16 noviembre, 2011

Así perdió el PSOE las elecciones

ESPAÑA

Por Jorge Vilches

Las elecciones de 1996 marcaron un momento histórico en el camino de la democracia. La última legislatura del PSOE de González, la de la crispación, puso en evidencia lo difícil que resulta cobrar la responsabilidad política por la corrupción y la nefasta gestión económica.
Entre 1993 y 1996 tuvieron lugar acontecimientos que recuerdan a los que hemos sufrido desde 2008 en esos dos mismos ámbitos, pero en grados diferentes. Si bien la corrupción de la etapa final de González es irrepetible por su magnitud, la crisis económica es mucho peor que la que se padeció en aquellos años, y la responsabilidad directa del gobierno de Zapatero es mayor que la que tuvo González. Sea como fuere, merece la pena recordar aquellos años y comparar.


Los comicios generales de 1993 habían puesto punto final a la hegemonía incontestable del PSOE. El PP había encontrado a su candidato, José María Aznar, y construido un equipo capaz de presentarse como una alternativa real. La diferencia se redujo al 4% en votos y a 5 escaños. Se rompió por fin el sistema de partido predominante, que dejaba el régimen en manos de una sola formación y que hacía mucho daño a la democracia.
González constituyó entonces un Gobierno sin guerristas, que estaban en retirada desde que en 1991 dimitió Alfonso Guerra, acosado por la corrupción. Nombró un Ejecutivo a su gusto, sin componendas, en el que el hombre fuerte era Narcís Serra –vicepresidente y presumible sucesor–, y con Javier Solana en Exteriores y Pedro Solbes en Economía y Hacienda. Sin embargo, el "cambio del cambio" prometido por González en la campaña electoral se quedó en nada. Parecía que iba a luchar contra la corrupción, pero Garzón, símbolo de ese impulso, no fue ministro, sino delegado del gobierno para el Plan Nacional sobre Drogas. Y el discurso feminista se quedó en la incorporación de tres mujeres al Gabinete, pero en carteras de segundo orden, como Sanidad y Consumo, Asuntos Sociales y Cultura. Los felipistas, por tanto, parecían haberse impuesto a los guerristas; sin embargo, allí donde eran fuertes los primeros la derecha crecía, como en Valencia y Madrid, mientras que donde se atrincheraban los segundos, como Andalucía y Extremadura, el PSOE seguía gobernando con holgura.
Esa división entre guerristas y felipistas no tenía detrás una distancia ideológica, o una sensibilidad política diferente; se trataba únicamente de una cuestión de poder dentro del PSOE y, por tanto, en el Gobierno. Los guerristas presumían de estar más a la izquierda que los felipistas, pero siempre formaron bloque con éstos, como en la cuestión del referéndum sobre la OTAN o en la huelga general de 1988. Es más, los guerristas despreciaban a IU e incluso a la corriente Izquierda Socialista del propio PSOE. Hay incluso quien ha querido ver en los felipistas un socialismo liberal, frente al socialismo populista del guerrismo. Lo cierto es que una cuestión personal y de poder se quiso revestir de debate ideológico y, por tanto, de democracia interna, expresión muy usada aquellos días.
La política económica del PSOE había sido en términos generales un desastre, y condujo el país a la grave crisis desatada en 1992. La situación creada por los ministros socialistas ponía en peligro el cumplimiento de las condiciones exigidas por el Tratado de Maastricht para la participación en la unión monetaria. La economía española había entrado en recesión, empujada, como ahora, por el deterioro de la economía internacional; pero las consecuencias en nuestro país fueron peores que en el resto. En 1993 tuvimos un crecimiento negativo del 1,2%, el desempleo alcanzó el 23% y el déficit público llegó al 7,3%. En 1992 el Gobierno devaluó la peseta tres veces, y una cuarta al año siguiente. España estaba, al igual que en estos momentos, con los países que no cumplían ninguno de los requisitos de Maastricht: Italia, Portugal y Grecia. La salvación vino de Europa: España recibió 6 billones de pesetas de fondos estructurales entre 1994 y 1999 a cambio de que emprendiera reformas estructurales en el sistema de contratación. Así lo hizo Solbes, y comenzó una tímida recuperación.
