24 abril, 2011

LA TEORÍA DE LA PAUPERIZACIÓN

LA TEORÍA DE LA PAUPERIZACIÓN

Berta Garcia Faet

La segunda teoría explicativa de la desigualdad mundial que vamos a tratar es la teoría de la pauperización. Como ya adelantamos en el primer artículo sobre esta problemática, el espíritu marxista impregna inevitablemente todos los puntos de partida de las teorías que se utilizan actualmente. La teoría de la pauperización, más que recibir la influencia del marxismo de una forma vaga y retórica, aunque efectiva, como era el caso de la teoría del intercambio desigual, es la teoría marxista por excelencia que aún se empeña en resistir: más de un siglo después hay quien sigue agarrándose al clavo ardiendo de la pueril tesis de la lucha de clases y la absurda idea del capitalismo como monopolio. Y todo por no dejar de odiar a Occidente, que queda como muy profundo.

Esta teoría –patrocinada una vez más por el incansable Samir Amin, que estará allí donde haya que criminalizar el mercado libre– es bastante sencilla, y al lector le sonará porque, como decimos, la cantinela es la de siempre: el capitalismo concentra la riqueza en unos puntos del planeta, agrava la polarización social, provoca un descenso de los salarios hasta que se atascan en el de subsistencia, hace aumentar progresivamente las clases bajas en detrimento de las clases medias y altas –hasta el punto de que desembocamos en una sociedad con tan sólo dos clases– y, sobre todo, genera excluidos del sistema. Y esto no sólo en el siglo XIX sino también en el siglo XX, especialmente en su segunda mitad.

Si están pensando que esto no tiene ningún sentido, que resulta obscenamente simplista y que salta a la vista que esta teoría manipula la realidad en vez de explicarla –como cabría esperar de una teoría científica–, tienen toda la razón. Pero vayamos por partes.

En un sentido sociológico, resulta totalmente incorrecto hablar de "dos clases sociales antagónicas". Algunas corrientes sociológicas, como por ejemplo la funcionalista, plantean que esta dicotomía es imposible en tanto que el sistema no tiene "dos necesidades antagónicas". Al contrario: los individuos tienen múltiples necesidades subjetivas que se satisfacen en el mercado gracias a la división del trabajo.

Si observamos el panorama de la estratificación social contemporánea, observamos dos detalles, imbricados entre sí: por una parte, cada vez más las sociedades occidentales tienden a basarse en el logro y no en la adscripción –subyace, naturalmente, la idea de la movilidad social conectada a la eficiencia de la división del trabajo–; por otra parte, si consideramos el concepto de clase social útil para analizar los modelos de vida –que, por lo demás, son cambiantes–, vemos que resulta aterradoramente unidimensional y científicamente pecaminoso hablar de dos o, a lo sumo, tres clases. Goldthorpe, un sociólogo clave no precisamente liberal, distingue, basándose en la tipología del empleo, nada menos que entre siete clases; esto no resulta exagerado analizando los numerosos tipos de trabajo, cada vez más especializados y propios del sector servicios-conocimiento, sólo resulta novedoso: estamos acostumbrados a que se ignore a los neoweberianos.

Lo que hay que resaltar, sin embargo, no es que haya muchas más clases sociales que las dos clásicas marxistas, sino que éstas no tienen ni conciencia social preestablecida ni intereses contrarios e incompatibles: simplemente, la división del trabajo y del conocimiento es un hecho, y cada individuo cumple su función aceptando las reglas del juego y persiguiendo su propio interés. Las clases sociales no son marcas del destino o determinantes de la personalidad, son construcciones mentales humanas para aproximarnos al contenido del complejo fenómeno de la estratificación. Por supuesto que hay imperfecciones –fundamentalmente las rigideces del mercado de trabajo y demás restricciones institucionales–, pero, siendo precisamente éstas las que dificultan la creación de riqueza flexible, dinámica y libre, son las que exigen, haciendo gala de la más absoluta irresponsabilidad e ignorancia, los neomarxistas de la teoría de la pauperización.

El otro pilar de esta teoría es el que se refiere al empobrecimiento progresivo de las clases bajas (el ejército de reserva que, al emplearse en masa, ve su salario reducido hasta el mínimo necesario para su supervivencia), paralelo al enriquecimiento de una élite que se apropiaría de la plusvalía. Esta idea es falsa tanto vista desde el punto interno de los países como vista según el mercado internacional. En el seno de los países desarrollados, se ha producido una espectacular multiplicación cuantitativa y cualitativa de lo que, por simplificar, se llaman las clases medias; los individuos que no prosperan o que, por mejor decir, se quedan encerrados en círculos viciosos de pobreza, no son precisamente los que están integrados laboralmente –con salarios más altos o más bajos– sino que, en general, su pobreza se debe a otros motivos mucho más graves y difíciles de solucionar: viudas ancianas, familias monoparentales con empleos de media jornada (más grave si además cuentan con miembros dependientes tales como niños, disminuidos psíquicos o físicos), inmigrantes ilegales, etc. No existe la explotación: muy al contrario, el factor decisivo de riqueza o, al menos, de no pobreza, es la posesión de un empleo.

En cuanto al mercado internacional, al margen de las deficiencias internas de los países –en muchos casos políticas–, ¿acaso no prosperan los países que se integran a la globalización económica? Pensemos en Asia, cómo se ha incorporado –parcialmente, y aún así ya brilla– a la división del comercio internacional, y en el sangrante continente de África. La competencia y la inclusión en el mercado global no es un factor platónico y aislado a la hora de crear riqueza: está en estrecha relación con la extensión de los derechos individuales y la propiedad privada que permita el desarrollo de las iniciativas empresariales, el ahorro y la acumulación de capital. Y no es cierto, como arguyen teóricos como Zygmunt Bauman (con su tesis de las "vidas desperdiciadas"), que a Occidente no le interese la integración del resto del mundo; una cosa es la hipocresía y el oportunismo político –subvencionar al colectivo de los agricultores europeos es políticamente rentable y muy jugoso– y otra es que, por la naturaleza del mercado libre, sea mejor dejar escapar oportunidades de ganancia.

Por último, comentemos la idea de que el salario del ejército de reserva tiende a restringirse "espontáneamente" hasta sus mínimos (con la resultante acumulación de capital en unas pocas manos que se apropian del excedente).

En primer lugar, es necesario aclarar de una vez por todas que el salario es un precio más, y lo contrario se basa en dos de las más graves falacias de la historia de la Ciencia Económica (que debemos agradecer a Marx): la distinción radical entre capital constante (no generador de "plusvalía") y capital variable (generador de "plusvalía"), y la distinción, en el mismo sentido absurda, entre "valor de uso" y "valor de cambio". El capital variable (el que se refiere a la fuerza de trabajo) no funciona en el mercado de forma diferente al capital constante, y ello porque en ambos casos su valor de uso, es decir, la utilidad subjetiva que reporta a un individuo en concreto, está en relación con su valor de cambio, esto es, la relación histórica de intercambio o el precio de mercado. Decir que el valor de uso no tiene ninguna relación con el valor de cambio es ilógico e inadmisible: ¿por qué otro motivo, si no es por su utilidad, iba a intercambiarse un bien? El trabajo, como servicio, está sujeto a las mismas leyes de la racionalidad y beneficio mutuo del intercambio; no hay ninguna "excepcionalidad del trabajo" como hubiera, supuestamente, en tiempos de los neoclásicos, una "excepcionalidad de la tierra". O dicho con otras palabras, el servicio del trabajo está sujeto a la oferta y la demanda como cualquier otro bien o servicio, y ya a priori es altamente improbable que los individuos acepten salarios secuencialmente primero altos y luego bajos o, mejor dicho, es imposible que acepten salarios que no les sean netamente beneficiosos: sería intercambiar un bien por un mal.

En segundo lugar, asegurar que el salario tiende al de subsistencia naturalmente supone sostener implícitamente las tesis malthusianas –ampliamente refutadas por la vía de los hechos– y asirse a la ley de los rendimientos decrecientes de la agricultura, como explica José Ignacio del Castillo, sin tener en cuenta otras leyes económicas igualmente válidas que la complementan, suavizan e incluso anulan, como es la de que las innovaciones tecnológicas mejoran la productividad. No es correcta teóricamente, por tanto, esta supuesta tendencia; lo cierto es que la realidad tampoco parece dotarla de validez.

En conclusión: ¿creen que es honesto intelectualmente seguir aferrándose a Marx para explicar la desigualdad mundial, disimulando carencias de conocimiento y acallando malas conciencias sin ningún tipo de seriedad científica? Yo no lo creo. Lamentablemente, nuestros intelectuales más alborotadores e influyentes por lo visto sí.

No hay comentarios.: