29 agosto, 2011

Dicen que Occidente huele a cadáver

Juan Pablo Cardenal

En unos días se cumplirá el tercer aniversario del colapso de Lehman Brothers, que es la fecha que marca oficialmente el inicio de la actual crisis que, lejos de disiparse, está recrudeciéndose y haciéndose fuerte.

En este tiempo, los zarpazos de la crisis han provocado estragos en Occidente como nunca antes: han mostrado las debilidades -y excesos- del sistema, su falta de respuestas y las carencias de la clase política. Con todo, mientras la crisis se cebaba con Grecia, Portugal e Irlanda, salpicaba a países periféricos más importantes como España e Italia o, incluso, sacudía también a un Japón habituado desde los años 90 a vivir en el filo de la navaja, las cosas parecían estar dentro de un guión asumible.

Sin embargo, las perspectivas son ahora mucho más pesimistas toda vez que es al todopoderoso EEUU, referencia de la economía mundial, al que le tiemblan las piernas. Su economía no logra remontar, su impoluta calificación crediticia ha sido mancillada por vez primera y el otrora redentor Barack Obama se diluye como un azucarillo en medio de las expectativas creadas.

Si a ello unimos el impacto psicológico de haber coqueteado con el default y los reveses militares en Afganistán, la sensación que asalta a muchos observadores es que Estados Unidos y, por elevación, la vieja Europa muestran síntomas que confirman inequívocamente su decadencia. Estamos, arguyen, ante el principio del fin de la hegemonía occidental.

La convicción de que Occidente huele a cadáver se argumenta no sólo en base a los propios desaguisados, sino también -y muy especialmente- por el renacer imparable de China, el país llamado a sustituir a EEUU en el papel de primera potencia mundial. Que el país comunista fuera el menos afectado por la crisis de 2008, que sus bancos evitaran el contagio tóxico, que a día de hoy siga creciendo al 9 por ciento o que sus reservas de divisas superen los tres billones de dólares da a sus defensores la munición habitual para ir incluso más lejos y proclamar las fortalezas y bondades de un sistema chino que, dicen, es mucho más eficiente y fiable que el occidental. Vamos, que los chinos nos han mojado la oreja y nos van a desbancar por méritos propios.

EEUU y Europa tienen trabajo pendiente

A estas alturas, no cabe ninguna duda de que EEUU y Europa tienen mucho que reparar. Y que los errores cometidos los pagaremos muy caros durante quién sabe cuánto tiempo. Pero de ahí a proclamar que el modelo que emana de la mayor dictadura del planeta es la panacea y el camino a seguir, media un abismo.

Primero, porque casi nunca las cosas son en China como parecen: por ejemplo, el milagro chino existe sólo porque quienes aluden a él eliminan de la ecuación los factores negativos -trágicos en muchos casos- que acompañan a sus logros. En un país normal, por tanto, la fórmula del milagro chino sería inadmisible.

Del mismo modo, también hay que relativizar la importancia de las fabulosas cifras macroeconómicas chinas, porque en todas las variables no cuantificables económicamente que son también decisivas para el bienestar, Pekín fracasa estrepitosamente.

Y en segundo lugar no podemos obviar tampoco la perversidad del sistema chino, el cual, desde la explotación laboral hasta la represión financiera que sufren los ahorradores chinos, está basado en que unos pocos (que por la magnitud china suman entre 100 y 200 millones de personas) se hagan de oro a costa de la mayoría. ¿Es esa sociedad desigual, injusta y sometida a la voluntad y caprichos de quienes mandan el modelo por el que suspiran quienes celebran la decadencia occidental?

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