15 septiembre, 2008

EldiarioExterior.com
Carlos Alberto Montaner

Redoble de tambores en Panamá

Panamá está a punto de rehacer sus fuerzas armadas. Se trata de un peligroso disparate. En diciembre de 1989, tras la invasión de Estados Unidos contra la sanguinaria narcodictadura del general Noriega, los panameños decidieron renunciar a poseer ejércitos.

Carlos Alberto Montaner

Fue una demostración de sentido común. Si había un país que no necesitaba fuerzas armadas era Panamá. Dentro de sus fronteras no existían fuerzas subversivas. Su vecino del norte es Costa Rica, una nación pacífica, voluntariamente desarmada desde hace sesenta años, que no representa el menor peligro. Su vecino del sur es Colombia, un país 15 veces mayor y 14 veces más poblado, con un aparato militar considerable, con el que Panamá mantiene las mejores relaciones, y al que no le podría hacer frente veinticuatro horas si se desatara una muy improbable contienda que nadie quiere ni espera.

Panamá, por supuesto, tiene problemas de orden público, pero todos pertenecen al ámbito de la policía: narcotráfico, corrupción, lavado de dinero, alguna violencia callejera (infinitamente menor que en Guatemala, Honduras o El Salvador) y tráfico de indocumentados. Es necesario, claro, proteger el Canal de un hipotético ataque terrorista, pero ésa es una labor de inteligencia policíaca. Es verdad que la selva de Darién, esa intrincada región que separa a Panamá de Colombia, es un refugio y zona de paso de narcoguerrilleros de las FARC y el ELN, pero la persecución y control de estos sujetos es más propia de una buena guardia rural que de un inútil ejército convencional.

El ejército y la policía, aunque ambos son cuerpos armados, se organizan en torno a visiones y misiones totalmente diferentes. En nuestra tradición latinoamericana, lamentablemente, se les atribuye a las fuerzas armadas unas funciones contrarias al espíritu republicano. Se dice que son los garantes de la Constitución. Se les permite definir cuál es el supuesto ´´interés nacional´´ y, por lo tanto, actuar para defenderlo cuando la cúpula decide que debe salvar a la patria. Ellos, los militares, son la patria, y es su sagrada tarea prescribir la correspondiente Doctrina de Seguridad Nacional. La policía, en cambio, al menos en teoría, se limita humildemente a hacer cumplir las leyes bajo la autoridad de alguna instancia civil del poder judicial, como corresponde a un verdadero Estado de Derecho.

El origen de esta confusión de roles se remonta a Nicolás Maquiavelo y es anterior al establecimiento de la democracia. Fue este brillante florentino quien acuñó la frase ´´razón de Estado´´ para justificar cualquier arbitrariedad que se le ocurriera al príncipe en beneficio de sus súbditos. Pero fue contra esta idea que luego surgieron las repúblicas democráticas: el gobierno debe limitarse a crear y tutelar el buen funcionamiento de las instituciones para que los individuos, por medio de los representantes que elijan, decidan libremente el curso de acción. No es verdad que los Estados tienen intereses o ideales permanentes, y mucho menos que los cuerpos armados son los organismos llamados a defenderlos. No es cierto que existe una esencia patriótica que vive en los cuarteles.

Pero hay otro peligro: en nuestras tierras castigadas por el autoritarismo, el órgano es el que hace la función. Una vez que el Estado dispone de grandes fuerzas armadas, éstas acaban disponiendo del Estado. Los generales que tienen tanques de guerra y aviones de combate desean utilizarlos. Está en la naturaleza de su vocación. Para ilustrar este fenómeno es muy útil el caso cubano. En esa pobre isla hace cincuenta años que manda un grupo de aventureros decididos a intervenir en los asuntos del mundo entero. En los sesenta se limitaban a adiestrar terroristas y subversivos de todas partes, o a enviar guerrillas cubanas a cualquier sitio --como la que le costó la vida al Che Guevara en Bolivia--, pero en los setenta, cuando disponían de unas enormes fuerzas militares armadas por los soviéticos, mandaron los ejércitos a pelear en guerras africanas durante quince años, hasta que el descalabro de la URSS y sus satélites los obligó a regresar a sus cuarteles. Hoy, con el país en medio de las mayores calamidades y las fuerzas armadas severamente reducidas, el comportamiento internacional es mucho más comedido.

El presidente Martín Torrijos, que ha gobernado razonablemente, al final de su mandato va a cometer un inmenso error si revitaliza un organismo innecesario y contraproducente en Panamá. El país, es cierto, necesita reforzar el orden público, pero esa es una tarea que tiene diversas facetas. La primera es adecentar la vida pública, combatir la corrupción e invertir lo que haga falta en mejorar la calidad de la justicia. Esto último requiere leyes procesales más expeditas, más y mejores jueces y fiscales, y poner el acento en una policía con más recursos técnicos y mayor remuneración, bajo el control total del gobierno. Si insiste en el camino de la remilitarización del país lo que conseguirá será incubar y alimentar un monstruo que acabará devorándose a Panamá. Ya sucedió en el pasado y volverá a ocurrir.

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