12 noviembre, 2011

Crítica de la riqueza inmerecida

Por Leonard Read

Uno de los pilares de la teoría económica es el valor económico que adjudicamos a los bienes y servicios que poseen relación con nuestro bienestar. El valor económico es la importancia relativa que un bien posee para nosotros porque es útil y escaso.

El mérito y la fama de haber descubierto y expuesto este elemental saber acerca del subjetivo valor se lo debemos para siempre a Carl Menger y otros académicos de la Escuela Austriaca. Ellos aplicaron el análisis del valor en el campo de los bienes complementarios, es decir, bienes que se requieren para la prestación de otros servicios, y finalmente en el ámbito de los bienes de capital, que llamaron "bienes de orden superior". La teoría del valor de los bienes complementarios devino entonces en la clave para la solución de uno de los más importantes y difíciles problemas en economía: el problema del reparto.

La valoración del consumidor en una economía de mercado al final siempre determina la manera en que el producto final se distribuye entre los factores cooperativos de producción. Lo poco que estos elementales conocimientos de valoración económica se conocen generalmente, lo podemos ver en cómo circulan y se aceptan teorías de salarios que niegan la relación con el proceso de valoración. La mayoría de instituciones de enseñanza de la economía enseñan al público estadounidense y éste las abraza sin mayor crítica, teorías como las del "poder de negociación", "poder de compra", "condiciones de vida", "teoría de la subsistencia", o incluso la "teoría de la explotación" en estado puro.


El reparto a través del proceso de valoración parece que solo lo conocen unos pocos académicos y escritores "reaccionarios" y "pasados de moda". Fue Ludwig von Mises el que durante varias décadas fue el considerado como el más "reaccionario" entre los académicos, un reaccionario de la razón y la teoría económica. Por esto merece nuestra admiración y gratitud.

Mucha gente de verdad cree que el valor de las cosas se determina por el trabajo que se usó en su producción; que su precio debería reflejar bastante objetivamente la cantidad trabajo utilizado. La creencia en esta teoría del valor trabajo se basa sin embargo en mitos y no realidades. La experiencia del día a día nos revela su incorrección. Valga un ejemplo algo extremo: el mismo trabajo cuesta hacer un pastel de carne que uno de barro, y está claro que sus valores en el mercado son diferentes.

Un producto o servicio de poco valor en una época o lugar puede ser valorado mucho más en otro tiempo y lugar. Por ejemplo, un artista puede producir cientos de obras consideradas horribles y morirse de hambre con su trabajo. Pero como su estilo se ponga de moda, trabajando mucho menos, el artista puede llevar una vida de lujo.

Perdido a la deriva en una balsa durante días, un hombre ofrecería su fortuna por una hamburguesa. Sin embargo esa misma persona, tras un festín, seguramente no daría ni un céntimo por ella, aunque la hamburguesa es la misma.

Cada individuo juzga el valor de forma diferente. Por consiguiente el valor en el mercado se determina de forma subjetiva y no objetiva. En cierto sentido es como la belleza. ¿Qué es la belleza? Es lo que usted o yo u otro individuo pensemos que es bello. Depende de consideraciones personales y subjetivas, sujetas a una constante variación.

El valor, como la belleza, no puede ser determinado objetivamente. Que todas las personas podamos pensar que una puesta de sol es bonita, o que un monstruo es horroroso, que el oro es deseable, o que un pastel de barro es inútil, no altera el hecho de que éstos son juicios subjetivos. Tal unanimidad meramente refuerza la idea de que algunos juicios subjetivos están bastante extendidos.

No sorprende que mucha gente en Estados Unidos y a lo ancho del mundo no crea en la naturaleza subjetiva del valor. Hasta donde sabemos, nadie lo comprendía lo suficientemente bien como para intentar explicarlo hasta la última parte del siglo XIX. Antes de eso, gente tan notable como John Stuart Mill y los mejores economistas, incluyendo a Adam Smith y David Ricardo, se atascaban en el desarrollo de su teoría económica porque aceptaban la teoría de valor coste de producción o del valor trabajo.

