Hoy no hay político que no presuma de transparente o que no quiera alcanzar la transparencia como el objetivo que debería presidir la acción de la autoridades, desde las Naciones Unidas hasta el municipio más deshabitado y remoto.
Pero ¿qué pasaría si el Gobierno fuera completamente transparente?
Un aspecto curioso es que nadie parece preguntarse de dónde viene esta reclamación de transparencia. Desde luego, no de los ciudadanos. La gente corriente suele apartarse del Estado todo lo que puede, utiliza la política como tema de conversación y objetivo de chanza, y quiere de manera masiva que le bajen los impuestos y la dejen en paz.
Nunca lo consigue, y es otra de las razones que explica su distanciamiento y desapego. Pero lo que no hay son llamamientos multitudinarios para que las autoridades sean transparentes.
Si esta exigencia no brota del pueblo soberano, entonces sólo puede ser un invento de los propios Gobiernos. ¿Y por qué querrían los Gobiernos ponerse al frente de la manifestación que les apremia a ser más transparentes? Porque les conviene. La transparencia ha sido convertida en una virtud incuestionable, con lo que la legitimidad de cualquier institución queda fortalecida si es vista como más transparente.
El truco estriba en identificar el Estado con las demás fórmulas asociativas de los ciudadanos, y concluir que si es bueno que sea transparente una empresa, una comunidad de vecinos o un club, entonces también es bueno que lo sea el Estado. Pero el Estado no es una empresa, ni un club, sino el monopolista de la violencia legítima. La transparencia, por tanto, se convierte en un ingrediente que refuerza esa legitimidad.
Un Gobierno totalmente transparente podría convertirse en el ejemplo más monstruoso de totalitarismo. Al no tener nada que ocultar, podría perpetrar los más terribles abusos de poder, porque no necesitaría disfrazarlos, los justificaría de manera abierta.
Dirá usted: no, porque al estar vedados los abusos a la luz pública, los gobernantes no los cometerían, y la transparencia se volvería una salvaguardia de los derechos y libertades de los ciudadanos.
Ante esta prudente objeción caben dos argumentos. Uno es que, como hemos dicho, no podemos tratar al poder político como si fuera equivalente a otras instituciones: la transparencia es buena para los socios de un club, pero el Estado no es un club.
El segundo argumento apela a la realidad: ¿qué es lo que han hecho los gobernantes hasta hoy con el grado de transparencia que han tenido? Pues con esa transparencia, que por cierto es bastante elevada, han emprendido guerras mortales, han usurpados cuantiosos bienes de sus súbditos y han llegado a un nivel inédito de intrusión en las vidas privadas de la gente. Todo eso se ha logrado bajo regímenes democráticos, donde el nivel de información sobre las actividades de los poderosos es muy grande.
Si vemos el supuesto escándalo de Wikileaks, en realidad empalidece frente a los atropellos que los Gobiernos han llevado a cabo públicamente. Por lo tanto, no tiene lógica pensar que si el Gobierno fuera aún más transparente respetaría más nuestra libertad y nuestros bienes. A tenor de la evidencia histórica, es más razonable concluir que lo que sucedería sería lo contrario. La cuestión quizá pueda ser resuelta de manera relativamente sencilla.
Supongamos que nos dejan elegir entre tener un gobierno transparente que arrasa con nuestra libertad y nos arrebata nuestros bienes, y otro opaco, del que no sabemos nada, pero que no se mete con nosotros y nos deja en paz. En ese caso ¿qué elegiríamos?
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