Carlos Alberto Montaner
En las naciones exitosas las relaciones de poder entre la sociedad y el Estado están montadas sobre la base de que los individuos y las empresas sostienen al gobierno y a las instituciones con los excedentes de su trabajo. En cualquiera de las variantes del populismo, son los individuos y las empresas los que viven de la merced o la complicidad de los funcionarios que administran caprichosamente el Estado. Esto último es una devastadora perversidad.
Enumeremos diez de los rasgos básicos que deben caracterizar a una sociedad moderna, globalizada, enrumbada hacia la modernidad y el progreso:
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De la misma manera que sabemos que los mercados son imperfectos e impredecibles porque la información está dispersa y atomizada entre millones de agentes económicos, también se conoce que los gobiernos poseen esa misma limitación, a la que se agregan la torpeza habitual de la burocracia pública y el permanente riesgo del clientelismo y la corrupción. Entregarle la dirección económica de un país a la burocracia estatal suele ser el camino más corto al desastre.
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Para formar parte del mundo desarrollado es esencial poseer una moneda estable que conserve su valor y sirva para mantener el ahorro. Ello exige unas finanzas públicas bien manejadas y unos razonables equilibrios macroeconómicos.
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Estos objetivos suelen lograrse mejor si la banca central u organismo emisor no está sujeto a los caprichos del gobierno y se dirige con criterios técnicos. Asimismo, para proteger el valor de la moneda suele ser conveniente colocarles límites constitucionales a las facultades del gobierno para gastar o para endeudarse.
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El inglés es la lengua internacional, la de la globalización, y la computación suele ser el vehículo más utilizado. Toda sociedad responsable debe hacer un gran esfuerzo para que la mayor parte de las personas puedan comunicarse fluidamente en inglés y dominar el uso de las computadoras.
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Como principio, casi toda medida o institución que estimule la transferencia de tecnología y de conocimientos o los intercambios comerciales es conveniente, mientras todo lo que obstruya estas transacciones --censuras, aranceles, regulaciones excesivas, trámites costosos-- es dañino.
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También como principio, el funcionamiento del Estado y del sector privado debe estar sometido a la total transparencia administrativa. Una sociedad fundada en la competencia y en la observancia de las leyes tiene que colocarse permanentemente al alcance de auditorías de todo tipo para que no decaiga la confianza de los ciudadanos en el sistema.
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Entre los peores enemigos de la prosperidad están la discrecionalidad de los funcionarios públicos --esas facultades que les permiten proteger a sus amigos y perjudicar a sus adversarios-- y el otorgamiento de privilegios especiales a los grupos de poder, ya sean los empresarios que explotan monopolios, sindicatos que se hacen asignar rentas injustas, o corporaciones que les cierran la puerta de la competencia a otros agentes económicos y sociales.
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Son muy nocivas las obligaciones económicas públicas que se convierten en supuestas ''conquistas permanentes'', ignorando la propia naturaleza dinámica de las sociedades capitalistas, con sus ciclos de expansión y sus ciclos recesivos. La función principal del Estado no es ejercer la caridad con los más necesitados, sino contribuir a crear las condiciones para que las personas puedan prosperar por sus propios medios. Un Estado que se ve obligado a suscribir un gran volumen de gasto social es un Estado fallido.
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Invitar al capital extranjero y abandonar el nacionalismo económico o las fantasías autárquicas es fundamental. El discurso de la soberanía alimenticia, energética o industrial es un disparate total. Con las inversiones de capital y la instalación de empresas exitosas internacionales llegan el know-how, la competencia y una manera más eficiente de hacer las cosas.
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Si las inversiones de capital extranjero son vitales, debe ser igualmente bienvenida la inversión de capital humano. Los inmigrantes son una fuente extraordinaria de riqueza potencial, aunque se trate de campesinos poco educados. Recientemente se valoró el costo en Estados Unidos de criar a una persona desde que nace hasta que alcanza los 18 años: algo más de doscientos mil dólares. Ese, por lo menos, es el capital que trae bajo el brazo un joven agricultor mexicano cuando cruza la frontera. Si se trata de una persona con educación media, su aporte es mayor. Si es un profesional, su contribución se multiplica. En lugar de someterse a la presión de los grupos corporativistas, los gobiernos deben procurar atraer la buena inmigración. Es siempre un excelente negocio.
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