Michele Leonhart
Durante su participación en la Conferencia Internacional para el Control de Drogas, que se realiza en Cancún, Quintana Roo, la titular de la agencia antidrogas estadunidense (DEA, por sus siglas en inglés), Michele Leonhart, afirmó que aunque parezca lo contrario, el grado de violencia en México es un señal del éxito de las autoridades nacionales en su combate a los cárteles del narcotráfico, a los que definió de animales enjaulados que arremeten unos contra otros. A su vez, en el contexto de una comparecencia ante el comité para las fuerzas armadas del Senado de Estados Unidos, el jefe del Comando Norte de ese país, James A. Winnefeld, sostuvo que las fuerzas de seguridad (mexicanas) trabajan con creciente efectividad contra los grupos criminales, aunque aún queda por ver si podrán derrotarlos en forma definitiva.
Esta reiteración por altos funcionarios del gobierno estadunidense de lo que vienen diciendo voces oficiales en México desde hace más de cuatro años, tiene como contexto la creciente evidencia documental de que Washington desempeña una función de primera mano, si no es que de control, en la planeación y coordinación de las directrices de seguridad pública que se aplican actualmente en nuestro territorio.
Dicha participación, de suyo inaceptable y lesiva de la soberanía nacional, es además alarmante, si se toma en cuenta la manifiesta desorientación de las autoridades estadunidenses, a cuyos designios se han ceñido las mexicanas en la guerra contra los cárteles de la droga: el alegato de que la desbordada violencia en México es señal de éxito es desmentida por las cifras sobre el número de asesinatos –más de 35 mil– registrados en los pasados cuatro años; por las muestras fehacientes de un incremento en el poder de fuego; el grado de organización y el control territorial de los grupos criminales, y por el hecho de que crecientes sectores de la ciudadanía viven hoy con terror ante las confrontaciones armadas, las agresiones y extorsiones cometidas por toda suerte de organizaciones delictivas, y las violaciones a los derechos humanos perpetradas por efectivos policiales y militares encargados de restablecer el estado de derecho.
Por otra parte, resulta difícil conciliar con la realidad la afirmación de la titular de la DEA en el sentido de que “no hay cárteles específicos en Estados Unidos” y de que el comercio de drogas en ese país es controlado por los grupos mexicanos de narcotraficantes: si la situación descrita fuera real, tendría que traducirse en un control territorial de esos esos grupos en el vecino país; en el desarrollo, en suelo estadunidense, de una confrontación entre autoridades y cárteles por lo menos tan violenta como la que tiene lugar en el lado mexicano, o, en su defecto, en el reconocimiento, por Washington de que en el país vecino no se persigue a esas organizaciones delictivas.
Fuera de eso, lo dicho por la funcionaria parece más bien un nuevo intento de las autoridades estadunidenses por eludir las responsabilidades que les corresponden en materia de combate al narcotráfico –fenómeno que, por lo demás, se sigue desarrollando con normalidad en los estados y ciudades de ese país–, por trasladar al sur del río Bravo las tareas relacionadas con ese combate –junto con la violencia exasperante y el deterioro de la seguridad pública y del estado de derecho que conllevan–, y por profundizar, por esa vía, su injerencia en territorio mexicano.
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