30 septiembre, 2011

Bienvenida la impopularidad

Otto Granados

En general suelo tener poco aprecio por eso que llaman popularidad o, en otros términos, la tiranía de las encuestas. La razón es simple: con demasiada frecuencia, la obsesión casi enfermiza por obtener determinados porcentajes de aprobación va en contra de la eficacia política y de la buena gestión de gobierno. Veamos.


Más allá de la inseguridad personal que refleja tener la piel delgada, conseguir simpatía entre la galería es en efecto muy relevante en coyunturas electorales pero es poco útil para gobernar —en el sentido adecuado del término— en un sistema donde, entre otras cosas, no hay reelección, y por tanto terminar un período de gestión con niveles altos de aceptación no es un gran incentivo, o bien donde las decisiones inteligentes de política pública, como por ejemplo las relativas a la política fiscal o el desarrollo urbano, suelen ser complejas y simplemente no le agradan a una ciudadanía veleidosa.


Piénsese en un escenario crítico de estos días. La situación económica y financiera internacional ha obligado a adoptar, por todas partes, medidas terriblemente drásticas. Las opciones de los líderes eran satisfacer a las clientelas políticas domésticas con decisiones irresponsables o apurar las medicinas amargas pero inevitables, cargar con los costos políticos y evitar crisis y males aún mucho mayores.


Puesto así ¿el gobernante se inclina por lo que dicen las encuestas o por lo que debe hacer correctamente? La respuesta parece obvia.


Lo más exasperante de todo esto, sin embargo, es ver cómo se simplifica la argumentación y se reduce el nivel de análisis sobre las gestiones de Obama, Merkel, Zapatero o Papandreu a partir de haber instrumentado casi las únicas alternativas que les quedaban:


Reorientar el gasto público, reducir el déficit, aumentar impuestos, recortar pensiones, alargar la edad de jubilación o rescatar a naciones en crisis pero de las que depende una mínima estabilidad. Vender algunas de las islas griegas, me temo, ya es una solución tardía.


¿Que todos ellos lo pagarán en las urnas y, eventualmente, pueden ser echados del poder? Sí, sin duda.


Pero ejercer la tarea de gobernar en tiempos tan difíciles supone practicar al menos unos cuantos principios como entender que en política las puertas falsas son cómodas pero no por ello dejan de ser falsas. O bien que no es lo mismo ser un alegre candidato en campaña que un estadista que tiene la obligación de tomar decisiones duras, las que, por cierto, hacen historia.


Incentivar un cambio hacia conductas más responsables en políticos y gobernantes implica, naturalmente, algo más: una especie de pedagogía colectiva mediante la cual la ciudadanía comprenda que con demasiada frecuencia las malas decisiones suelen ser muy aplaudidas y las buenas bastante impopulares, y que es entonces cuando, paradójicamente, es bienvenida la impopularidad.

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