Cinco paradojas del escenario libio tras la caída del régimen de Gadafi.
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El régimen de Gadafi se acerca a su fin. Aunque caótica y a veces sangrienta, la estrategia militar desplegada en Libia durante estos últimos seis meses por fin ha resultado fructífera. La adhesión de Gadafi a la postura antioccidental y sus llamamientos a la solidaridad panafricana, panárabe y panislámica durante el proceso de revueltas árabes no bastaron para mantenerle en el poder.
No obstante, deberíamos observar los acontecimientos con un optimismo cauteloso. El país podría estar entrando en una nueva era, pero eso no significa que sus ciudadanos vayan a llegar con facilidad a un consenso sobre el tipo de futuro que desean. En Túnez y Egipto podemos observar claramente un día tras otro lo complicado que puede resultar un proceso de transición, incluso cuando se produce como resultado de los esfuerzos de una única nación, sin el más mínimo apoyo directo del extranjero. Por eso, la ecuación libia podría originar más dificultades, y una sucesión de paradojas de las que deberíamos ser conscientes a partir de ahora.
La primera paradoja es que, mientras el éxito de la Revolución Libia ha quedado garantizado por la acción de potencias extranjeras –empezando por la OTAN–, ninguna de ellas parece proclive a subrayar este detalle. De hecho, la OTAN tardó muchísimo en lograr su objetivo inicial implícito, es decir, la caída del régimen de Gadafi. Mientras sus miembros parecían creer en un principio que podrían derrocar al dictador con una Blitzkrieg (guerra relámpago), al final han acabado con seis meses de conflicto, miles de víctimas y de daños –muchos de ellos de los llamados colaterales– y el recientemente constituido Consejo Nacional de Transición (CNT) como único aliado. Por eso, es posible que la OTAN haya logrado en Libia lo que aún está lejos de conseguir en Afganistán, pero el período que se avecina podría demostrar también que la organización aún se encuentra muy lejos de poder conquistar los corazones y el pensamiento de la población.
Y así llegamos a la segunda paradoja: el éxito de la OTAN en Libia no significa que esa misma experiencia vaya a repetirse en otras partes del mundo árabe, al menos a corto plazo. El desarrollo de los acontecimientos en este país ha demostrado ser un campo lo suficientemente minado como para que Occidente y sus aliados se hagan una idea de lo complicado que puede ser la región. ¿Qué podría ocurrir pues si la OTAN o una coalición de países cayeran en la tentación de abrir un frente parecido en Yemen o Siria? Seguramente Libia parecería una delicia comparada con la complejidad y las sensibilidades, mucho más profundas, de esos dos Estados.
De hecho, la tercera paradoja es que, a pesar de la felicidad que expresaban muchos libios mientras los rebeldes entraban en Trípoli, ahora mismo siguen sin alcanzarse aún las condiciones necesarias para una victoria real y una completa legitimación del CNT. La nueva clase política no parece representarse más que a sí misma, una pequeña parte de la población libia, y, claro está, a los voluntarios de la llamada “comunidad internacional”. Pero ¿basta con eso? Al centrar su objetivo en la caída de Trípoli, los rebeldes diseñaron y siguieron una estrategia a lo largo de la costa que les ha llevado desde Benghazi a la capital. Pero ¿y el resto del territorio, una superficie inmensa que se extiende desde las ciudades del litoral hasta las fronteras con Argelia, Níger, Chad y Sudán, y que el propio Gadafi no fue capaz de someter por completo durante su largo reinado? Puede que el apoyo de la OTAN haya permitido al CNT presentarse de manera oficial ante los habitantes de la región de Tripolitania. Pero eso no significa que el nuevo liberador libio vaya a ser capaz de llenar el hueco dejado por la total ausencia de una alternativa política fuerte a la acción de Gadafi, ni significa que el propio CNT vaya a ser capaz de superar sus contradicciones internas a corto plazo.
La política debería prevalecer sobre las preocupaciones de los negocios durante todo el tiempo que sea necesario | ||||||
Y es que en la muy artificial victoria del CNT podemos encontrar la cuarta paradoja. Quizá algunos piensen que derrocar el régimen de Gadafi constituye un logro suficiente para mirar con buenos ojos las aspiraciones del presidente del CNT, Mustafá Abdel Jalil. Y quizá tengan razón. Pero al mismo tiempo, deberíamos tener en cuenta que, debido a que en el CNT existen demasiados puntos de vista contradictorios, sería un error pensar que una transición al uso en Libia va a producirse sin problemas. Laicos frente a islamistas, regionalismo frente a nacionalismo, altruistas frente a oportunistas, tribus frente a tribus, clanes frente a clanes, todos son, entre otros muchos, antagonismos que coexisten en el CNT.
Sin olvidar que hoy en día no tiene sentido hablar de una población libia única, como tampoco lo tenía cuando el rey Idriss consiguió por fin pasar de un Reino Federal Libio Unido (1951) al oficial Reino de Libia (1963). Debido a la sociología tan particular del país, sería error creer que el CNT podría conseguir que Libia pasara directamente de un sistema autoritario a uno abierto y democrático. De hecho, y esta podría ser la quinta paradoja, Libia da la impresión de ser un país capaz de lograr una transición sin tener que iniciar necesariamente una guerra civil; pero, al mismo tiempo, nada indica que nos hallemos ya en la víspera de la edad de oro democrática del país. Los mecanismos de reacción tribales y las estrategias de cooptación podrían seguir siendo durante mucho tiempo la condición del CNT para conseguir estabilizar Libia políticamente de manera artificial.
Pero, junto a esta serie de paradojas, podría haber un elemento predecible y coherente: la avalancha de visitantes internacionales que recibirá Trípoli en el futuro inmediato. Es un país rico, repleto de recursos naturales, empezando por sus 40.000 millones de barriles de petróleo, que no han sido suficientemente explotados, y las infraestructuras que han resultado dañadas en los acontecimientos recientes. Sin olvidar las posibilidades que ofrece el tema de la reconstrucción, ya que cualquiera que viaje por el país se sentirá como si volviera a vivir en la década de 1950 (Trípoli, Benghazi) o incluso en la Edad Media.
Pero sea cual sea el grado de “legitimidad” que quiera otorgarse –o no– a este “período de resarcimiento”, no deberíamos olvidar que esa misma clase de oportunidades, combinadas con prácticas inapropiadas, son las que han provocado recientemente muchos procesos caóticos en Irak. Por eso, sigue resultando perentorio tener bien presente que, aunque bien recibida, la caída de Gadafi implica tal cantidad de desafíos que la política debería prevalecer sobre las preocupaciones de los negocios durante todo el tiempo que sea necesario. Dicho de otro modo: la última –por no decir la primera– paradoja de Libia sigue siendo la necesidad de que los nuevos representantes del país encuentren un sólido equilibrio entre los logros políticos y el relanzamiento de la extracción de petróleo. Pero incluso en tal caso, podría resultar difícil conseguir que todos los representantes libios se pongan de acuerdo en quién lo llevará a cabo, y cómo y cuánto beneficiarán las ganancias derivadas del crudo a los unos y los otros.
Definitivamente, a Libia le queda mucho camino por recorrer.
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