10 junio, 2008

La manipulación de la pobreza

Por Juan J. Llach

Más de tres millones de nuevos empleos, reducción del desempleo del 21 al 8%, 15 millones de personas que salen de la línea de pobreza y siete millones que superan la indigencia. Tan alentadores logros sociales, inducidos por la notable recuperación de la economía desde la crisis, están hoy en grave riesgo.

También están en peligro logros referidos a una concepción más amplia e integral de la pobreza, como la analizada periódicamente en los excelentes informes del Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina. Insólito, porque ocurre en medio de la más grande oportunidad de desarrollo que el mundo le ha ofrecido a la Argentina en los últimos cien años.

Son dos las principales amenazas. Aunque se habla poco de ella, una es la fuerte desaceleración de la creación de empleos, del 4,1% anual entre 2003 y 2007 al escaso 1,6% en el último año, sólo un poco más que la oferta de trabajo. La segunda, obvia, amenaza, es la inflación. Nadie sabe cuánto es, por la distorsión de las estadísticas oficiales. Pero todo indica que los precios al consumidor están creciendo más del 20% anual, y no menos del 10%, como dice el Indec.

Esto conduce a otra manipulación: la de anunciar un 20,7% de personas en situación de pobreza y un 5,9% en indigencia, cuando desde lugares disímiles y creíbles de la sociedad -la CTA, la SEL- se estiman valores superiores, de diez y cinco puntos más para las líneas de pobreza e indigencia, respectivamente. El hecho es que, como consecuencia de la menor creación de empleos y sobre todo de la mayor inflación, está aumentando la proporción de personas en situación de pobreza e indigencia respecto de 2007. Otro motivo de preocupación que surge de esta manipulación estadística de la pobreza es que las autoridades puedan creer que los números oficiales son la realidad.

Por cierto, la atención debería concentrarse hoy en discutir seriamente qué hay que hacer para revertir la tendencia al aumento de la pobreza, y actuar al respecto rápida y eficazmente. "Los olvidados de siempre, los pobres, no están en la agenda", ha dicho Juan Carr, de la Red Solidaria. Al menos, es seguro que ocupan un lugar menor del que deberían tener.

Cabe distinguir al respecto tres estrategias. A corto plazo, una buena política asistencial. Hay bastante consenso en que el plan Jefas y Jefes de Hogar, en su momento imprescindible, que llegó a asistir a dos millones de personas y hoy alcanza a 670.000, debe ser reemplazado por mejores alternativas, centradas en superar para siempre el denigrante clientelismo, para otorgar un papel central a las políticas de reinserción laboral y educativa.

Como lo destacó un editorial reciente de este diario, no merece sino elogios el plan impulsado por el ministro Juan Carlos Tedesco, y anunciado por la Presidenta, para permitir que 1.200.000 personas terminen sus estudios primarios y otros cinco millones finalicen la escuela media.

Lo propio cabe decir del seguro de capacitación y empleo del ministerio de Trabajo, más aun si se concretara su generalización, aparentemente en estudio. Quedaría, de todos modos, la necesidad de seguir atendiendo con políticas asistenciales a muchas familias y personas. Ha tenido aspectos positivos la transición del plan Jefas y Jefes de Hogar al Plan Familias, que llega hoy a 568.000 hogares.

El más reciente programa del Ministerio de Desarrollo Social, los centros integradores comunitarios, que proveen diversos servicios, tales como la atención sanitaria, la recreación y también capacitación laboral, generan dudas por su potencial clientelismo. Ellas podrían despejarse si, como mínimo, estos centros se colocaran bajo la órbita conjunta de la Nación, las provincias, los municipios y entidades de la sociedad civil y se transformaran en agentes genuinos del desarrollo local de los barrios y de los lugares más pobres. El gesto sería muy bien visto, de más está decirlo, por toda la sociedad, y probaría la bondad de las intenciones oficiales.

Pero el combate profundo contra la pobreza requiere otras dos condiciones esenciales: el crecimiento económico sostenible, con baja inflación, y la educación de las nuevas generaciones, incluida la formación para el trabajo. Hay que lamentar que ambas condiciones aparezcan hoy con serias dificultades para jugar cabalmente su papel.

Es bien sabido que el peor impuesto a la pobreza es la inflación. Hasta hace un par de años, parecía que nuestro país había aprendido, muy duramente, esta lección. Hoy parece que no es así. La verdadera inflación en la Argentina de hoy ya está reduciendo el ingreso real de muchos jubilados, trabajadores informales y aun asalariados formales.

Por otro lado, a la mencionada desaceleración del crecimiento del empleo se agrega ahora un enfriamiento de la economía, en parte inducido por el largo conflicto con el campo, que no hará sino agravar las cosas. Aunque no es un riesgo inminente, ha vuelto a aparecer el fantasma de los violentos ciclos económicos que nuestro país ha sufrido desde hace varias décadas y que han sido la causa principal del empobrecimiento y del aumento de la desigualdad.

También la educación afronta renovados riesgos. Pese a la promisoria ley de financiamiento educativo, la distribución actual de la renta fiscal, muy concentrada en la Nación, plantea a las provincias dificultades insalvables para construir y desarrollar sistemas educativos a las alturas de las exigencias de la inclusión social y de los desafíos de la sociedad del conocimiento del siglo XXI.

Más allá de los esfuerzos de muchos gobernadores dispuestos a dar las respuestas necesarias, y de proyectos muy valiosos de la sociedad civil, en las actuales condiciones seguirán siendo realidad las "escuelas pobres para los pobres", desprovistas de condiciones básicas para brindar una educación digna.

Mientras tanto, escandalosamente, entre exenciones impositivas injustificadas y alimentos y servicios públicos artificialmente abaratados, los sectores pudientes reciben hoy subsidios del orden de 15.000 millones de pesos al año. Nadie lo sabe con precisión, porque seguimos discutiendo de oído el impacto de las políticas tributarias y de gastos públicos sobre la distribución del ingreso, ya que el último estudio al respecto tiene más de diez años.

La manipulación de las cifras de pobreza es deplorable. Pero más aun lo es arriesgar el crecimiento económico y la estabilidad de precios en aras de las pasiones políticas, para subsidiar a los sectores de ingresos elevados y distribuir unitariamente las rentas fiscales que impiden brindar educación de calidad para todos.

El autor es economista y sociólogo; profesor del IAE - Universidad Austral.

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