Contemplar la gula presidencial que, con groseras maneras y burdos y prepotentes artificios, engulle, bocado a bocado, todas las sobras que van quedando de la democracia, produce un febril estado de descomposición. Y náusea.
El excelentísimo señor presidente de la República dijo que se encuentra satisfecho con la ratificación de la sentencia que se dictó en el juicio contra Diario EL UNIVERSO. Y eso, viniendo de él, resulta novedoso: ¡el presidente complacido!
Y es que, para quienes lo hemos ido conociendo a lo largo y ancho de su mandato, la permanente insatisfacción del excelentísimo señor presidente de la República ha resultado evidente.
Quizás por culpa de las encuestas, el excelentísimo señor presidente de la República ha suprimido de sus sabatinas los potajes que ingiere a lo largo (y ancho) de sus recorridos por el país. Era aquel un segmento que mostraba la voracidad del mandatario y una de sus debilidades: la gula. Insaciable se revelaba su apetito para devorar, indistintamente, todo lo que se le ponía por delante: bolones, chicharrón, cebiches, hornado, tortillas, empanadas, majado, corviches, arroz, quesos, panes, caldos, frutas, carnes, aves, helados, jugos, chicha, mariscos, vísceras. La amplísima gama de alimentos que consumía parecía que solo ayudaba a abrirle más el apetito para seguir devorando muchos otros, que él describía con lujo de detalles, ante el pasmo salivoso de la audiencia.
Voraz, el excelentísimo señor presidente de la República ha ido engullendo, con un placer omnívoro, también honras ajenas, leyes e instituciones que ha sazonado según los dictados de sus hambres atrasadas. Hizo que los diputados se escondieran bajo los manteles y así devoró al Congreso. Luego, se sirvió como postre al presidente de la Constituyente, para condimentar a medida de su paladar una Constitución que estaba previamente cocinada en el Palacio y fue servida en bandeja en Montecristi, para solaz de quienes la recibieron, humeante, a fin de presentárnosla a todos como el menú de los próximos trescientos años.
Pero siempre quiere más, según el llamado de sus ansias nerviosas, que resultan infinitas. Y entonces atacó con furia otros manjares: se relamió el plato de la fiscalización, hasta vaciarlo; devoró a su antojo el hondo pozuelo de la Asamblea; como si fuera un experimentado cocinero, inventó extrañas recetas para desinstitucionar el Estado y volverlo un grasoso, pesado, enorme plato del que participan cien mil nuevos comensales a los que tiene invitados para que se engorden con canonjías y prebendas suculentas.
Y quiso más. No vaciló en declarar que iba a meter sus manos en la olla de la justicia y, sin asepsia ni pudor, las metió para mezclarlo todo al vaivén de su apetito. Eso, claro, le ha servido para, con cuchillo por delante, comenzar a zamparse su fuente más preciada, la que más hambre le provoca en sus días de glotonería y en sus insomnios desasosegados: la libertad de expresión.
Después de su penúltimo banquete, ha expresado su satisfacción porque, sin duda, como en otras ocasiones, la cocción estuvo elaborada a su gusto y el potaje le fue suministrado según sus exigencias.
Contemplar la gula presidencial que, con groseras maneras y burdos y prepotentes artificios, engulle, bocado a bocado, todas las sobras que van quedando de la democracia, produce un febril estado de descomposición. Y náusea.
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