06 abril, 2008

La ilusión de prohibir

Alvaro Vargas Llosa

Cartagena de Indias, Colombia — Imaginaba que sería posible encontrar cocaína en Cartagena, el famoso puerto caribeño de Colombia. Pero no sabía lo fácil que resultaría ni lo barata que es. Me tomó cinco minutos ir en automóvil desde la Ciudad Amurallada hasta la Calle de la Media Luna, donde se ofrece “perico” en cada esquina. ¿El precio? 20.000 pesos (8 dólares) el gramo. “Demasiado rosada para mi gusto”, dije, simulando displicencia, mientras me alejaba. Tenía la información que necesitaba para esta columna: la cocaína es abundante y barata.

En Colombia, tarda cinco minutos confirmar lo que los políticos a lo largo del hemisferio occidental niegan en público: que la guerra contra las drogas es un glorioso fracaso. Toma también cinco minutos comprobar la devastación causada por mafias que deben su existencia, precisamente, a la guerra contra las drogas. El día de llegué, otra muerte más relacionada con el reciente escándalo sobre los vínculos entre los grupos paramilitares y el estamento político conmocionó al país. Jairo Andrés Angarita, uno de los jefes de la poderosa fuerza de 35.000 efectivos desmovilizada a cambio de sentencias reducidas, fue asesinado porque poseía información acerca de reuniones que tuvieron lugar en 2001 entre políticos muy conocidos y su grupo paramilitar de derecha, conocido como las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y financiado, como sus contrapartes de izquierda, por la cocaína.

Desde 2002, el gobierno de Alvaro Uribe ha realizado un esfuerzo titánico para erradicar el cultivo de coca, dedicando un tercio de la asistencia estadounidense a ese fin. En los tres años siguientes, las plantaciones de coca cayeron casi a la mitad. Pero los sembradores trocaron las grandes plantaciones por las pequeñas parcelas desparramadas por casi todos los departamentos del país, de modo que al cabo de un tiempo las cifras fueron revertidas. La gran mayoría de los campos detectados en la actualidad son nuevos.

En un país que ha realizado admirables progresos en otros frentes, la guerra contra las drogas está impidiendo que el gobierno termine con las organizaciones narcoterroristas. Entre 2002 y 2005, la política de “seguridad democrática” de Uribe logró alejar a estas organizaciones, especialmente al imperio marxista conocido como las FARC, de varias ciudades. El número de homicidios disminuyó un tercio y el número de atentados terroristas cayó dos tercios. La economía repuntó notablemente. Pero luego la campaña contra el terrorismo se empantanó por razones que no puedes ser atribuidas exclusivamente al demonio de las selvas colombianas. Las mafias que deben su existencia a la penalización de la cocaína siguen generando los fondos suficientes para igualar todos los esfuerzos que hace el gobierno para potenciar su capacidad militar (las fuerzas militares y policiales se han expandido en un tercio).

La frustración ha reabierto el debate sobre la guerra contra las drogas. Algunos políticos piden, sin ambages, la despenalización. Otros proponen mecanismos intermedios. La analista Olga González sostiene que en los últimos quince años “Colombia ha extraditado a centenares de colombianos y fumigado cientos de miles de hectáreas. Sin embargo, la cocaína sigue siendo un excelente negocio. El contubernio entre mafia y política ha llegado al poder, como registran hoy las revelaciones de la ‘para-política''”. Ellos recuerda que en los años 70 existía en Colombia un lucrativo comercio de marihuana. Cuando los estadounidenses comenzaron a cultivarla en casa, las mafias colombianas desaparecieron. ¿Por qué los laboratorios estadounidenses —se pregunta— no desarrollan la cocaína sintética para la que existe ya un prototipo? ¿O por qué los estadounidenses no desarrollan una hoja de coca genéticamente modificada que requiera menos radiación solar y humedad tropical a fin de que los consumidores puedan cultivarla en sus balcones?

Todas estas soluciones, sin embargo, chocarían con la prohibición del consumo. Y en el caso de la cocaína sintética, lo cierto es que –a pesar de la guerra contra las drogas— la auténtica es mucho más barata de producir. El debate que urge abordar es el de la despenalización. El lugar para abrir ese debate no es Colombia sino los Estados Unidos. Ningún gobierno latinoamericano podría despenalizar las drogas de forma unilateral sin provocar la ira fatal de los Estados Unidos, exponiendo a su país a feroces represalias. Un ejemplo reciente es el intento del ex Presidente mexicano Vicente Fox de promulgar un proyecto de ley sancionado por el Congreso que legalizaba pequeñas cantidades de ciertas drogas para el consumo personal. Cuando las siete plagas de Egipto cayeron sobre Fox —por cortesía de Washington—, el mandatario conservador tuvo que dar marcha atrás.

De tanto en tanto, se abre en los Estados Unidos el debate sobre la despenalización de ciertas drogas, pero se esfuma pronto. Es un tema delicado, dadas las horrendas consecuencias asociadas al abuso de su consumo. Aun así, figuras conocidas como Henry Kissinger y el fenecido Milton Friedman, o publicaciones respetadas como “The Economist”, han postulado la despenalización. Con buenas intenciones, la guerra norteamericana contra las drogas está trayendo más daños que beneficios a Colombia, uno de los más firmes aliados de Washington en el hemisferio occidental. Ello amerita reabrir el debate más pronto que tarde.

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