06 septiembre, 2011

Necesitamos democracia, no autoritarismo

Ser democrático no se logra con una declaración elocuente ni con una elección.

Ricardo Pascoe Pierce*

Es extraordinariamente difícil que una sociedad logre una verdadera convicción acerca de la importancia de ser democrática. Es mucho más sencillo ser autoritario, o semiautoritario, y descargar toda la responsabilidad de los yerros y descontentos de la sociedad en el Estado. Ser democrático no se logra con una declaración elocuente ni con una elección. La democracia es una cultura, y una forma de ser. Es ser exigente, con uno mismo y con los otros.

La democracia implica, en primer lugar, tolerancia de los contrarios. Una sociedad con fuertes atisbos autoritarios normalmente no ha educado a sus miembros en la tolerancia. Ser democrático también demanda de todos la necesidad de allegarse de información veraz y oportuna para poder opinar y tomar decisiones sobre los temas que atañen a la sociedad en su conjunto. Por otro lado, la democracia exige que los ciudadanos dediquen tiempo, normalmente sin remuneración alguna, para estar presentes en los momentos de difusión de información y en los de toma de decisiones.

¿Suena a teoría pura? La Ley de Participación Ciudadana en el Distrito Federal es un acto fallido que pretende entorpecer los verdaderos procesos de participación de la sociedad en la toma de decisiones, aventando un monto presupuestal precario a cada colonia para que los vecinos se entretengan tratando de decidir en qué gastar ese dinero y, de paso, que se enfrenten, estérilmente, con la autoridad. En vez de establecer mecanismos de integración que permitan exaltar una participación democrática amplia, la ley en realidad promueve la gestación de pequeños grupos enfrentados entre sí, que terminan condenados a las minúsculas intrigas de su entorno inmediato en vez de ser los promotores de la gran participación ciudadana. Es más, el esquema de participación ciudadana en la ciudad más grande de nuestro país —además de ser su capital— tiene una intencionalidad más bien electorera, y no de la promoción de la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones.

Este mecanismo se mezcla perversamente con la falta de una cultura democrática de la sociedad mexicana, pensando históricamente y, a través de ello, se gesta un polvorín preocupante: se reproducen, al nivel más básico de la vida capitalina, las formas y normas de la cultura antidemocrática de la imposición de las ideas propias por encima del otro, de quienes cuyas opiniones difieren unos y otros. Junto con lo anterior, a veces se impone, en el ámbito de la ciudadanía, el trato agresivo, ofensivo y que raya en una forma de bullying social que trata de engendrar y promover el miedo como la base de la toma de decisiones, en vez de promocionar la convivencia y civilidad entre las personas.

México tiene que construir una cultura democrática en la cabeza de cada uno de sus ciudadanos. No puede haber una solución distinta. Ciudadanos libres con capacidad para discernir los problemas colectivos de los individuales; los asuntos que afectan a todos, y no sólo los de cada uno. No es fácil pensar en esos términos. Resulta que la construcción democrática exige de todos un enorme esfuerzo: ciudadanos y autoridades.

La revisión de la Ley de Participación Ciudadana deberá tomar en consideración una reorientación de su concepción. Que transite de ser una mera promotora de esfuerzos electorales, para transformarse —mutarse, incluso— en un instrumento que promueva la cultura democrática, de tolerancia y de inclusión de la ciudadanía en la toma de decisiones. No debe centrarse en darle más, o menos, dinero a los comités ciudadanos, sino deberá explorar nuevos horizontes de la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones. La tarea es construir democracia y dejar atrás los instrumentos que demeritan al ciudadano, al individuo.

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