por Carlos Alberto Montaner
Carlos Alberto Montaner es periodista cubano residenciado en Madrid.
En Venezuela, Iris Varela, Ministra
de Asuntos Penitenciarios, una joven y rolliza abogada de mirada fiera y
verbo incendiario, ha advertido que ya tiene preparada la celda para
encerrar a Henrique Capriles. Se lo creo a pie juntillas.
No contenta con maltratar a la cabeza de la oposición venezolana, a
quien acusó sin pruebas de consumir alucinógenos y ser el autor
intelectual de los nueve asesinatos y 78 heridos, entre ellos el
diputado antimaduro William Dávila, severamente
lesionado dentro del propio parlamento por los chavistas, de paso
maltrató el idioma alegando que el líder de los demócratas tiene ojos
“puyúos”.
No tengo la menor idea de lo que es un ojo “puyúo”, pero supongo que
debe ser algo tan terrorífico como la propia mirada de la señora Varela
mientras hace sus acusaciones. Invito a los lectores de esta columna a
que busquen su intervención en YouTube. Es como la niña del exorcista,
pero notablemente crecidita en todas las direcciones.
De acuerdo con la amenaza de la Ministra, el primer paso es meter en
la cárcel a Henrique Capriles por pedir el recuento electoral. ¿A quién
se le ocurre sospechar de ese gobierno respetuoso de la ley?
Imperdonable.
Me imagino que el segundo paso será que otro preso lo asesine en
medio de una de las frecuentes reyertas tan comunes en los predios de la
señora Varela. Ya se sabe que en las calles de Caracas la vida vale muy
poco, pero dentro de las cárceles venezolanas no vale absolutamente
nada.
¿Por qué el acoso a Capriles y, en general, a los dirigentes de la Mesa de Unidad Democrática
(MUD)? Es muy sencillo: en Venezuela todos, gobierno y oposición, saben
que Henrique Capriles ganó las elecciones por un clarísimo margen,
luego vulnerado descaradamente por las manipulaciones electrónicas, como
suponen algunos, o por el simple “arrebatón” clásico de la peor
tradición latinoamericana, como alegan otros.
En todo caso, lo que está claro, es que Nicolás Maduro perdió. Y
perdió, entre otras razones, porque es muy difícil que la mayoría de
cualquier sociedad respalde a un grandullón medio bobo que habla con los
pajaritos y hace campaña con un nido en la cabeza. Es verdad que la
Venezuela parida por Chávez es como un gran circo, pero no tanto.
La reacción de la señora Varela, de Diosdado Cabello, del Almirante Diego Molero
y del resto de la banda, es la del ladrón sorprendido robando dentro de
la casa: tiene que matar para poder escapar. No era ése su propósito
inicial, pero debe cometer un crimen mayor para borrar las huellas de
otro delito de menor entidad.
Por eso Henrique Capriles y su estado mayor cancelaron la marcha del
17 de abril. No querían darle la oportunidad al gobierno de salir a
asesinar, acusar de ello a la oposición, y decretar un estado de
conmoción social que le serviría de coartada para eliminar las ya
raquíticas protecciones constitucionales que subsisten en el magullado
ordenamiento jurídico del país.
Capriles y su entorno temían lo que se conoce como “la estrategia Reichstag”.
El 27 de febrero de 1933 ardió el parlamento alemán y Hitler, tras
acusar sin pruebas a los comunistas y lanzar infundios sobre los judíos,
pidió suspender las garantías constitucionales y exigió un decreto que
le permitiera gobernar a su antojo. A partir de ese punto el nazismo se
puso en marcha de manera imparable.
“El Flaco” ha hecho bien en renunciar a la falsa auditoría que
deseaban imponerle. El camino de la impugnación total de las elecciones
tiene pocas probabilidades de llegar a buen puerto, pero puede mantener
la vigencia de la protesta por más tiempo. Ya hay unos análisis
estadísticos que demuestran el fraude fehacientemente. Hay que divulgar
lo que realmente ocurrió.
Es posible, claro, que los ladrones, atrapados con las manos en la
masa, si no pueden matar, traten de pactar una salida que les garantice
la bolsa y la vida. Dice el periodista Rafael Poleo, siempre muy bien
informado, que el hombre para gestar ese arreglo es José Vicente Rangel.
No lo sé, pero el ilegítimo gobierno de Nicolás Maduro pende de un hilo. Como la vida de Henrique Capriles.
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