House of Cards
Por Alvaro Vargas Llosa
No se si el remake estadounidense de House of cards, la serie
política que lanzó Netflix en febrero, es tan bueno como el original de
la BBC basado en la novela de Michael Dobbs, pero tampoco estoy seguro
de que no lo es. No importa nada: el guión y la concepción de Beau
Willimon, la dirección de David Fincher, y la actuación de Kevin Spacey,
Robin Wright y Kate Mara son tan hechiceras que parecen no tener un
precedente británico. Y eso, tratándose de un remake, vale los US$ 100
millones que costó.
En dos palabras (no tengo más remedio que revelar cosas que usted no debe saber si no la ha visto todavía), esta versión de House of cards
cuenta la historia de un representante demócrata de Carolina del Sur,
número tres de la mayoría en el Congreso, al que la ambición le dicta
vengarse del presidente que ha incumplido la promesa de nombrarlo
secretario de Estado y acaba asesinando a un colega para asegurarse el
cargo de vicepresidente. Todo ello, con el telón de fondo de las
relaciones con su esposa, que es socia de sus ambiciones; con su amante,
que es una periodista con sed de ser alguien; con el colega al que
luego asesinará; y con la teleaudiencia, a la que le muestra los
interiores de su conciencia de tanto en tanto, rompiendo la proverbial
“cuarta barrera” para hacer menos insoportable tanta maldad, o tal vez
para acentuar el cinismo que todo esto induce en los espectadores.
Lo primero que se desprende de la trama es que la Historia nunca está
escrita. Nadie la gobierna, aun si cree que lo hace: todos acaban yendo
por senderos distintos de los que figuraban en la cartografía de sus
cálculos. Ni Frank tenía pensado, al iniciar su venganza, que acabaría
organizando su ascenso a la vicepresidencia con el mismo presidente al
que quería arruinar; ni su amante, la periodista Zoe Barnes, sabía,
cuando estableció el pacto mefistofélico con Frank para escalar
posiciones en un periódico donde la tenían haciendo cosas menores, que
acabaría tratando de destruirlo; ni Claire, la esposa de Frank, que
acepta con frialdad que el congresista tenga amantes porque ella los
tiene también pero, sobre todo, porque el sexo es un utensilio político
como cualquier otro, tenía planeado sucumbir a los celos y traicionarlo,
frustrándole en un momento dado una iniciativa legislativa necesaria
para sus planes.
Pero que ninguno de ellos gobierne la Historia no significa que la
Historia los gobierne: ella se mueve al compás de las iniciativas de los
individuos que componen la trama, sólo que, en última instancia, lo que
refleja su desarrollo no es la voluntad de uno de estos personajes en
particular, sino la interacción desordenada, en constante movimiento, de
todos juntos. Algo así como la mano invisible del mercado de los
sentimientos, cálculos, deseos, fobias, prejuicios e ilusiones de los
seres de la trama.
Nadie gana del todo y nadie pierde del todo. O sea: como en la vida
real, donde las carreras exitosas acaban en la decadencia o la traición
(Margaret Thatcher apuñalada por su propio partido y marchitada durante
años por la demencia senil); donde los que parecen condenados a la
soledad acaban multitudinariamente acompañados (Raúl Castro, megaterio
que parecía en vías de extinción, recibiendo la presidencia de la Celac
en Santiago de Chile); donde quienes son menospreciados por los suyos
acaban validados por los demás (Jimmy Carter, un símbolo de la medianía
para sus compatriotas y un portaestandarte de los derechos humanos para
el mundo); y donde quienes parecen derrotados acaban en la cumbre (Jorge
Bergoglio, al que los Kirchner trataban como a un perro callejero
cuando era cardenal y al que, ahora que es Papa, la mandataria adora
como a un dios).
