por Alex Nowrasteh
Alex Nowrasteh es analista de políticas de inmigración del Centro para la Libertad y la Prosperidad Global del Cato Institute.
Una queja común de los conservadores es que los inmigrantes, una vez que ingresan a EE.UU., “inmediatamente empiezan a depender de los beneficios estatales”, como lo dijo recientemente el senador Jeff Sessions (Alabama).
Eso simplemente no es cierto, de acuerdo a un estudio del Cato Institute realizado por el profesor Leighton Ku y el académico Brian Bruen (en inglés), ambos del departamento de políticas de salud de la Universidad de George Washington.
Ku y Bruen analizaron los programas de prestaciones sociales, incluyendo Medicaid,
el programa de estampas para alimentos y el Programa para Seguro de
Salud para Niños (CHIP, por sus siglas en inglés). Sus conclusiones: Los
inmigrantes pobres consistentemente utilizan los programas de bienestar
menos que sus contrapartes nacidos en EE.UU. Además, cuando los
inmigrantes pobres participan en los programas de prestaciones sociales,
el costo es menor, resultando en un costo más bajo para el
contribuyente.
Consideremos el caso de Medicaid. Los adultos y los niños inmigrantes
que no son ciudadanos tienen una probabilidad un 25 por ciento menor de
ser registrados en Medicaid que sus contrapartes nacidos en EE.UU.
Cuando si se registran, los adultos inmigrantes pobres consumen en
promedio $941 menos al año que los adultos nativos pobres. La historia
se repite para los niños inmigrantes pobres. Mirando a los datos de
CHIP, el estudio descubre que los niños inmigrantes pobres consumen $565
dólares menos que los niños pobres nativos.
Cien adultos nativos que califican para Medicaid le costarán a los
contribuyentes aproximadamente $98.000 al año. Una cantidad comparable
de adultos pobres que no son ciudadanos —inmigrantes que no se han
naturalizado— le cuestan alrededor de $57.000 al año —un 42 por ciento
menos que los nativos. En el caso de los niños, los ciudadanos cuestan
$67.000 y los no-ciudadanos $22.700 al año —un impresionante 66 por
ciento menos.
El uso promedio de las estampas para alimentos nos revela un
comportamiento similar. Un adulto nativo pobre y enrolado para recibir
estampas de alimentos recibe alrededor de $1.091 al año en beneficios
mientras que un no-ciudadano recibe $825 —un ahorro de 24 por ciento.
Los niños inmigrantes también son mucho menos proclives a recibir
estampas de alimentos: un niño no-ciudadano tiene una probabilidad de
recibir estampas de alimentos menor en un 37 por ciento que aquella de
un niño nativo pobre.
Sin duda, es cierto que los inmigrantes utilizan menos beneficios porque
no califican para recibirlos. Los inmigrantes legales no pueden recibir
prestaciones sociales durante los primeros cinco años de residencia,
con pocas excepciones. Los inmigrantes no autorizados, por supuesto, no
califican para recibir prestaciones sociales. Pero esto no socava por sí
solo la noción de que los nuevos inmigrantes “inmediatamente” se
vuelven dependientes del gobierno, como dijo el senador Sessions y como
lo piensan otros como él.
Además, aún cuando los inmigrantes son legalmente calificados para
recibir prestaciones sociales, pocos de ellos se aprovechan de estas.
Los inmigrantes son atraídos a los mercados laborales de EE.UU., no a su
sistema de prestaciones sociales. La inmigración no autorizada en 2013
fue menos de un cuarto de la que hubo en 2007, el último año de
desempleo bajo. Desde ese entonces, el número de inmigrantes mexicanos
no autorizados que se fueron del país es casi igual al de aquellos que
inmigraron. Las estampas de alimentos y los beneficios del programa
Ayuda Temporal para Familia en Apuros han aumentado considerablemente
desde el inicio de la Gran Recesión, pero los inmigrantes se han mantenido alejados porque los empleos ya no están ahí.
Milton Friedman, el economista de libre mercado adorado
por los conservadores tenía una perspectiva interesante acerca de la
inmigración: “Es algo bueno para EE.UU…siempre y cuando sea ilegal”.
Traducción: Friedman creía que la inmigración libre era beneficiosa para
la economía, si es que los trabajadores baratos no tenían acceso a los
programas de prestaciones sociales.
Las conclusiones del nuevo estudio de Cato deberían atizar los miedos de
los partidarios de libre mercado que respaldarían una mayor inmigración
legal si no fuese por aquella preocupación relacionada a los beneficios
estatales.
Pero incluso si uno está de acuerdo con que los costos en prestaciones
sociales de la inmigración deben ser controlados, hay mejores maneras
de hacer eso que con un cumplimiento de la ley más severo, que varias
veces ha demostrado ser fútil. Construir paredes más altas alrededor del
sistema —por ejemplo, haciendo que los inmigrantes no califiquen hasta
que se conviertan en ciudadanos— es preferible a cerrar los mercados
laborales de EE.UU. al resto del mundo. Pero la buena noticia es que,
incluso sin esas barreras, los inmigrantes pobres le salen baratos al
contribuyente estadounidense comparados con los nativos pobres.
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