Domingo Soriano
Si hay algo que envidio de los economistas keynesianos es su absoluta confianza en sus propuestas. Debe ser fantástico levantarse cada día de la cama sabiendo que uno tiene razón... incluso aunque la realidad se empeñe en rebatirte. El argumentario clásico del intervencionista tiene una maravillosa resistencia a la prueba de los hechos.
Pensaba en todo esto mientras leía la última columna de Paul Krugman en El País, "La sangría". El premio Nobel asegura que la culpa de lo que estamos viviendo la tienen las políticas de "austeridad fiscal" que se han impuesto en los últimos meses: justo cuando empezábamos a salir de la recesión gracias a los bajos tipos de interés y al gasto público, los políticos europeos y norteamericanos decidieron seguir la absurda lógica de la estabilidad presupuestaria.
Nuestro autor compara a los defensores de la reducción del déficit público con los médicos que en la Edad Media intentaban sanar a sus enfermos aplicándoles sangrías que les dejaban más débiles que antes de su intervención. Como casi siempre en Krugman, la metáfora es inteligente, la explicación sencilla y su aparente lógica fácil de comprender. El problema es que, como casi siempre también, nada de lo que dice el columnista de The New York Times se asemeja demasiado a la realidad.
Prácticamente ningún país de Europa (y desde luego no EEUU) ha seguido una política de contención del gasto. Grecia terminó 2009 con un déficit del 15% y siguió por encima del 10% el año pasado. Ése es su problema y por eso no encuentra a nadie que quiera prestarle dinero. España, por su parte, cerró 2009 con un déficit superior al 11%, que sólo bajó al 9% en 2010 y que subirá del 6% este año. EEUU terminará el año por encima del 10% de déficit presupuestario, una cifra que no alcanzaba desde el final de la Segunda Guerra Mundial... ¡y Krugman habla de "austeridad"!
Así es muy fácil acertar: tu única receta es gastar más, pedir al Gobierno que siga tirando de déficit y exigir al banco central que envilezca la moneda imprimiendo cada vez más billetes. Llega un momento en el que los inversores dejan de prestarte, los empresarios no abren nuevos negocios por miedo a la inestabilidad y los contribuyentes comienzan a ahorrar en previsión de las próximas subidas de impuestos que tendrán que afrontar para pagar todo este dispendio. Entonces, el Gobierno de turno ve como se seca el grifo de su derroche, como les ha pasado ya a los Ejecutivos de Atenas o Madrid, y tiene que hacer mínimos recortes para tratar de sortear la dificultad (en realidad, el decretado por Obama sólo reducirá el déficit en una cantidad ínfima).
Es en ese momento en el que llega Krugman y vuelve a pontificar: estábamos a punto de salir de la recesión, justo cuando se acabó el estímulo del gasto público. Claro, así es imposible fallar, es un argumento imbatible... siempre habría sido posible aumentar aún un poco más el derroche.
Mientras releía la columna por segunda vez, me asombraba el ver que alguien aparentemente informado pueda luchar así contra la realidad que le rodea. Por eso, al acabar, recuperé la segunda parte del vídeo de Hayek vs Keynes del que hablamos hace unas semanas. Krugman haría bien en verlo. El personaje de Hayek habla con una lógica aplastante sobre la absurda huida hacia delante del gasto público sin control. Como asegura, "el largo plazo ya está aquí" y tenemos que pagarlo. Sólo con "reglas claras" y dejando funcionar a los "precios de mercado", volverá a recuperarse la confianza de los consumidores, ahorradores y empresarios.
Si Grecia está en quiebra no es por sus políticas de austeridad. Si España teme seguir el mismo camino tampoco es por la contención del gasto público. Y si EEUU está enfangado en una recesión que amenaza en depresión desde luego no es culpa de que Obama sea un dechado de contención presupuestaria. Krugman compara a los que piden una reducción del tamaño del Estado en la economía con los médicos medievales. Pero en esa época también abundaba otra especie, la de los curanderos, que recetaban remedios milagrosos que no surtían efecto y embaucaban con su palabrería a aquellos que se acercaban hasta ellos en busca de una solución mágica. Siempre tenían una solución y siempre una excusa para cuando su tratamiento no llevaba a ninguna parte. Las sangrías desaparecieron de la medicina moderna, pero los curanderos siguen presentes en muchos lugares del planeta y engañan cada día a miles de personas desesperadas que buscan un consuelo no doloroso a su enfermedad. El ser humano es débil y le encanta oír que es posible curarse de forma sencilla. El discurso es atractivo; a algunos, incluso, les ha servido para ganar un Nobel.
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