13 mayo, 2011

La lucha contra el terrorismo

La lucha contra el terrorismo: Un bisturí, no un martillo

por David Rittgers

David Rittgers es analista de políticas legales del Cato Institute.

No hace falta decir que la muerte de Osama bin Laden es una buena noticia. Pero más que eso, es un momento de aprendizaje sobre cómo EE.UU. debe conducir de ahora en adelante su lucha contra el terrorismo.

El asesinato selectivo es un componente esencial de la lucha contra Al Qaeda. Gran parte del debate público se ha centrado en el uso de vehículos aéreos no tripulados para llevar a cabo los asesinatos selectivos —un énfasis equivocado en los medios y no en los fines. La lucha internacional contra el terrorismo es principalmente una campaña de inteligencia, y la aplicación selectiva de la fuerza letal es más efectiva que el despliegue de grandes operaciones militares en las naciones musulmanas. Un bisturí, no un martillo, debe ser nuestra principal herramienta para combatir el terrorismo.

En cierto modo, la muerte de bin Laden no es sólo una noticia, sino un acontecimiento que confirma muchas cosas que hemos sabido durante años. El escondite de bin Laden no era una cueva, sino una mansión en un complejo residencial acomodado de militares retirados paquistaníes —lo que confirma que Pakistán es un aliado conflictivo y que elementos de su inteligencia están trabajando para el bando contrario.

La nominación del General David Petraeus para tomar el liderazgo de la CIA envió señales de un esfuerzo de inteligencia continuo contra de los terroristas internacionales. La emboscada que asesinó a bin Laden ejemplifica el nuevo enfoque de la administración Obama. El éxito brillante de esta operación muestra la notable mejora que ha experimentado nuestra capacidad de inteligencia a lo largo de la última década.

La muerte de bin Laden resalta que Al Qaeda no logró su meta imposible: el establecimiento de califato musulmán global que viviese bajo su visión nihilista del mundo. Tan pronto Al Qaeda hubiera dejado huellas para que el personal de operaciones especiales de EE.UU. atacara o bombardeara, serían aniquilados. Al Qaeda en sí no representa una amenaza existencial para EE.UU. –pero puede provocarnos a sacrificar nuestra sangre, recursos y libertades a tal punto que no reconozcamos la sociedad que nos propusimos defender.

Ahora es el momento de reflexionar acerca de nuestra política de lucha contra el terrorismo. Los terroristas no son sobrehumanos. Tenemos que priorizar el gasto en seguridad nacional adoptando las medidas más efectivas, tal como lo hacemos en cualquier otra área. El terrorismo es una táctica empleada por actores débiles con la intención de conducir a sus víctimas a la histeria y a la reacción exagerada.

Bin Laden describió su estrategia exactamente en estos términos: “Todo lo que tenemos que hacer es enviar dos combatientes musulmanes al punto más al este para que levanten un manto donde esté escrito ‘Al Qaeda’, y de esta manera hacer que los generales estadounidenses se apresuren a llegar a este lugar, causándole a EE.UU. pérdidas humanas, económicas y políticas”. Es hora de dejar de jugar este juego de la manera que Al Qaeda quiere que lo hagamos y traer de vuelta lo antes posible a nuestras tropas en Irak y Afganistán. El camino sostenible en la lucha contra el terrorismo comprende una mezcla de cooperación de inteligencia, acción directa, y entrenamiento de aliados regionales, no la utilización de tropas a perpetuidad como una fuerza policial para el tercer mundo.

EE.UU. necesita este momento. Con tres guerras, una economía que no levanta y una continua pelea partidista respecto al presupuesto, esta buena noticia puede darle al país un nuevo aliento. También es apropiado que el presidente haya ordenado el ataque luego de jugar golf y antes de asistir a la cena para los corresponsales de la Casa Blanca: contrario a los mejores esfuerzos de Al Qaeda, la vida sigue, las cicatrices de una nación sanan y EE.UU. perseverará y prosperará.

Celebrar el día de la victoria sobre Obama bin Laden no es el fin del camino, pero no deja de ser un hito importante. Ojalá este momento le permitirá cerrar un capítulo a aquellos que perdieron a seres queridos el 11 de septiembre de 2001 o durante la década de guerra que hemos experimentado desde entonces. La muerte de bin Laden constituye una estaca en el corazón de un enemigo perjudicial para la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.

De dictadores y lacayos

De dictadores y lacayos: los ominosos paralelos de Chávez y Humala

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por Carlos Atocsa

Carlos Atocsa es Jefe del área jurídica del Instituto Pacífico y miembro de Acrata. Obtuvo su título de Derecho en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y fue editor de la revista Ortodoxia Liberal.