Si la situación económica y la advertencia europea ya recomendaban un cambio de Gobierno, como se hacía en otros países del continente, la corrupción generalizada animaba aún más a la renovación de las instituciones. A la financiación ilegal del PSOE –no fue el único–, con empresas fantasma como Filesa, Malesa y Time Export, se sumó una retahíla de corruptos ligados al Gobierno. En una categoría estaban aquellos que tenían cargos de libre designación y que aprovecharon su posición para enriquecerse ilícitamente. Uno de los casos más señalados fue el de Ibercorp, en el que estuvieron implicados el exgobernador del Banco de España Mariano Rubio y al ex síndico de la Bolsa de Madrid Mariano de la Concha. La cultura del pelotazo quedaba al descubierto. El caso Ibercorp acarreó la dimisión de Solchaga, hasta entonces diputado y presidente del grupo parlamentario socialista, y de Vicente Albero, ministro de Agricultura.
Pero el caso paradigmático fue el de Luis Roldán. En 1993 la prensa denunció que, desde su cargo de director general de la Guardia Civil, se había apropiado de fondos y cobrado comisiones por un valor de 5.000 millones de pesetas. Fue cesado en diciembre de ese año, pero huyó de España, lo que supuso la dimisión de Asunción, ministro del Interior. El bochorno de su detención en Laos, en la que estuvieron implicados Belloch y Fernández de la Vega, culminó uno de los sainetes más ridículos del Gobierno socialista.
A estos casos se unieron los de Manuel Ollero –director de Obras Públicas de Andalucía que cobraba comisiones–, Gabriel Urralburu –ídem–, Carmen Salanueva –directora del BOE, que inflaba la factura del gasto en papel y se hacía pasar por representante de la Reina–, o el escándalo de la cooperativa de viviendas PSV, de la UGT, que afectó a 20.000 personas. La sensación general era que la corrupción se había instalado en el sistema por obra y gracia del PSOE. El impacto en la opinión del electorado fue determinante.
Baltasar Garzón volvió a la Audiencia Nacional después de haber pasado por la política, y comenzó a actuar contra sus antiguos compañeros de lista electoral. A finales de 1994 reabrió el caso Marey, y con él la implicación de los socialistas en los GAL. Cayeron unos cuantos altos cargos policiales y políticos como Julián Sancristóbal, García Damborenea, Rafael Vera y José Barrionuevo. Garzón consideró que había indicios para imputar a Txiki Benegas, al vicepresidente Serra –responsable de la supervisión de los servicios secretos– y a Felipe González, que, ante la acusación de ser el "Sr. X", máximo responsable de los GAL, dijo que se había enterado de todo "por la prensa". Rubalcaba, que era el portavoz del Gobierno, lo negaba todo. El PSOE hizo piña en torno a los encarcelados, como quedó de manifiesto en la concentración a las puertas de la cárcel de Guadalajara el día en que ingresaron en la misma Vera y Barrionuevo, lo que sólo sirvió para vincular aún más a los socialistas con el terrorismo de Estado a ojos de la opinión pública. Una gran parte de la sociedad española quedó escandalizada por las revelaciones que contaba la COPE de Antonio Herrero, que iban apareciendo primero en Diario 16 y luego en El Mundo y que después recopiló Pedro J. Ramírez en Amarga victoria).
En junio de 1995 la prensa reveló que el Cesid hacía escuchas ilegales a numerosas personalidades, incluido el rey. Poco después fue detenido Juan Alberto Perote, número dos del espionaje, que había sustraído cientos de archivos de La Casa con información comprometedora. Esto provocó la dimisión del director del centro, el teniente general Manglano, del ministro Julián García Vargas y del vicepresidente Serra. En dos años, González tuvo que deshacerse de cinco de los diecisiete ministros de 1993, y la gran baza del PSOE, su supuesta superioridad moral sobre la derecha, se había revelado una mentira.
