Pero este éxito paradójicamente se convirtió en su peor enemigo: AMLO se creyó invencible. En su mente nunca cupo la posibilidad de que pudiera perder la elección presidencial. Nunca admitió que sus errores generaran efectos negativos en el electorado ni tampoco que sus adversarios tuvieran aciertos. Con arrogancia, se sintió el vencedor indiscutible desde que ganó la partida política del desafuero. El 27 de abril de 2005 fue su momento de mayor gloria cuando el gobierno anunció que daría marcha atrás en su intento por inhabilitarlo políticamente debido al endeble asunto de El Encino. Su estrategia había sido todo un éxito en la opinión pública, la vía judicial y la prensa internacional. AMLO estaba en los cuernos de la Luna. Le había ganado al presidente Fox quien, al recular, había demostrado una vez más su distintiva incapacidad política.
A partir de entonces, el tabasqueño se subió al pedestal y menospreció a sus adversarios. Él ya había ganado. La elección era un mero trámite. Esto se los trasmitió a sus colaboradores más allegados. En sus artículos, Federico Arreola, uno de sus más cercanos, se regodeaba de la victoria inminente: no se hagan bolas, "ya ganamos". Fox, con todo el aparato de Estado a su disposición, no podía vencerlos. El ranchero era un limitado de la política. A Creel, el fallido secretario de Gobernación, se lo tragarían de un bocado. ¿Y cuando salió el señor Calderón como candidato del PAN? Pues lo menospreciaron: demasiado joven, inexperto y pequeño.
Todo estaba listo para la victoria. Es la arrogancia que ciega. AMLO fue la víctima del éxito del desafuero. Esto, en la política, se ha visto muchas veces: personajes que ganan una batalla importantísima, se piensan entonces invencibles y creen que la guerra está ganada; desdeñan a sus adversarios, se duermen en sus laureles y cometen graves errores que, a la postre, los llevan a la derrota.
"Soy indestructible", repetía una y otra vez AMLO. Sus seguidores se lo creyeron y, hasta el mismísimo día de las elecciones, estaban convencidos de que ganarían. Los primeros resultados les cayeron como balde de agua fría. ¿Cómo? ¿Había vencido el gris de Calderón? ¿El que nunca había gobernado nada? ¿El que apoyó el torpe presidente Fox? ¿A ellos? ¿A los que con tanta gloria habían ganado la partida del desafuero? ¿A AMLO? ¿Al mayor genio político que ha producido México en varios lustros? No, esto era impensable. No estaba en el guión del documental que estaba filmando Mandoki. Imposible: detrás del sorprendente resultado seguramente había una mano peluda que lo había manipulado todo.
Cuando en marzo de 2006 las encuestas dieron un giro y AMLO dejó la posición de liderazgo, el tabasqueño simplemente las mandó al diablo. No podía creer que el candidato del PAN, a quien siempre desdeñó, pudiera haberlo alcanzado y rebasado. Rechazó la realidad y tildó a los encuestadores de vendidos. Esto lo llevó, a su vez, a cometer errores que a la postre le costaron la elección.
Hoy, cinco años después, las encuestas demuestran que AMLO arrancará en un lejano segundo lugar frente al candidato del PRI, Peña Nieto. Hoy, el tabasqueño tendrá que remar a contracorriente; no podrá darse el lujo de la arrogancia. Si quiere ganar, tendrá que venir de atrás. Y eso, quizá, podría operar a su favor. Porque ahora, como en el pasado, tendrá que evitar cometer errores que le impidan llegar a la meta final: Los Pinos.
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