Con la inminente quiebra de Grecia, con las bolsas en caída libre y con la crisis de deuda soberana en pleno apogeo, el binomio incertidumbre-inestabilidad azota el Viejo Continente y la hipótesis de la ruptura del euro tiene una creciente virtualidad.
Las medidas consensuadas hasta el momento por las potencias europeas para afrontar la dramática situación económico-financiera europea son incapaces de estabilizar la escena. Las opciones que se sugieren para superar la crisis o bien son contraproducentes, la creación del eurobono, o son inviables, al menos, en el corto plazo, léase la creación de la unión política continental.
En este entorno, la única opción real es que los Estados miembros de la UEM sean co- herentes con las obligaciones derivadas de formar parte de una unión monetaria, aborden una radical disciplina presupuestaria, reformen sus Estados del Bienestar y flexibilicen sus mercados. Ni los eurobonos ni cualquier otra alternativa son sustitutos, ni siquiera imperfectos, de esa estrategia. Son sólo mecanismos de escape sin viabilidad.
Por lo que respecta a los eurobonos, la pregunta es sencilla: ¿estarán los Estados con finanzas públicas sólidas y políticas presupuestarias serias dispuestos a pagar más cara su financiación e incluso a aceptar el pago de la deuda de aquellos que no sean capaces de hacerlo? ¿La existencia de una garantía de pago europea no se convertirá en un mecanismo para que los Estados con estrategias fiscales laxas no las corrijan, porque el riesgo de impago se ha trasladado al conjunto de los Estados de la UEM? La respuesta obvia al primer interrogante es negativa y al segundo positiva.
La hipótesis de que ese peligro se conjura mediante la introducción a escala europea de severas reglas presupuestarias acompañadas de fuertes sanciones si se incumplen no resulta creíble. La experiencia reciente ha mostrado que los Estados de la UE son capaces de vulnerar esa restricción supranacional cuando no les conviene respetarla.
Incluso los Estados serios, Francia y Alemania, aguaron el Pacto de Estabilidad y Crecimiento en 2003 porque consideraban que era contrario a sus intereses. También se ha sacrificado la autonomía del BCE forzándolo a desplegar una actuación vedada por sus estatutos. Estos clásicos ejemplos de inconsistencia temporal, generar expectativas en una dirección para luego actuar en la contraria, han sido in- teriorizados por los mercados y en consecuencia no creen en la eficacia disciplinante de ese tipo de normas.
Ante los Estados Unidos de Europa
Ante estas objeciones, el paso sugerido por un buen número de analistas sería avanzar hacia la constitución de un verdadero Gobierno europeo que centralice la totalidad de la política económica continental. Es la idea recurrente según la cual la unión monetaria sin la unión política es inviable. En la práctica, ésto equivale a plantear la creación de los Estados Unidos de Europa. Con independencia de su deseabilidad o no, ese mito referencial es una utopía.
Guste o no, un Estado de dimensión continental exige la existencia de un sentimiento de ciudadanía europea, y éso no se crea por decreto. Si los lazos de solidaridad interterritorial se han debilitado en el seno de muchos Estados de la propia UE, no hay que ser muy imaginativo para pensar qué ocurre con los de solidaridad intereuropea. Hay alemanes, franceses, italianos, portugueses, ingleses y vascos, escoceses, corsos? pero no hay europeos en el significado efectivo de la palabra. Éste es el sustrato del denominado déficit democrático de las instituciones europeas.
Al mismo tiempo, el espíritu nacional e incluso nacionalista ha renacido en numerosos Estados de la UE, lo que resulta poco compatible con un proceso voluntario y pacífico de integración. Por mucho que desagrade, ésa es la realidad.
Exigencias económicas
Por otra parte, el avance hacia una especie de federación europea con plena soberanía económico-financiera exigiría: primero, una reforma de los Tratados de la Unión Europea, lo que implica un acuerdo unánime de sus 27 miembros, extremo improbable; segundo, la reforma de las constituciones de los Estados de la UE, lo que supondría en unos casos su aprobación por los parlamentos nacionales y, en otros, su posterior ratificación mediante re- feréndum. El éxito de esta operación no estaría ni mucho menos garantizado y, en cualquier caso, la dinámica de cambio constitucional sería lenta. Es evidente que este clima de incertidumbre no tranquilizaría a los mercados y, por tanto, no aportaría estabilidad. Además, nada garantiza que en una unión política exista una mayoría de Estados con una tendencia a la laxitud presupuestaria.
Por último, una pregunta básica es de qué Europa Unida se habla cuando se plantea ese objetivo. En este sentido, es básico recordar que la libertad, el dinamismo, la creatividad y la prosperidad de Europa se fraguaron en un contexto de pluralismo competitivo entre los diferentes centros de poder existentes en el Viejo Continente.
Por el contrario, la unidad de la China imperial provocó el estancamiento político y económico del Celeste Imperio. Así pues, la unificación o centralización de las políticas nacionales en el ámbito de la economía y de las finanzas no garantiza nada si se sustenta sobre un modelo institucional que penaliza la competitividad, la productividad y la asunción de riesgos. Éste es el problema de fondo de Europa, un continente cuyo dinamismo está sepultado bajo un sinfín de regulaciones e impuestos y cuyo espíritu emprendedor se ve anestesiado por un Estado del Bienestar insostenible que funciona como un verdadero opio del pueblo. El actual modelo socio-económico europeo es incompatible con el mantenimiento de una economía próspera, capaz de crear empleo en un mundo globalizado.
Cumplir en la unión monetaria
En este contexto, la salida de la crisis depende de las políticas desarrolladas por los Estados europeos. Es verdad que una variable exógena, qué sucederá con el euro, condiciona de manera fundamental el éxito o el fracaso de las medidas puestas en marcha por los países socios de la UEM, pero también lo es que la actual crisis de la eurozona es un efecto directo del incumplimiento de las reglas implícitas que hay que cumplir en una unión monetaria: un entorno de estabilidad presupuestaria y unos mercados flexibles para adaptarse a los shocks e impulsar la competitividad y el crecimiento.
Desde esta perspectiva, desde 2004, la actuación económica del Gobierno español ha violado esos dos principios básicos y, por eso, hemos soportado una recesión de caballo y nos hemos instalado en una fase de estancamiento con serias posibilidades de recaída en la pendiente recesiva.
Lorenzo Bernaldo de Quirós. Miembro del Consejo Editorial de elEconomista.
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