A esto se unió el divorció del PSOE con la UGT, que empezó con la huelga general de 1988, la disidencia abierta de Nicolás Redondo, y culminó con las huelgas igualmente generales de 1992 y 1994. Nadie salió bien parado: los socialistas perdieron la confianza y el voto de muchos ugetistas, y el sindicato perdió su primacía en beneficio de CCOO. Este divorcio ha sido visto por algunos, por ejemplo Charles Powell, como la quiebra del bloque electoral socialista, que en parte explica la derrota de 1996.
Las sucesivas convocatorias electorales reflejaron el castigo a la corrupción y a la mala gestión económica. En las autonómicas gallegas de octubre de 1993, el PP de Fraga obtuvo el 52% del voto, casi el doble que los socialistas (23%). En las europeas de junio de 1994, el PP superó por primera vez al PSOE en unos comicios de ámbito nacional, y lo hizo por 9 puntos. Las elecciones andaluzas registraron un avance considerable del PP de Javier Arenas; tanto, que los socialistas de Chaves perdieron la mayoría absoluta de la que siempre habían disfrutado. Los populares vascos, a pesar de la "socialización del dolor" llevada a cabo por ETA y la kale borroka, pasaron del 8 a 14% de los votos. Pero la prueba definitiva de que el PSOE caía fueron las elecciones municipales y autonómicas de mayo de 1995, porque la victoria popular fue con una participación del 70%, lo que puso fin al tópico de que la derecha sólo podía ganar si la gente no votaba. El partido de Aznar ganó en 44 de las 51 capitales de provincia, con grandes avances en antiguos feudos socialistas como Asturias, Madrid, Aragón y Valencia. Y el PSOE perdió la mayoría absoluta que tenía en el Senado desde 1982.
La derrota era tan presumible que CiU, que se había opuesto a la formación de una comisión de investigación de los GAL en el Congreso, forzó a González a adelantar las elecciones retirándole su apoyo en la aprobación de los presupuestos. En las elecciones catalanas de noviembre de 1995 se repitió la caída de los socialistas y el ascenso del PP, con Alejo Vidal-Quadras.
La campaña electoral de 1996 fue muy parecida a la actual. El PSOE se empeñó entonces, como se empeña ahora, en alertar al electorado de los males que iba a traer a España el Gobierno de Aznar, utilizando para ello zafiamente técnicas de publicidad negativa que vinculaban a los populares con el franquismo. El PP hizo una campaña moderada, como ahora, basada en la ilusión por el futuro y el cambio. Quería "ganar el centro", por lo que optó por un programa lleno de generalidades. Esto le sirvió al PSOE para acusar al PP de tener un "programa oculto" que pretendía acabar con el Estado del Bienestar, que por supuesto habían levantado en exclusiva los socialistas, y de reducir las prestaciones sociales. Luego se produjo la "dulce derrota", según González: la diferencia entre ambas formaciones fue de sólo 340.000 votos.
¿Por qué perdió el PSOE, pero no por tanto como se esperaba? Los escándalos de corrupción, como nunca se había visto en España, no animaron lo suficiente al electorado a castigarlo. Además, los socialistas se centraron más en la personalidad del líder, González, que en su desastrosa gestión económica. Por otro lado, la sucesión de elecciones desde 1993 permitió a los electores manifestar su descontento en niveles inferiores sin dejar de temer a la derecha en el nivel superior. Nada de esto parece que vaya a ocurrir en las elecciones del 20-N, no parece que los socialistas vayan a experimentar una nueva "dulce derrota", pero todo es posible.

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