Un malandro es aquel que logra imponer sus propias reglas al margen
de la ley y de cualquier otra norma de convivencia. Se impone por la
fuerza, controla un territorio, que puede ser una calle, un barrio,
incluso una zona más grande, y tarde o temprano cae víctima de esa
violencia que él mismo patrocinó entre los suyos. Su dominio, siempre
brutal, concluye cuando una poblada u otro malandro acaba con su vida,
pasando a ser parte de la espiral de homicidios que ya contamos por
miles y que en su conjunto es una estadística que nos avergüenza a
todos. Esta dinámica que termina en muerte es la demostración esencial
de la advertencia que hiciera Thomas Hobbes cuando preveía que las
relaciones sociales sometidas a las ganas, a la fuerza y al fraude,
concluían fatalmente en una guerra de todos contra todos que se
sintetizada en una vivencia pobre, solitaria, breve y brutal. Los
venezolanos tenemos cerca de ciento ochenta mil muertos que pueden dar
su silente testimonio de lo que esto significa.
Pero por si fuera poco estamos sufriendo una versión empoderada de
los malandros que bien podrían llamarse la de “los malandros
institucionales”. Nosotros estamos viviendo una situación que siempre ha
sido la más temeraria posibilidad de toda la filosofía política, desde
su fundación hasta nuestros días: ¿qué pasa cuando un malandro o un
conjunto de ellos toman el poder y se imponen por la fuerza al resto de
la sociedad? Porque el drama de los “azotes de barrio institucionales”
es que ya no nos estamos refiriendo al alcance territorial de un barrio o
una parroquia sino al usufructo, ilegítimo y por la fuerza, de una
empresa, un poder público, e incluso todo un país. “Malandros
institucionales” son, por ejemplo, los que controlan el sindicato de la
Empresa EFE, obligando a una quiebra que va a acabar con ellos mismos,
pero primero pasando por la oportunidad del saqueo que solo es posible
con esa empresa privada transformada en parte del erario público. Pero
también lo son quienes tiran por la borda la Constitución y las leyes
aspirando a cobrar un peaje muy peculiar a los diputados de la
alternativa democrática. Diosdado, el flamante presidente de la Asamblea
Nacional, cree que él se puede parar a la entrada del hemiciclo y
cobrar el tributo, además irrenunciable, de un juramento de lealtad y
reconocimiento a su compinche Nicolás. Él, por lo visto, pretende
obligar una situación que los votos y el manejo oscuro y mafioso de las
elecciones no les dieron: que la gente crea y avale a juro unos
resultados de los que todos tenemos dudas más que razonables. Esa
conducta malandra es intolerable.
Pero así son los malandros. O pagas el peaje o no pasas, no hablas,
no cobras y de paso, si te resistes, puedes recibir una buena ración de
golpes, amenazas e insultos, administradas como ellos acostumbran, desde
la emboscada, y haciendo ver a todos los que quieran enterarse que con
ellos no valen fueros o condición femenina. La “coñaza” se reparte a
discreción y con alevosía mientras la sonrisa avaladora de los que
fungen como los principales de cada ocasión, no deja lugar a dudas de
quien patrocina y permite tal ejercicio de brutalidad.
Repudio y rechazo todo ese malandréo. Va en contra de cualquier
proceso civilizatorio. Es la ruta contraria. Pero también debo decir que
con esas exhibiciones de brutalidad tan primitivas ellos quedan
expuestos tal y como son, como parte de una “corte malandra” que tiene
la pretensión de arrebatarnos el país y usufructuarlo con exclusión de
la mayoría decente y pacífica que integra el pueblo venezolano.
Pero allí no termina la trama. Esa “corte malandra” nos violenta para
tergiversar la verdad. Pero así son los malandros, tienen para sus
peores fechorías una justificación que también intentan imponer a tiro
limpio. En el caso de los “azotes de barrio” institucionales que nos han
tocado, la pistola al cinto con la que imponen sus versiones viene en
el formato de cadenas injuriosas que no permiten derecho a réplica, pero
que si favorecen el linchamiento en forma de cascada. Un malandro
siempre tiene un “villeguitas” al lado, trampeando la razón,
inoculándonos su psicopatía, violando nuestro sentido de realidad y, de
nuevo, cobrándonos el ominoso peaje de aceptar que los malos son los
buenos y los buenos son los malos.
Parte de la impostura malandra son esa sonrisita con la que se hacen
los locos, y el pasar por los peores crímenes como si no significaran
nada. Confunden miedo, que es libre, con locura. En el caso que nos
ocupa ambas expresiones se han llevado a niveles de osadía. Ellos creen
que tapareando la verdad van a salir airosos. Ellos creen que si salen
al alimón a presentar sus excusas el resto se las va a creer.
Precisamente esa es la antesala del drama final. Las monstruosas
estadísticas indican que los malandros mueren demasiado temprano, con la
desgracia social de que son sustituidos por otros iguales o peores. Así
que esa sonrisita está de más porque los malandros nunca ríen de
último.
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