por Lorenzo Bernaldo de Quirós
Lorenzo Bernaldo de Quirós es presidente de Freemarket International Consulting en Madrid, España y académico asociado del Cato Institute.
La Gran Bretaña que esperaba a Thatcher arrastraba un largo período
de declive económico y un clima de derrotismo se había apoderado
de la nación. Esta dramática situación tenía sus
orígenes en el consenso estatista que había dominado la escena
británica desde el final de la Segunda Guerra Mundial. La vieja Britania
se había convertido en la economía más socializada del
mundo desarrollado fuera del bloque comunista. El sector público era
un dinosaurio descomunal e ineficiente, la intervención estatal en
los mercados asfixiante y los niveles de presión fiscal confiscatorios.
El keynesianismo macro y el intervencionismo micro habían llevado el
país a una situación de extremada decadencia. Durante la denominada
Edad de Oro, las tres décadas posteriores a la conflagración
mundial, la economía británica había crecido a un ritmo
inferior al del resto de los países de la Europa Occidental para estacarse
entre 1973 y 1979. Reino Unido se había convertido en el “enfermo
de Europa”.
Entre 1974 y 1979, el laborismo gobernante se enfrentó al estallido
de todas las patologías acumuladas durante tres décadas. En
1976, el gabinete Callagham tuvo que solicitar al FMI un préstamo para
evitar la bancarrota, hecho inédito en un miembro de de la OCDE y el
Invierno del Descontento (1978-1979), la ola de huelgas salvajes desencadenadas
por las Trade Unions, mostró el rostro más tenebroso del poder
sindical. Se replanteaba un viejo y recurrente problema: ¿Se ha vuelto
Britania ingobernable? ¿Quién manda el gobierno elegido por
los ciudadanos o los sindicatos? Esta era la pregunta en un país en
donde las centrales se habían convertido en un Estado dentro del Estado
y la economía se hundía en la estanflación.
Ante este panorama, el “tacherismo” puso en marcha un programa
de ruptura con el consenso estatista forjado por conservadores y laboristas
desde 1945. Su ideario era una mezcla de mercados libres, disciplina monetaria
y presupuestaria, orgullo nacional, privatizaciones y valores victorianos.
Pretendía desatar las potencialidades del ciudadano corriente, su
energía creadora anestesiadas por un estatismo rampante. Esta es la
razón por la que se oponía al colectivismo. Los individuos no
necesitan la tutela del gobierno para conseguir sus fines, sino un marco institucional
que cree las circunstancias adecuadas para que la gente emplee sus recursos
en la persecución de los fines que desee. Esto suponía reducir
y limitar las funciones del Estado, esto es, un gobierno limitado que abriese
espacios de acción a la libertad individual y social; tarea ingente
en un país atrapado en la maraña de un Estado tentacular. Su
referente doctrinal no fue el conservadurismo sino el liberalismo clásico,
renovado en las décadas anteriores de su llegada al poder por pensadores
como Friedrich Hayek y Milton Friedman.
En ese esquema, la política económica desempeñaba un
papel fundamental. Por un lado había que salir de la estanflación;
por otro sentar las bases de un modelo socio-económico basado en los
principios del libre mercado. Ambos elementos eran la cara y la cruz de una
misma moneda. Si el primero fallaba, el segundo era inviable. Desde esta óptica,
la estrategia macroeconómica de los gabinetes de Thatcher se centró
en proporcionar un entorno de estabilidad —inflación baja y presupuesto
equilibrado— mientras la microeconómica —reformas fiscales
y laborales, eliminación de los controles de precios, de salarios y
de capitales, privatizaciones, liberalización de los mercados—
se orientó a crear un ambiente favorable para promover el crecimiento
y la generación de empleo. Era la inversión absoluta de la línea
de actuación desplegada por los gabinetes laboristas y conservadores
desde 1945.
A lo largo de once años, con una coherencia y una convicción
extraordinarias, la Dama de Hierro impulsó ese programa y el resultado
fue la mutación del Reino Unido en una de las economías más
dinámicas y competitivas del mundo. A finales de su mandato, la ratio
gasto público PIB era del 37,6 por 100; el presupuesto tenía
un superávit del 0,9 por 100 del PIB; el tipo máximo del IRPF
se había reducido del 98 por 100 al 40 por 100 y el de las sociedades
del 52 por 100 al 33 por 100; la tasa de paro se situaba en el 6 por 100;
la inflación en el 5 por 100; el PIB per cápita había
aumentado un 35 por 100 desde 1979 y diez millones de ciudadanos se convirtieron
en accionistas de las empresas privatizadas... La Vieja Britania volvía
a cabalgar sobre los mares como diría el maestro Kipling. Había
emprendido un ciclo expansivo que ha durado más de veinte años.
La profunda transformación experimentada por la sociedad y por la economía
británicas en la Era de Thatcher proporcionaron cuatro victorias consecutivas
a los conservadores y, lo que es más importante, se forjó un
nuevo consenso que se desplazó del estatismo al liberalismo. Major,
por supuesto, pero también Blair fueron los hijos y herederos de Thatcher.
El New Labour blairita no alteró en nada sustancial el modelo económico
legado por los conservadores y eso explica sus tres triunfos electorales y
la alta tasa de fase de crecimiento experimentada por el Reino Unido desde
el ascenso de Blair al puesto de primer ministro. Sin las políticas
de la Dama de Hierro y, por supuesto, de otro gigante de la época,
Ronald Reagan es inexplicable la extensión de los principios de la
libertad económica por todo el mundo sin la cual hubiese sido imposible
la dilatada fase de crecimiento y de progreso social experimentado por la
economía global en los últimos veinticinco años.
Thatcher mostró como las ideas liberales convertidas en un proyecto
de gobierno y apoyadas en un liderazgo fuerte son capaces de cambiar las cosas
a mejor y para todos aun con la hostilidad del status quo. Esta es una lección
a aprender por todos aquellos políticos y partidos de centro-derecha
cuya oferta se limita a ofrecer algo menos de lo mismo, esto es, socialdemocracia
sin cafeína. Sirvan unas palabras de la Dama de Hierro para cerrar
esta nota: “Gran Bretaña (léase España) y el socialismo
no son la misma cosa. Os daré mi visión: el derecho del hombre
a trabajar como él quiera, gastar lo que genere con su esfuerzo, disponer
de sus propiedades, tener al Estado como sirviente, no como amo. Esta es la
esencia de un país libre”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario