06 septiembre, 2011

¿Podría la Eurozona romperse?

Nouriel Roubini

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La crisis de la Eurozona no es un desequilibrio estable, sino más bien un desequilibrio inestable. O los Estados miembros se alejan de esta perturbación y se dirigen a una unión fiscal, económica y política más amplia que resuelva los problemas de divergencia en términos de competitividad o el sistema se dirigirá a una reestructuración desordenada de su deuda y quizás incluso a la salida de los miembros más débiles. En un horizonte a cinco años, las probabilidades de una ruptura son por lo menos de un tercio. Grecia se cuela en la agenda de los 27: hoy, reunión extraordinaria para limar asperezas.

La Unión Monetaria y Económica no ha satisfecho nunca las condiciones de una óptima zona monetaria: una actividad económica y unos índices de crecimiento sincronizados; una alta movilidad de la mano de obra y de capital; un federalismo fiscal que permita compartir el riesgo fiscal de los impactos nacionales idiosincrásicos; y un destacado grado de unión política.

La esperanza era que la ausencia de unas políticas monetarias, fiscales (como las limitaciones del Pacto de Crecimiento y Estabilidad) y de unos tipos de interés de carácter independiente en la Unión Europea provocaran la aceleración de las reformas estructurales que, a su vez, desembocarían en la convergencia de la productividad y de los índices de crecimiento económico, y no en una mayor divergencia.

La realidad resultó ser otra totalmente distinta. Paradójicamente, la temprana convergencia de los tipos de interés resultó perjudicial, ya que permitió una grave ausencia de disciplina fiscal en algunos países como Grecia y Portugal y la formación de burbujas de activos en otros como España e Irlanda.

Además, la falta de disciplina en el mercado retrasó las reformas necesarias y provocó diferencias en el crecimiento de los salarios con relación al aumento de la productividad, y por tanto un incremento de los costes laborales unitarios en la periferia y una pérdida de competitividad que produjo una divergencia económica entre los PIIGS y el centro. La camisa de fuerza de la política monetaria común agravó la distancia real de crecimiento en una época en la que se produjeron discrepancias entre las políticas estructuras y fiscales.

Unión política y fiscal

Toda unión monetaria satisfactoria se ha visto asociada a una unión política y fiscal. La unión política en la eurozona y en la UE se ha estancado y se está tramando un contragolpe contra los burócratas de Bruselas que imponen su opinión en los Estados. La Unión Europea no posee una política exterior común ni una política de defensa común, mientras que la convergencia de la política económica y financiera ha llegado a un punto muerto.

Una unión fiscal requiere la movilización de una considerable cantidad de ingresos federales para la provisión de bienes públicos en toda la zona euro, pero no existe ningún mecanismo ni tampoco la más mínima voluntad de dar a la UE el poder suficiente para crear un sistema de tributación, transferencias y gastos semifederales.

El hecho de compartir los riesgos fiscales incluye también compartir las pérdidas de las crisis financieras, lo que requiere un sistema central de supervisión y regulación de las instituciones financieras basado en el conjunto y no en el actual enfoque nacional. Las pérdidas serían compartidas por toda la zona euro solamente en caso de que la responsabilidad de unas instituciones financieras supervisoras y reguladoras adecuadas recayera en el centro.

Y Alemania...

La unión fiscal también requeriría la emisión generalizada de eurobonos, en los que los impuestos de los contribuyentes alemanes contuvieran no tan sólo la deuda alemana sino también la deuda de los miembros de la periferia.

Pero los contribuyentes alemanes no lo aceptarían, salvo que se establezcan unas reglas vinculantes que garanticen que los países periféricos no puedan ser de nuevo mimados por sus enormes déficits fiscales. Mientras los contribuyentes de la periferia no aceptarían la pérdida total de independencia fiscal (esclavos a los ojos del centro) que exigirían las reglas fiscales vinculantes.

Resulta también evidente que la pesada carga de la deuda privada y pública en algunos países de la periferia (Grecia, Irlanda, Portugal) es tan grande, que es posible que se produzca una reestructuración y una reducción de la deuda, lo que impone una pérdida de capital en estos acreedores extranjeros de los agentes periféricos (principalmente instituciones financieras del centro).