Como todo filme o serie política que se precie de tal, esta es una
meditación sobre el poder. O, más exactamente, sobre lo que es el poder
para quienes lo ansían. La frase que resume toda la primera temporada
suena, en boca de Kevin Spacey -que, dicho sea de paso, había
protagonizado Ricardo III justo antes de grabar House of cards-,
exquisitamente shakespeariana: “El dinero es la supermansión en
Sarasota que empieza a derrumbarse en 10 años. El poder es el viejo
edificio de piedra que se sostiene durante siglos. No puedo respetar a
nadie que no vea la diferencia”. El poder político es el poder máximo.
Los intereses económicos tienen relación umbilical con la política en
la vida verdadera y también aquí, donde un magnate de la industria
nuclear juega un papel importante en el ajedrez demócrata del Presidente
Garrett Walker y donde un lobbista de la industria del gas natural que
trabajó para Frank ahora usa sus antiguas conexiones para lo que le
importa. Pero el Estado es el poder por excelencia y, por tanto, lo que
importa más es el poder político, no el poder económico. De allí que sea
Frank el que tiene claras, vistas las cosas desde el mundo real, las
jerarquías.
El poder económico, claro, es más duradero que el político si
comparamos a un empresario con un gobernante o un congresista que dirige
a la mayoría, pero el poder del Estado es más permanente,
independientemente de quienes lo ejerzan. De allí que la ambición de la
continuidad (como muestran todas esas reelecciones latinoamericanas de
gobernantes que cambiaron las reglas del juego una vez que llegaron al
poder) sea tan irresistible. Esto vale, por cierto, en todos los
escalones de la vida política: Frank lleva 11 períodos en la Cámara de
Representantes. No es casual que uno de los debates más recurrentes en
la política estadounidense tenga que ver con la ausencia de límites al
número de períodos que se puede servir en el Congreso.
Si el poder es el Santo Grial de la vida pública, se entiende que sea
fácil perder de vista, en algún punto del camino, que son los métodos
los que deben justificar los fines y no a la inversa. Frank olvidó eso
hace mucho rato; de allí que todo lo que haga sea la aplicación del
principio de que el fin justifica los métodos más viles. Incluyendo, por
ejemplo, su alianza temporal con el congresista Russo para hacerlo
candidato a gobernador de Pensilvania, calculando que éste se arruinará
por su drogadicción y deberá abandonar la carrera electoral para ser
reemplazado por el actual vicepresidente, único en capacidad de ganar
los comicios para el partido del gobierno, lo que a su vez le dejará a
él el camino libre para la vicepresidencia.
En uno de los primeros episodios, Frank explica que su función es
“desatorar los ductos y dejar que las aguas servidas fluyan”,
refiriéndose a lo que hace en su condición de número tres de la mayoría.
Pero esta frase no sólo describe el proceso político de alcantarilla
que es el que él ayuda a poner en funcionamiento, sino toda una
filosofía: el poder produce residuos y hay que eliminarlos para seguir
teniéndolo. De lo contrario, la maquinaria se atora. Toda la primera
temporada de House of cards es una continua lucha por impedir que
la maquinaria del poder se le atore a quien lo ambiciona. Lo es para
Frank, el político, pero también para otros personajes, como la
periodista Zoe, su amante, que usa a Frank con un fin no vinculado a su
ambición política, sino a su ambición de periodista influyente que mueve
las fichas del poder político.
Esto me lleva a otra de las áreas que explora House of cards:
las relaciones humanas que pasan por la política. No existe una relación
que sea puramente política, aunque lo parezca. Se presenta la relación
entre Frank y su mujer, la espeluznantemente glacial Claire, como la
quintaesencia de la relación política. Y, sin embargo, en distintos
momentos la naturaleza humana puede más que las rigideces del cerebro
abocado al poder, convirtiendo la relación matrimonial en algo mucho más
complejo y sutil que un mero pacto político. Imposible no derramar la
mirada sobre lo que fue y es la relación de la pareja Clinton a la luz
de esta exploración. Se acusó a Hillary, durante el gobierno de su
esposo, de haber soportado la traición adúltera del presidente y la
humillación de la secuela del escándalo por ambición y cálculo. Se decía
que ella había sacrificado demasiado durante años, apuntalando la
carrera del marido, como para renunciar a su poder por algo tan pedestre
como los celos. Pero el paso de los años ha permitido ver que había
mucho más que eso en la relación de los Clinton. Había algo muy parecido
al amor genuino, seguramente entremezclado con algo de lo anterior,
pero lo bastante profundo y cómplice como para reducir a caricatura lo
que se decía. La única vez que los vi juntos lo que vi fue un
matrimonio, no un pacto.
