Cuando la moderación judicial llega demasiado lejos
En un discurso acerca del estado de la judicatura federal en la Wake Forest University la semana pasada, John McCain tocaba la canción conservadora familiar para los jueces que conocen su lugar. “Mis candidatos judiciales”, prometía, “comprenderán que existen límites claros al alcance del poder judicial, y límites claros al alcance del poder federal”.
La autoridad moral de la judicatura depende de la moderación, decía McCain, y “esta autoridad desaparece inmediatamente en cuanto un tribunal resuelve inventar la ley en lugar de aplicarla”.
El senador enfatizaba la importancia de la limitación judicial y la deferencia hacia las ramas electas gobierno, lamentando que “los jueces federales de hoy dictaminen resoluciones y veredictos acerca de cuestiones políticas que deberían decidirse democráticamente”. Criticaba a Hillary Clinton y Barack Obama por, entre otros motivos, no preocuparse “cuando cuestiones fundamentales de política social son decididas preventivamente por jueces en lugar de por el pueblo y sus representantes electos”.
¿Pero de verdad es la función propia de los tribunales dar simplemente la aprobación formal a las leyes dictaminadas por el Congreso y las legislaturas estatales? ¿Una ley se entiende constitucional plenamente porque funcionarios electos la hayan introducido en vigor? “Si mis conciudadanos desean irse al infierno“, escribía el juez Oliver Wendell Holmes, un inflexible defensor de la moderación judicial, “yo les ayudaré. Es mi trabajo”.
Fue un comentario inteligente — pero una pésima receta de cara a sustentar el sistema de los Fundadores en el que una rama del gobierno limita a las demás, o defender el importante interés de la libertad frente a la usurpación política. Muy al contrario: la deferencia judicial hacia las ramas políticas ha conducido a algunos de los peores veredictos judiciales de la historia norteamericana. Piense en Plessy contra Ferguson, el caso de 1896 que ratifica un estatuto de Luisiana que promulga la segregación racial en las instalaciones públicas. Ciertamente el Tribunal Supremo mostraba su deferencia a los legisladores electos que redactaron ese estatuto. Ello también legitimó la negación de libertades fundamentales y ayudó a asegurar su puesto a Jim Crow durante los 60 años siguientes.
Pero no tiene que remontarse hasta 1896 para encontrar ejemplos de cómo sufre la libertad cuando la contención judicial recomendable degenera en desafortunada pasividad judicial.
En un lúcido libro nuevo – La docena rastrera: cómo expandieron el gobierno y erosionaron la libertad radicalmente 12 casos del Supremo — los eruditos legales Robert Levy, del Cato Institute, y William Mellor, del Instituto para la Justicia, ofrecen una triste letanía de errores garrafales del alto tribunal en la era moderna. Los casos de La docena rastrera implican temáticas tan diferentes como la financiación de campaña, el control de armas o el derecho a desempeñar un puesto de trabajo; cada uno, escriben los autores, tuvo “un efecto destructivo sobre la política gubernamental y la ley” — ya fuera expandiendo los poderes públicos más allá de sus límites constitucionales o socavando libertades individuales que ampara la Constitución. Con bastante frecuencia, el tribunal fracasó no solamente tomando parte activa, sino no tomando la parte activa suficiente: al permitir a las ramas legislativa y ejecutiva hacer lo que querían, en lugar de obligarlas a permanecer dentro de sus límites constitucionales.
El más célebre de La docena rastrera es Korematsu contra Estados Unidos (1944), en el que el tribunal daba sus bendiciones al internamiento durante la Segunda Guerra Mundial de 120.000 japoneses americanos por parte de la administración Roosevelt, ninguno de los cuales había sido acusado de sabotaje o traición. “Nos vemos incapaces de concluir“, escribía el Juez Hugo Black como portavoz de la mayoría, “que no queda fuera de los poderes de guerra del Congreso y el Ejecutivo excluir a aquellos de ascendencia japonesa“.
En Wickard contra Filburn (1942), el tribunal ratificó el poder del gobierno estatal de imponer aranceles al trigo hasta a un pequeño granjero que consumía lo que cultivaba directamente en su granja y no vendía nada más allá de los límites del estado. El tribunal debería haber tumbado la ley como una violación flagrante de la Cláusula de Comercio Interestatal, que limita al Congreso a la regulación del comercio entre estados — algo en lo que la granja Filburn claramente no estaba tomando parte. En su lugar, el tribunal la dejó intacta, abriendo la puerta de par en par a una gigantesca expansión del control federal.
El más reciente de La docena rastrera es el execrable Kelo contra New London (2005), el cual permite que las casas privadas sean expropiadas en virtud del derecho del gobierno a expropiar terrenos para uso público y convertidas
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