No lo confiesa, pero es irrefutable: el populismo se basa en el corto plazo. No tiene ni quiere tener una visión estratégica, aunque mienta por sistema, y diga lo contrario. Por eso recurre a términos como “modelo” o “socialismo del siglo XXI”. Ese modelo y ese socialismo no existen. Sólo existen el poder y el dinero para unos pocos. Poder y dinero que se incentivan de forma recíproca y embolsan a creciente ritmo. Por dinero y por poder se llega a la aceptación de todo, en busca del blindaje que ofrece la impunidad. “Profundizar el modelo” es robar y acumular más poder para unos pocos. En los populismos decaen los valores y se enloda la dignidad.
El populismo, para ganar y sostenerse, ofrece bienestar hoy (o aparente bienestar), sin importarle el mañana. Estimula el facilismo y la irresponsabilidad para conseguir adeptos, por lo cual la productividad baja. No estimula la formación de mano de obra calificada, ni estimula nuevas fuentes de trabajo. No disminuye de forma drástica la pobreza, sino que brinda a manos llenas el consuelo de la limosna. El permanente ascenso social no es logrado por ningún populismo. Esa no es su verdadera intención. El líder y su aparato burocrático “proclaman” que se solidarizan con los pobres. Pero es mentira, porque equivaldría a su suicidio. Sin pobres el populismo fallece. Los países que han conseguido minimizarlos no son populistas ni son tomados como ejemplo. La protección del gobierno populista a los empresarios que son sus amigos le ayuda a mantener la caja, no a incrementar la inversión. Y quienes expresan su disconformidad deben someterse a controles, extorsiones y hasta exilio.
Es obvio que el espíritu empresarial languidezca bajo la amenaza, el miedo y la incertidumbre. La competencia es un inconveniente para el populismo en todos los niveles (incluso estudiantil) porque exige esfuerzo y el esfuerzo es descalificado porque no recauda votos.En consecuencia, se iguala siempre para abajo, lo cual incrementa la pobreza.
Se aísla el país del mundo con medidas proteccionistas que anhelan ocultar el descenso del desarrollo. Las exportaciones se reducen a unos pocos productos debido a la falta de seguridad para una inversión diversificada. Se multiplica de forma incalculable la corrupción, al extremo de conseguir que este pecado se acepte como algo normal. También se tiende al partido único o un partido dominante que no ceda el poder. En algunos casos el partido dominante dura más que el líder fundador, lo que da lugar a una sucesión de mandatarios que se disfrazan de demócratas, pero obstruyen con ferocidad la alternancia. Es otra de sus trampas. Además, los discursos justicieros calientan la atmósfera y mantienen confundida a gran parte de la población.
Para sacudirse de los hombros la garúa envenenada que en algún momento empieza a caer sobre los líderes populistas cuando las “amadas masas” descubren que fueron engañadas, gritan que la culpa la tiene otro. El populismo es genial en la invención de enemigos. Los va cambiando según la ocasión: empresarios, Iglesia, corporaciones, inmigrantes, medios de comunicación, bancos, potencias extranjeras y así en adelante.
Nunca se trata de poner límites al resentimiento. Por el contrario, es una hoguera a la que se echa leña sin cesar, apasionadamente. Mientras más altas las llamas, mejor el resultado. De esa forma se tiene ocupada a la nación en una furiosa pelea entre sus integrantes, mientras quienes se benefician con el poder y el dinero recogen la cosecha.
El zarzal florecimiento del populismo en América latina aumenta las dificultades. Casi siempre se maquilla de izquierdismo o progresismo. Pero no es lo uno ni lo otro. El populismo es un vocablo político que empezó en la antigua Roma y resucitó a fines del siglo XVIII. Algunos teóricos se empeñan en resaltar sus virtudes. Pero los socialistas y comunistas siempre lo han criticado, porque lo ven como una vigorosa muestra de gatopardismo. Y es verdad. Promete cambios, pero sólo adopta medidas superficiales para que todo siga igual. Pone curitas a las heridas profundas. Convierte al idealizado pueblo en un niño que entusiasma con golosinas y cuentos de colores. Apunta a una suerte de protodemocracia que parece defender a los obreros, los pequeños emprendedores, los sindicatos, la baja clase media y la cultura autóctona. Recurre al nacionalismo con espolvoreo de xenofobia para mantener siempre abierto un costado del odio, tan necesario para conservar el poder.
Como dijimos, el populismo se ha mostrado incapaz de eliminar la pobreza y la desigualdad. La mayoría de sus líderes aborrecen a la izquierda genuina, pero coquetean con ella. Afirman ser distintos a los regímenes que piden eternos sacrificios en nombre de recompensas que sólo llegan al grupo dirigente. El populismo promete un nuevo sistema, ni capitalista ni comunista. ¿Recordamos “la Tercera Posición”? ¿Recordamos “ni yanquis ni marxistas: peronistas”? Además, casi siempre desemboca en el culto a la personalidad. En lugar de más democracia hay más genuflexión ante el “adorable” líder.
Recordemos un poco.
En el período de la última república romana aparecieron sinceros líderes llamados populares (o factio popularium : “partido de los del pueblo”) que se oponían a la aristocracia tradicional y propugnaban una mejor distribución de la tierra, aliviar las deudas de los más pobres y dar mayor participación al grueso de la gente. Entre ellos, figuraban los Gracos, Sulpicio Rufo, Catilina y nada menos que Julio César. Contra estas figuras batalló una gran cabeza como la de Cicerón. ¿Aquellos fueron buenos y los actuales son malos?
En el siglo XVIII, como ya indiqué, resucitó este concepto. En Alemania había tomado jerarquía la difusa palabra Volk (pueblo), que Herder enalteció al desarrollar el Volkgeist (espíritu del pueblo). En Rusia se difundió el Narod , con igual significado. Como consecuencia negativa, en Alemania se desarrolló el pangermanismo y en Europa oriental, el paneslavismo. Pero recién fue Napoleón III quien instituyó la asistencia social con fines demagógicos y tuvo el claro propósito de someter el poder judicial y legislativo bajo su cetro. En América latina se lució un gran predecesor, nada menos que Simón Bolívar. Cuando este héroe puso término a las guerras de la independencia, en 1825 se hizo nombrar presidente vitalicio de Bolivia y Perú, con el anhelo de extender su dominio a la Gran Colombia. Quienes se atrevieron a criticarlo recibieron una respuesta digna del absurdo ionescano: “No será legal, pero es popular y, por lo tanto, propio de una república eminentemente democrática”… No es casual que los llamados países bolivarianos sigan ese ejemplo.
En síntesis, el populismo fascina y enamora, desencadena emociones y aumenta la alienación. Les hace daño a sus naciones, pero no a sus líderes, que suelen huir a tiempo con sus maletas bien cargadas.
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