Hace como seis años, una empresa de televisión por cable local incluía en su paquete el canal estatal venezolano VTV (Venezolana de Televisión). Esta estación propalaba “Aló Presidente”, una especie de maratón televisiva de la más baja estofa, en donde Hugo Chávez fungía de moderador (¡vaya ironía!) y se encargaba semanalmente de bravuconear sobre su revolución “bolivariana” y hacerles recordar a los demás quién mandaba en su país. Lo veía de vez en cuando, absorto, siendo testigo de cómo un pueblo, en pleno siglo XXI, sucumbía a la más primitiva campaña de demolición de sus instituciones democráticas y de su economía.

Ante el auditorio mejor pagado de la nación (ministros, generales, funcionarios, militantes gobiernistas, etc.), el líder del autodenominado “socialismo del siglo XXI” contaba chistes (que curiosamente todos, al unísono, encontraban muy risibles), ordenaba el cierre de medios de comunicación, anunciaba confiscaciones y estatizaciones, promovía la ocupación de predios de propiedad privada, azuzaba a sus hordas (los temibles “círculos bolivarianos”, armados y financiados con recursos públicos) a amedrentar a los seguidores de la oposición, entre otras tropelías. Y todo en vivo y en directo.

Observando a todos esos sujetos que, imperturbables, tenían que asistir horas y horas aplaudiendo y festejando las ocurrencias del líder del cual dependían sus sueldos, me preguntaba yo si esas delirantes imágenes podían repetirse en mi país.

¿Existirán en el Perú personajes como ese José Vicente Rangel (que fungió de vicepresidente y de canciller), Aristóbulo Istúriz (un mediocre lisonjero que fue ministro de educación), Nicolás Maduro (un rufián que llegó a ser nada menos que el presidente del Poder Legislativo) o Mario Silva (el conductor con modales de sicario de ese esperpento televisivo llamado “La Hojilla”, que varias veces se ocupó del Perú), todos estos impresentables secuaces y lamebotas que son tan indispensables en toda dictadura?

Pues sí, sí existen, y están embarcados todos en la versión peruana del modelo chavista, la del teniente coronel Ollanta Humala. Está Omar Chehade, un discreto abogado que hoy es candidato a la primera vicepresidencia, que se arroga el dudoso mérito de ser campeón de la lucha anticorrupción cuando su propio estudio asesoró a Julio Salazar Monroe (un conocido cómplice de Montesinos), mientras él ostentaba el pomposo cargo de procurador anticorrupción. Está Javier Diez Canseco, que ya resignado a no ser el “Lula” peruano (él fue el primero en seguir de cerca el proceso del PT brasileño) le ha vendido esa idea, no a un sindicalista como Mario Huamán (el líder de la central obrera peruana), sino a un militar fascista como Humala (que gustosamente la compró por pura estrategia electoral, ya que en los hechos su propuesta sigue siendo chavista), en una demostración más de lo extravagante e incoherente que es esta propuesta política.

Pero también están esos oportunistas de última hora que, bajo el efecto Bandwagon, se han subido al Jeep de Humala. Están Kurt Burneo, que junto con su ex líder Alejandro Toledo acuñaron antes de la primera vuelta la frase “salto al vacío” cuando se referían a la candidatura de Humala y que, en un acrobático salto dialéctico, ahora sostiene —convertido en el responsable de defender la reducción o jibarización1 de ese mamotreto estatista que es el plan de gobierno chavista de Gana Perú a un inofensivo documento de dos hojitas2, en un caso más de descarada tomadura de pelo al electorado— que no era para tanto y que en verdad se trataba de un “salto a la piscina, pero con agua [sic]”; Humberto Campodónico, que hasta ahora no nos explica por qué las políticas estatistas bolivianas en materia de hidrocarburos, que tanto alababa y que terminaron en un estrepitoso fracaso con el reciente “gasolinazo”, puede ser exitoso ahora en nuestro país; Baldo Kresalja, que promovió en el 2004 la regulación estatal de los contenidos en los medios de comunicación; o Francisco Eguiguren, que después de publicar varias decenas de artículos y libros sobre el fracaso de la Constitución de 1979, esta vez, al parecer, se apresta a ser protagonista estelar de la desaparición de la actual de 1993.

Son los tontos útiles (useful idiots), en la expresión atribuida a Lenin, que todo dictador necesita en su travesía al poder. Luego los empleará y cambiará3 o los expulsará con desprecio por tener ese origen oportunista y porque incluso a ellos les resultará intolerable el nivel de servilismo que les exigirá el autócrata, que para mantener su régimen no conoce otra forma de lealtad más que no sea la sumisión absoluta.

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