09 mayo, 2011

Sicilia y los católicos de izquierda

Sicilia y los católicos de izquierda

Esa simbiosis de caridad cristiana y justicia social es, a mi juicio, sumamente venturosa: lleva a luchar por un país y un mundo más justos con una inmunidad al rencor a cuestas. Se trata de una brega de amor y dignidad, una indignación impregnada de misericordia y perdón.

Agustín Basave

La Marcha por la Paz que encabezó Javier Sicilia trajo a mi mente una casta de mexicanos que me merece el mayor de los respetos. Me refiero a los católicos de izquierda, a aquellos que encuentran en su fe el sustento de su afán justiciero. Su origen es el Concilio Vaticano II y la CELAM de Medellín y de Puebla, y su espectro abarca desde las posturas radicales hasta las moderadas, lo mismo la Teología de la Liberación que el Movimiento Familiar Cristiano. Por sus filas han pasado obispos como don Sergio Méndez Arceo, don Samuel Ruiz o don Manuel Talamás, y sacerdotes como José Llaguno y los jesuitas Enrique Gutiérrez Martín del Campo, Porfirio Miranda, Luis del Valle y Ricardo Robles. A riesgo de incurrir en graves omisiones y a sabiendas de que hay muchos más, cito sólo a algunos de los más notables que —en su caso la frase sí es certera— ya han pasado a mejor vida. Huelga agregar a don Arturo Lona y a don Raúl Vera, quienes simbolizan el relevo generacional dentro de esa tendencia de la jerarquía eclesiástica.

Pero son los laicos a quienes quiero referirme en esta ocasión. Pienso en José Álvarez de Icaza, desde luego, y en los discípulos o lectores de Iván Illich, entre los que está precisamente Sicilia. CENCOS, CIDOC, Ixtus, en torno a éstas y otras instituciones ha girado en buena medida la izquierda católica seglar en México. Hubo profesionistas tan estimables como Jaime González Graf y hay escritores y periodistas de fuste como Vicente Leñero y Froylán López Narváez. Tengo para mí que Gabriel Zaid y Miguel Ángel Granados Chapa, si bien son frutos distintos, vienen de esa simiente. Y en organizaciones defensoras de los derechos humanos de inspiración y dirección religiosa como el Centro Vitoria de Miguel Concha, el Centro Pro de Luis Arriaga o el Centro Carrasco de Alejandro Solalinde, trabajan hoy muchos voluntarios de la sociedad civil cuyos nombres desconozco pero cuyo valioso trabajo reconozco.

Yo comulgo con la vertiente más centrista de esa tradición que se ha abierto paso en nuestro México jacobino. Quiero decir, me identifico con quienes rechazan la violencia como medio de reivindicación pero saben que ser católico implica comprometerse con los que menos tienen. Ahí se sitúan varios de los mexicanos más admirables que he conocido. Esa simbiosis de caridad cristiana y justicia social es, a mi juicio, sumamente venturosa: lleva a luchar por un país y un mundo más justos con una inmunidad al rencor a cuestas. Se trata de una brega de amor y dignidad, una indignación impregnada de misericordia y perdón. Hay valentía, nunca claudicación, pero la guía no es el odio sino la generosidad. Los mejores representantes de esa escuela son una suerte de misioneros de la esperanza. Tienen la fortaleza espiritual que les permite resistir todas las tentaciones, lo mismo la de la rendición que la de la venganza. Por eso no son cooptados por el poder ni por la ira.

El viernes fui a Topilejo a darle un abrazo solidario a Javier Sicilia. Por unos instantes vi en sus ojos el dolor y el cansancio, escuché en sus palabras la convicción y la incertidumbre. Con todas las dudas propias de quien se aleja de la soberbia, percibí una certeza: si la sociedad no asume su compromiso no habrá salvación. No tiene por qué proponer una estrategia específica para combatir al crimen organizado: impulsa a la acción ciudadana para demandarla. No es poca cosa. Nada cambiará mientras los mexicanos no nos demos cuenta de que somos nosotros los que nos estamos corrompiendo cada vez más, y que la inefable guerra contra el narco amenaza con destruir las fibras mismas de la nación.

Sicilia habla de refundar a México. Tiene razón: de ese tamaño es nuestra crisis moral. Justamente por eso, porque nuestro país está moralmente dañado, porque antes que otra cosa necesitamos un renacimiento axiológico, recuerdo ahora al catolicismo progresista. Por supuesto que también requerimos planes y proyectos específicos contra la delincuencia y que ésos deben hacerlos los expertos, pero el más sofisticado de esos planes y el más sesudo de esos proyectos fracasarán si los mexicanos seguimos sucumbiendo a la corrupción. Por lo demás, no veo contradicción entre tirios y troyanos: hay que culpar a los hijos de puta que matan y secuestran y extorsionan —sean los criminales o sus cómplices en las policías o en los aparatos de seguridad— y hay que asumir nuestra parte en la depuración ética de la sociedad. Lo que no tenemos por qué hacer es reclamarles a los delincuentes que nos cuiden, ni siquiera que nos dejen de hostigar, porque no son ellos nuestros interlocutores. Ésa es la responsabilidad de los gobernantes, a los que les pagamos para que cumplan con su principal función que es proteger la vida de los gobernados. En fin. Después de la marcha del silencio elevemos la voz todos, católicos y no católicos, para exigir piedad por la patria.

POSDATA: Vaya con estas líneas mi agradecimiento a Enrique Beascoechea, distinguido católico de izquierda, por los datos que me proporcionó para escribir este artículo.

*Director de Posgrado de la Universidad Iberoamericana

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