiempo. Es un enemigo quizá más difícil de combatir psicológicamente que Al Qaeda. Porque quiere decir que, virtualmente, cualquier conflicto extranjero en el que el islamismo violento logre meter un pie, como lo hizo en el Cáucaso Norte, puede convertir a muchachos aparentemente normales en agentes del odio sangriento.

No hay comentarios.: