05 septiembre, 2008

Mexicanos deportados por EEUU encaran penurias

Néstor Ortiz, quien se rompió una pierna al intentar ingresar ilegalmente a Estados Unidos, habla por teléfono con su hijo de 17 años desde un refugio del Ejército de Salvación en Tijuana.
Guillermo Arias / AP Photo
Néstor Ortiz, quien se rompió una pierna al intentar ingresar ilegalmente a Estados Unidos, habla por teléfono con su hijo de 17 años desde un refugio del Ejército de Salvación en Tijuana.

La puerta negra se abre silenciosamente y da a un callejón con paredes de metal corrugado. En uno de los muros alguien garabateó la expresión "Fin".

Para los mexicanos deportados por Estados Unidos, esa palabra es un recordatorio innecesario de su mala fortuna.

Cada vez que alguien cruza el puerta, se desvanece un sueño, se divide una familia y se pone fin a una vida en las sombras.

Unos 700 mexicanos son deportados diariamente por Estados Unidos y regresan a su país a pie, a través de esta puerta de Tijuana, según las autoridades mexicanas. Son campesinos, trabajadores de la construcción, delincuentes, niñeras, menores, familias enteras.

A pocos pasos del puerta, turistas estadounidenses se toman fotos. Ignoran el drama de hombres, mujeres y niños que regresan cabizbajos a una tierra que querían dejar atrás, arriesgando incluso sus vidas.

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Las deportaciones hechas por Estados Unidos aumentaron más de un 60% en los últimos cinco años. Casi dos tercios de los deportados son mexicanos. Con su retorno en masa, se revierte en parte uno de los movimientos migratorios más grandes de la historia reciente. A lo largo de la frontera, refugios que otrora usaran quienes se disponían a ingresar ilegalmente a Estados Unidos están ahora repletos de gente que regresa, que duerme en colchones tirados en el suelo, uno junto al otro.

Reporteros de AP que pasaron una semana en este sector de la frontera observaron la llegada de un autobús con deportados tras otro. Los repatriados lucen a menudo desorientados. Muchos no saben bien qué responder cuando las autoridades les preguntan de dónde son, pues han pasado decenas de años en Estados Unidos.

Los rostros de quienes desfilan por la puerta reflejan el alcance de la campaña emprendida por el gobierno estadounidense contra la inmigración ilegal.

Abundan los jóvenes. Este año han sido repatriados más de 18.000 menores de 18 años. Más de la mitad vinieron solos, según el gobierno mexicano.

También hay delincuentes. Estados Unidos no revela las nacionalidades, pero en lo que va del año deportó a unos 55.000 presos. Un individuo cruzó la frontera en pantuflas, con 80 centavos en sus bolsillos, tras ser detenido durante una violenta pelea con su esposa en el patio de su casa.

Un 13% de las deportaciones realizadas desde enero involucran a mujeres, unas 40.000 en total, de acuerdo con las autoridades mexicanas. A veces son devueltas por la noche, solas.

México debe lidiar ahora con un sector de la población que había ignorado. Y los que regresan tienen que rebuscárselas en un país que para muchos es desconocido.

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Martes por la mañana.

A las 11:03, seis adolescentes -tres niñas y tres varones- se encolumnan frente al puerta, acompañados por un funcionario del consulado mexicano.

"¿De dónde es usted?", le pregunta un empleado del servicio de inmigración mexicano a cada uno de los muchachos.

La cara de Paola Riveras está roja de tanto llorar.

Hacía solo tres horas era una de tantas mexicanas que se preparaban para ir a la escuela, al trabajo o de compras en California. Cuando llegó al mostrador donde debía responder a las preguntas de un agente del servicio de inmigración, cayó presa del pánico y siguió caminando. El agente le gritó tres veces que se detuviera. Finalmente, se le paró en frente y le puso las manos detrás de la cabeza.

Riveras le dijo en español que no tenía visa y se echó a llorar.

Explicó que quería ver a su madre, quien cruzó ilegalmente la frontera cuando ella tenía ocho años y se radicó en Los Angeles. La dejó con su padre en Chimalhuacán, un barrio pobre de las afueras de la ciudad de México. Ahora no sabe bien qué hará.

En los primeros seis meses del año fueron devueltos a México 18.249 menores de 18 años, según el gobierno mexicano. Algunos probablemente fueron repatriados más de una vez.

Los jóvenes son llevados a una oficina rodante del gobierno en la que un psicólogo y un trabajador social los ayudan a llamar a sus familiares. Los jóvenes pueden recostarse en literas o ver televisión.

Luego de llamar a una tía que vive en Tijuana, Riveras se limpia la nariz y se seca las lágrimas. Dice que no puede regresar a Chimalhuacán, donde tuvo una gran pelea cuando la familia de su padre le dijo que su madre no la quería porque había formado otro hogar en Los Angeles.

"Solo quiero estudiar y estar allá con mi mamá", expresó Riveras.

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Miércoles por la mañana.

Los reos llegan al puerta encadenados a las 10.43 de la mañana. Algunos lucen todavía sus uniformes carcelarios. Cuando les quitan las cadenas, recogen unas bolsas de papel con sus pocas pertenencias... algún cinturón, una medicina, unas monedas.

Un funcionario mexicano pone una marca junto a sus nombres en un tablero a medida que van cruzando la frontera.

Los individuos no saben qué harán con sus vidas. Y los residentes de Tijuana, una ciudad donde abunda la violencia, se preguntan qué impacto tendrán estos reos en la comunidad.

Casi una tercera parte de las 278.000 personas deportadas en el 2007 eran delincuentes que habían cumplido sus sentencias.

Alejandro Fonseca fue hallado culpable de tráfico de drogas y deportado el año pasado. Vive en Tijuana con su esposa, quien es estadounidense, y sus tres hijos, todos nacidos en Estados Unidos.

Subsisten comiendo en un refugio del Ejército de Salvación en un barrio malo próximo a la frontera. Su hija de 13 años no va a la escuela desde que llegaron porque no habla español.

Fonseca dice que su familia la está pasando muy mal, pero que esta nueva situación hizo que él se alejase de las drogas.

"Mucha gente quiere seguir haciendo las mismas cosas que hacía allí (en Estados Unidos) y lo paga caro", expresa Fonseca mientras espera que le sirvan la cena en el refugio.

Fonseca busca trabajo, pero llenar las solicitudes de empleo no le resulta fácil. Vivió 30 de sus 31 años en Estados Unidos y no domina bien el español.

"Podemos hablar español, pero no encontramos las palabras exactas", explica.

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Jueves por la mañana.

Néstor Ortiz lucha con las muletas mientras trata de incorporarse a la fila frente al puerta a las 11.30 de la mañana, para ser devuelto a México por tercera vez en diez días.

Ortiz trabajó como carpintero en Estados Unidos diez años, hasta que un policía lo detuvo y comprobó que no tenía licencia de conducir. No la había sacado porque era indocumentado. La vida que había creado súbitamente se desmoronó.

Desesperado por reunirse con su familia, le pagó 3.000 dólares a un coyote para que lo hiciese cruzar a pie el desierto de Arizona la primera vez que ingresó ilegalmente a Estados Unidos. La vez siguiente, hizo el cruce en un auto conducido por un residente de Estados Unidos. En otra ocasión escaló un muro de metal corrugado de casi siete metros (20 pies) que separa Tijuana de San Ysidro y saltó desde esa altura, partiéndose en varios sectores una pierna.

Hace gestos de dolor al moverse. Los funcionarios mexicanos lo ayudan.

Todavía luce la cinta que le pusieron en el brazo en el Scripps Mercy Hospital de San Diego, donde se despertó esta mañana, tres días después de que los médicos le colocaron una placa de metal que va desde la cadera hasta el tobillo.

"¿Qué puedo hacer? No tengo a nadie aquí", dice Ortiz, quien tienen 39 años.

Una ambulancia lo lleva al Intituto Nacional de Migración. Un paramédico le dice que si no controla la hinchazón, puede perder el pie.

"No te debieron haber deportado tan pronto después de la operación", dice el paramédico.

Ortiz, quien está separado de su esposa, llama por teléfono a sus dos hijos en California desde el refugio del Ejército de Salvación.

"Ya no voy a regresar. No puedo caminar. Tengo los dos pies mal", le explica a Juan, un hijo de 17 años

Le pide que considere la posibilidad de irse con él a Tlalnepantla, el sitio donde nació, en las afueras de la ciudad de México.

La conversación se pone tensa. Juan vive en Estados Unidos desde que tiene siete años y no quiere dejar a sus amigos.

"No puedes estar solo allá", le dice el padre. "Terminas high school (la escuela secundaria) y después puedes venir a vivir aquí. Por lo menos aquí tienes tus abuelos, tus primos. ¿Allá qué tienes?".

Ortiz respira hondo y trata de disimular su dolor.

Le dice a su otro hijo, Néstor, de 23 años, que suspenda su asociación a un gimnasio, ponga su Chevrolet Suburban bajo su nombre y se lleve a Juan a vivir con él.

"Pórtate bien hijo. Sigue trabajando, cuídate y échate ganas", afirma.

A las 9.30 de la noche del jueves, llegan a la puerta seis mujeres y una niña de siete años. Las agrupaciones que velan por los derechos de los indocumentados le han pedido a Estados Unidos que no deporte mujeres y niños de noche, en vista de la violencia que impera del lado mexicano de la frontera.

Dominga Bejar, de 37 años y a quien se le encontró un pasaporte falso, cruza iluminada por reflectores. No está muy convencida de tomar un taxi sola.

"Es muy peligroso aquí. Me da mucho miedo de salir afuera", comenta.

Blanca Villaseñor, quien dirige un refugio, dice que con frecuencia los estadounidenses deportan mujeres después de las 9.00 de la noche.

"Las deportan a cualquier hora, a las 10, a media noche, y en algunos casos terminan en la calle o duermen en las oficinas de migración", señala.

Julius Alatorre, empleado del puesto de control fronterizo de San Diego, dice que "hacemos lo posible por no deportar mujeres o juveniles cuando oscurece", pero que a veces las mujeres quieren regresar de inmediato.

Bejar relata que no ve a su hijo de 15 años ni a su hija de 11, ambos nacidos en Estados Unidos, desde que los dejó con su esposo en Montclair, California, en enero, para asistir al entierro de su padre en Colima. Ahora quiere regresar a Montclair, donde vivió 16 años.

"Voy a pasar. No sé cómo, pero voy a regresar", aseguró.

Un voluntario de la Casa de Migrantes le ofrece a ella y varias otras personas llevarlos al refugio de Tijuana.

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Viernes por la mañana.

Edgar, un michoacano de 10 años, se detiene en la puerta y mira a su alrededor con sus ojazos marrones, llenos de pánico. Lleva consigo una revista de historietas que le dio un empleado consular y trata de contener las lágrimas. Quiere saber dónde está su madre.

No la ve desde que lo dejó el día previo en la casa de una coyote en Tijuana. Durante la noche practicó cómo dar un nombre falso y responder a otras preguntas en inglés.

Se pusieron en la cola del puesto fronterizo a las 8.00 de la mañana. La coyote le dijo a los empleados de inmigración estadounidenses que era su madre y lo llevaba a la escuela de San Ysidro. Mostró una visa verdadera, con la foto de Edgar.

Edgar dio bien su nombre falso, Manuel Flores. Pero cuando le preguntaron el nombre de su maestra y el de su abuela, no supo qué decir. Los hicieron a un costado y los detuvieron.

María Guadalupe Ríos, coordinadora del servicio de protección del menor de Baja California, dice que los padres no se animan a regresar a México a visitar a sus hijos y que en cambio los hacen ir a vivir con ellos a Estados Unidos, sin papeles.

Si un menor es devuelto a México varias veces, el servicio de protección del menor se hace cargo de él temporalmente y habla con su familia.

"Es una experiencia humillante", dice Ríos. "Hay un parte noble por parte de las familias, lo que quieren es unirse. Pero los están exponiendo a una situación de peligro".

Edgar cuenta que sus hermanas menores lograron cruzar y están con su padre en California. Su madre espera que él cruce para irse ella también. Pero tiene miedo de volver a intentarlo.

"Quiero irme con mi mamá" a Michoacán, afirma.

Detrás suyo, se cierra la puerta una vez más, poniendo fin a un capítulo en las vidas de un grupo de deportados, mientras se espera el siguiente.

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