19 agosto, 2011

Los bajos tipos de interés no son una carta blanca para el despilfarro

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por Juan Ramón Rallo

Juan Ramón Rallo Julián es Director del Observatorio de Coyuntura Económica del Instituto Juan de Mariana (España).

Los keynesianos utilizan a menudo el argumento de que el problema real de la economía estadounidense es el desempleo y no el déficit. Cómo podría el endeudamiento ser un quebradero de cabeza si los tipos de interés se encuentran en mínimos históricos y, por tanto, lo que están pidiendo a gritos los inversores es que el Gobierno se endeude a ese bajísimo coste para invertir en lo que sea. Leamos si no a Paul Krugman:

¿Qué conllevaría una respuesta real a nuestros problemas? Ante todo, por el momento conllevaría más gasto gubernamental, no menos; con un paro masivo y unos costes de financiación increíblemente bajos, deberíamos estar reconstruyendo nuestras escuelas, carreteras, redes de distribución de agua y demás. Conllevaría unas medidas agresivas para reducir la deuda familiar mediante la condonación y la refinanciación de las hipotecas.

Por supuesto, cuando los costes a los que puede financiarse un agente se reducen, muchos proyectos que antes no le eran rentables pasan a serlo y, como consecuencia, le resulta ventajoso endeudarse para emprenderlos. Siendo así, todo parecería indicar que necesitamos más y no menos deuda pública: si el Estado se endeuda más, gastará más y generará más empleo.

Sólo hay un pequeño inconveniente: el objetivo de un sistema económico no es generar empleo, sino riqueza. Generar empleo es algo relativamente sencillo: mantener a la gente ocupada, sin nada valioso que hacer, lo puede conseguir —y de hecho lo consigue— cualquier dictadorzuelo de tres al cuarto. Lo complicado, lo excepcional, es generar riqueza: esto es, destinar los escasísimos recursos de una economía a fabricar los bienes de consumo presentes y futuros que resulten prioritarios para los individuos.

El paro que en este momento carcome a las sociedades occidentales es una expresión de que, con el estallido de la crisis, los empresarios todavía no saben (porque la incertidumbre es muy alta y todavía no está claro a qué deben dedicarse) o no pueden (por las enormes regulaciones y la sangrante carga fiscal) cuáles serán los modelos de negocio que funcionarán y en los que podrán darles un uso productivo a esos trabajadores. No es que no haya en abstracto lugares donde mantenerlos ocupados, sino que no se conocen maneras de darles un empleo donde produzcan más riqueza (en forma de bienes y servicios ofrecidos al mercado) de la que consumen (en forma de los bienes y servicios demandados con sus salarios).

Para buscarles un empleo que no destruya riqueza, el Estado no sólo debe mirar su bajo coste de financiación, sino también la rentabilidad esperada de los proyectos que desee emprender. Claro que conocer cuál es la rentabilidad de los proyectos que patrocina el Estado no es tan sencillo, más que nada porque el repago de la deuda pública no se sufraga merced a los beneficios de las inversiones públicas concretas, sino merced a los impuestos generales sobre toda la economía. Ludwig von Mises lo tenía bastante claro en La acción humana:

Quien invirtiera sus fondos en el papel emitido por el Gobierno o por las entidades paraestatales quedaría para siempre liberado de las insoslayables leyes del mercado y del yugo de la soberanía de los consumidores. Ya no habría de preocuparse por invertir su dinero precisamente en aquellos cometidos que mejor sirvieran los deseos y las necesidades de las masas. El poseedor del papel del Estado estaba plenamente asegurado, a cubierto de los peligros de la competencia mercantil, sancionadora de la ineficacia con pérdidas patrimoniales graves; la imperecedera deidad estatal le había acogido en su regazo, permitiéndole disfrutar tranquilamente de su patrimonio. Las rentas de tales favorecidos no dependían ya de haber sabido atender del mejor modo posible las necesidades de los consumidores; estaban, por el contrario, plenamente garantizadas mediante impuestos recaudados gracias al aparato gubernamental de compulsión.

O dicho de otro modo, el Estado genera subvenciones cruzadas a gran escala dentro del sistema económico: emplea los impuestos que recauda a partir de las ganancias de unas empresas para tapar las pérdidas de sus inversiones públicas. Cuán distintas serían las cosas si la deuda pública se emitiera para acometer inversiones concretas y específicas cuyos beneficios actuaran como única garantía de esa deuda. ¿Creen que ahora mismo la deuda pública estadounidense estaría en mínimos históricos? ¿O más bien cada emisión de la misma fluctuaría de acuerdo con la rentabilidad y el riesgo esperado de cada proyecto?

Si hoy los inversores se refugian en la deuda pública no es porque confíen en la capacidad para generar riqueza del Gobierno estadounidense, sino porque saben que todavía tiene bastante margen para expoliar a los pudientes ciudadanos de su país. Algo maravilloso en un momento en el que los modelos de negocio que triunfarán en el futuro no están claros: aparco mi dinero en unos instrumentos que no generan riqueza (que más bien la destruyen) ¡y obtengo un rendimiento anual! Pero, ¿cómo puede sostenerse seriamente que eso supone una solución de fondo a la crisis? ¿Qué sentido tiene pensar que acometiendo proyectos ruinosos a través del sangrado de los proyectos exitosos nos enriquezcamos? Ninguno.

Claro que ni a Keynes ni a Krugman tampoco parece importarles demasiado que el gasto público se dirija a proyectos rentables. Keynes lo dejó bien claro en La teoría general: “el gasto público derrochador que haya sido sufragado vía deuda puede, no obstante, enriquecer a la comunidad en su conjunto. La construcción de pirámides, los terremotos e incluso las guerras podrían incrementar la riqueza, si la ortodoxia de nuestros políticos les impide invertir en algo mejor”. Asimismo, Krugman, en su carta abierta a Obama, le pedía que “en la medida de lo posible, invirtiera en cosas que tuviesen en valor duradero”. Sólo en la medida de lo posible, eh.

Así las cosas, los tipos de interés a los que los ahorradores internacionales prestan su dinero les resultan del todo irrelevantes a los keynesianos. Si no tratan de cubrir con la rentabilidad de sus inversiones el coste de su financiación, ¿qué más dará el nivel de ese coste de financiación? Siempre habrá margen para seguir gastando dilapidando un capital que se necesita para ir reconstruyendo las estructuras productivas y financieras de la economía.

Gastar por gastar no nos enriquecerá, más bien al contrario. EE.UU. necesita crear nuevos modelos de negocio que generen intertemporalmente más riqueza de la que consumen. Se trata de regresar a tasas de rentabilidad positivas y superiores al coste del capital de financiarlas. Pero para ello hay que recolocar los factores productivos, ajustar sus rentas a la nueva realidad y mejorar la solvencia de los agentes. Lo contrario, apalancarse todavía más para acometer nuevos proyectos de nulo rendimiento, sólo servirá para consumir la riqueza ajena. Pero todo tiene un límite, también la deuda pública: cada vez EE.UU. va adeudando más riqueza sin que el número de fuentes que la generen vaya aumentando. Una suicida dinámica con inquietante final.

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