por Carlos Alberto Montaner
Carlos Alberto Montaner es periodista cubano residenciado en Madrid.
Nicolás Maduro percibió que un pajarito le hablaba.
En un primer momento pensó que era el pájaro chogüí, una criatura
usualmente amistosa y parlanchina, pero, como es una persona sagaz,
entrenada por los cubanos en los diferentes tipos de trinos, rápidamente
se dio cuenta de que era Hugo Chávez.
Maduro, un señor educado, sensible y espiritual, discípulo de Sai
Baba, le respondió al pajarito. Maduro domina la onomatopeya como nadie.
Puede imitar los sonidos de las aves, de los burros, incluso de las
personas. En todo caso, fue un sonoro y profundo intercambio de silbidos
cargado de emotividad.
La conversación fue larga y tendida. Nicolás es bonachón y
conversador. El pájaro también. Era locuaz, como Chávez. Si Chávez
reencarna en un pájaro, no va a hacerlo en un ave parca y circunspecta,
sino en una criatura capaz de trinar durante horas, como si estuviera en
la ONU poniendo en su lugar a Bush, ese siniestro Mister Danger.
La última vez que Maduro habló con Chávez, más o menos en vida, la
conversación duró cinco horas. Es posible que en esta oportunidad haya
sucedido lo mismo. Al fin y al cabo, era más difícil (y cruel) hablar
cinco horas con una persona moribunda, en coma, con la garganta
perforada por una traqueotomía, que comunicarse con un pajarito sano y
volador con ganas de parlotear.
A mí no me sorprende que Maduro hable con los pajaritos. Me
enternece. No es el primer caso que conozco. Cerca de mi casa madrileña,
en el parque de Santa Ana, había un tipo que hablaba con las palomas.
Le llamaban “Pepe el Palomero”.
Pepe les arrojaba pedacitos de pan a las palomas y, mientras lo
rodeaban, les soltaba unos largos discursos sobre la monarquía. Las
palomas no se iban en tanto durara la ración de pan, lo que indica que
respondían mejor a las recompensas materiales que a la argumentación
ideológica. (Parece que eran palomas chavistas o, al menos, corrompidas
por una variedad elemental del neopopulismo).
A veces, mientras Pepe el Palomero hablaba con las palomas, yo
trataba de mediar en la conversación. Pepe afirmaba que había sido amigo
de Alfonso XIII, lo cual era improbable porque D. Alfonso se había
largado de España en 1931, antes de su nacimiento. (El nacimiento de
Pepe, no el de Alfonso, querido lector, no se me haga el gracioso).
Cuando le hice esa objeción, Pepe el Palomero me respondió con una
lógica aplastante: “los que hablamos con los pájaros somos capaces de
cualquier prodigio”. Y, entonces, bajó la voz, miró en varias
direcciones, y me hizo una conmovedora confesión que nunca he podido
olvidar: “yo soy una paloma que ha encarnado en un hombre”. (O sea, lo
mismo que le ocurrió a Chávez, pero al revés).
Este interesante fenómeno de la transmutación de hombres y aves no
duró excesivamente. Una tarde de invierno, Pepe el Palomero desapareció
ante nuestros ojos. Se lo llevó una ambulancia. Para evitar escándalos,
uno de los enfermeros, mientras le ponía un camisón blanco, largo y
enguatado, para que no se hiciera daño, le dijo que él también era una
paloma disfrazada de enfermero, personalmente adiestrada por Alfred
Hitchcock para desempeñar ese rol. Se lo llevaban, afirmó, a un bello
palomar donde podría conversar con muchas criaturas semejantes a él.
Pepe parecía feliz. Se despidió de mí saludando con la mano como un
político en medio de una campaña. El enfermero-paloma (o al revés),
situado a sus espaldas, donde Pepe no lo podía ver, hacía círculos con
su dedo índice sobre la sien, con más melancolía que burla.
Hasta creo que silabeó una palabra con sus labios, pero sin llegar a
pronunciarla. Me parece que dijo: es-qui-zo-fre-nia. No lo entendí bien.
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