Esto agravaría los conflictos entre el centro y la periferia ya que redistribuiría la riqueza de los ahorradores y de los acreedores entre los deudores y los prestatarios. Aunque una reducción sistemática de la deuda pueda al menos resolver el problema de la deuda excesiva en algunas economías o sistemas financieros insolventes, la restauración de la homogeneización económica requiere la restauración de la convergencia de la competencia. Sin ella, parte de la periferia se estancará o incluso se encogerá durante muchos años venideros y, finalmente, decidirá salir de la unión monetaria y regresar a un sistema de moneda nacional.

Restaurar la competitividad

Una forma sería que el valor del euro cayera hacia la paridad con el dólar estadounidense. Pero con una Alemania tan competitiva y con un BCE más duro que la FED, existen pocas posibilidades de que el euro caiga lo suficiente como para restaurar la competitividad de los PIIGS.

Una segunda solución sería adoptar el enfoque de reforma alemán: acelerar las reformas estructurales para aumentar el crecimiento de la productividad y mantener los esfuerzos para que la subida de los salarios esté por debajo de la productividad para reducir los costes laborales unitarios. Pero esto no funcionará: las reformas estructurales muestran sus ganancias solo a medio plazo. De hecho, a corto plazo, pueden reducir el crecimiento a medida que se deje caer el trabajo y el capital de las empresas y sectores. Asimismo, Alemania tardó 15 años en reducir los costes de trabajo manteniendo el crecimiento salarial por debajo del crecimiento de la productividad.

Si Grecia o Portugal comenzaran hoy, el beneficio en términos de competitividad y crecimiento se produciría en una década, demasiado tarde para ser políticamente aceptable.

La tercera opción es la deflación: Si los PIIGS pudiesen reducir los precios y los salarios en un 5 por ciento anual durante cinco años, se obtendría la reducción compuesta acumulativa necesaria del 30 por ciento en los salarios nominales para restaurar la competitividad. Pero el problema de ir hacia una depreciación real es doble.

En primer lugar, la deflación está asociada con una recesión persistente y ningún gobierno ni sociedad podría aceptar otros cinco años de recesión para reducir los precios y salarios en un 30 por ciento. Argentina probó hacer una depreciación real, pero tras tres años de recesión claudicó.

En segundo lugar, incluso si milagrosamente la deflación fuese satisfactoria, el valor real de las deudas privadas y públicas podría aumentar, forzando impagos. Toda la discusión entre el BCE y la UE sobre una depreciación interna no va por el buen camino. Incluso el argumento recurrente de que reducir los salarios públicos llevaría a una depreciación rápida provocaría que los salarios y los precios privados cayeran a su vez. La austeridad fiscal tiene, a corto plazo, un efecto negativo en el crecimiento y pospone la recuperación para hacer que las reformas funcionen.

La solución es la ruptura

Si el euro no va a caer bruscamente, si restaurar la competitividad y el crecimiento nos va a llevar mucho tiempo al reducir el coste de la mano de obra y si la deflación no es viable, a los PIIGS sólo le queda una salida: abandonar la unión monetaria.

Es decir, volver a las monedas nacionales y conseguir así una depreciación masiva, nominal y real. Después de todo, en todas las crisis financieras de los emergentes, donde se restauró el crecimiento, ha sido necesario que las tasas de cambio fueran flexibles.

¿Es inconcebible la disolución?

La idea de abandonar la zona euro hoy suena inconcebible, incluso en Grecia y en Portugal. Simplemente, el asunto no se ha puesto sobre la mesa. Por supuesto, los costes de abandonarla serían significativos. Un país que abandona la zona euro puede que también sea expulsado de la UE y no hay un mecanismo para abandonar la unión monetaria sin salir del grupo de los 27.

Además, abandonar traería pérdidas comerciales en el resto, pérdidas masivas de capital del centro crediticio, por el incremento brusco del valor real de la deuda en euros y cuando la nueva moneda se deprecie, forzaría al impago en euros o bien a una conversión en la moneda nacional depreciada.

Pero estas situaciones impensables puede que no lo sean en cinco años, si alguno de los periféricos se estanca o se comprometen a tener un resultado que no es posible si la competitividad no se restaura; si la deuda no se reduce; y si queda poco movimiento para repartir los gastos en la zona euro con la adopción de una unión fiscal.

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