¿Son todas las relaciones sexuales que a veces traban políticos y
periodistas en Washington y otras partes únicamente utilitarias? No. Y
tampoco lo es la de Frank y Zoe, aunque lo parezca. El componente
utilitario en el nexo entre él, un hombre mayor y sazonado, y ella, una
chica joven e impaciente, es manifiesto. Pero ella siente celos de la
esposa y él tiene una cierta fascinación por ella, que es probablemente
lo que instala en Claire, intuitiva, el germen posesivo que la lleva a
odiar a su rival.
¿Es el periodismo un instrumento de la política o es la política un
instrumento del periodismo? No hay respuesta definitiva a esta eterna
pregunta, pero una buena aproximación quizá sea ésta: no hay nada blanco
o negro en una relación de poder en que las misteriosas motivaciones
humanas moldean la conducta de unos y otros. En un comienzo Zoe, que es
quien toma la iniciativa, cree que puede usar a Frank como fuente para
hacerse fuerte en su periódico; él, que necesita vehículos para filtrar
informaciones que favorezcan su estrategia, acepta. Todo parece blanco y
negro. Zoe describe así el trato: “Yo protejo tu identidad, publico lo
que me cuentas, y yo no haré preguntas”. Pero, a medida que avanza, la
relación pasa a ser cualquier cosa menos blanca y negra. El final de la
temporada, con una Zoe vengativa, tratando de restaurar un cierto orden
moral porque sabe que Frank ha llevado deliberadamente a su colega Russo
al ocaso, es el triunfo de la ambigüedad moral sobre la frontera nítida
entre el bien y el mal.
Cuando me tocó investigar un libro sobre los crímenes de Vladimiro
Montesinos en el Perú, hace ya muchos años, debí hablar con toda clase
de personajes interesantes, muchos de ellos salidos de las entrañas del
poder, que era algo así como el mal. ¿Eran ellos enteramente buenos o
enteramente malos? No lo sé. ¿Eran sus motivaciones para contar lo que
antes callaban únicamente puras? No lo sé. Pero sé que los testimonios
de quienes han sido tornillos en el mecanismo del mal,
independientemente de que tengan en mente la búsqueda del bien o
respondan a sentimientos de venganza por alguna razón, son necesarios e
instrumentales para dar la buena batalla. Por eso, después de pasarnos
casi toda la temporada viendo a Zoe con ojos de censores morales, su
decisión de cazar al cazador hacia el final tiene una cualidad
redentora, que aceptamos aun conociendo los perturbadores antecedentes
de la muchacha.
Ninguna película o serie funciona si no hay personajes creíbles. Si
lo que se nos quiere contar es una idea o un principio en lugar de una
historia, no sirve. Sólo sirve que nos cuenten una historia, aunque esa
historia pueda segregar lecciones ideológicas y morales. Y esto es lo
que entendió muy bien el realizador. Por ello hay mucho énfasis en la
exploración del carácter y el temperamento de los personajes, de esa
materia que los informa y habita por razones que seguramente combinan la
herencia con la crianza y la experiencia, y que, en el caso de Frank,
el propio protagonista resume espléndidamente: “Hay dos tipos de
dolores: el tipo de dolor que te hace fuerte; o el inútil, el tipo de
dolor que sólo es sufrimiento. No tengo tiempo para cosas inútiles”.
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