Simplemente no podían explicar lo que sabían que era la gran ventaja del mercado libre en cuanto a los intercambios voluntarios. Sabían muy bien que ambas partes deben ganar cuando intercambian lo que valoran menos por aquello que valoran más, y sin embargo no se explicaban que esa ganancia había sido "ganada", por cuanto no podían explicarla en términos de costes laborales. En suma, no eran capaces de ver como el precio en un libre mercado podía ser competitiva o subjetivamente determinado por individuos que no tenían ni idea del trabajo y otros costes que la producción de un objeto particular involucraba.

Cómo Adam Smith, incluso con su teoría del valor trabajo, pudo haber visto las grandes ventajas del comercio (las incalculables bendiciones de otros, o la sociedad para el individuo) y cómo pudo considerar favorablemente la iniciativa privada en lugar del socialismo, es un milagro más atribuible a su buen instinto que a su razonamiento económico.

Marx, tan diferente a Adam Smith, siguió la teoría del valor trabajo hasta su conclusión lógica: el socialismo. Marx consideró todas las cosas útiles como un gran "fondo de salarios" y creyó que todo el fondo debía ser repartido directamente a los trabajadores. Permitir que cualquier parte de este fondo se considerara como retorno del capital sería considerarlo un pago inmerecido, y por lo tanto argumentaba que consistía en una explotación.

Cómo cualquier defensor de la teoría del coste de la mano de obra podía creer en algo diferente al socialismo, es difícil de comprender. Smith, Ricardo, Mill, y muchos otros lo hicieron instintivamente, no lógicamente.

Solamente cuando uno entiende la utilidad marginal o la teoría subjetiva del valor basada en los juicios de incontables individuos actuando libre y voluntariamente en el mercado, se puede entonces creer en la propiedad privada. Con este entendimiento, uno puede ver como una persona puede tener perfecto derecho a consumir más de lo que nunca pudo esperar producir con su propio trabajo.

Uno puede por lo tanto poseer algo que otros querrían voluntariamente intercambiar por lo que uno puede ofrecer. Esto significa un beneficio para todos los participantes en el proceso de intercambio, beneficio que debe siempre parecer inmerecido en términos de coste de trabajo. Sin embargo, refleja la aprobación de todos aquéllos que participan en cualquier transacción.

La utilidad marginal o teoría subjetiva del valor no necesita de ninguna otra justificación. Como está basada en el libre intercambio, funciona sin forzar a nadie. La teoría del valor trabajo - teoría de cómo la mano de obra determina los precios- por otra parte, basada en intercambios no voluntarios, no puede funcionar sin forzar a nadie.

Ahora, consideremos la persona cuyo padre invirtió 500$ en la incipiente industria del automóvil y que ahora se pregunta a quién le debe los millonarios beneficios resultantes. Esta persona no es el receptor de un inmerecido beneficio más de lo que lo es quien trabaja en la misma empresa por un salario. Ambos participan en lo que no podrían producir por ellos mismos. Y si el asalariado fuera a tener éxito en abortar lo que él puede pensar que es un beneficio inmerecido de su "afortunado" camarada, al mismo tiempo estaría destruyendo su propia fuente de ingresos.

Contemplemos al asalariado. Vive en una casa que él no podría construir por sí mismo. Quizás, si se le dieran suficientes materiales y herramientas para poderla fabricar y los planos del arquitecto, a lo mejor podría fabricar algo parecido a una casa de verdad.

Aún así no sabría fabricar un clavo, extraer el hierro, fundir los metales, construir los hornos, hacer la extrusión y otra maquinaria y demás. ¿Sabría hacer un martillo? ¿Una sierra? ¿Los acabados de madera? ¿Hacer la cuerda de la que pende su plomada? ¿Cultivar y voltear y peinar y tejer el algodón del cual está hecha?

¿Sabría fabricar la maquinaria que extrae el carbón que usa para calentar su casa? No podría fabricar las linternas que los mineros llevan si todos los ingredientes dependieran de sus propios recursos.

¿Qué hay acerca de los coches que ayuda a montar, uno de los cuales posee? Ni él ni ninguna otra persona en el mundo podrían fabricarlos solos. ¿Qué pasa con la comida que come? ¿Las ropas que viste? ¿Los libros y revistas que lee? ¿El teléfono que usa? ¿Los servicios médicos? ¿Las oportunidades que continuamente se le presentan?

Todo está hecho de un vasto proceso productivo y de intercambio, millones de individuos con muchas variadas habilidades que trabajan cooperativa y competitivamente - un mundo de compleja energía que fluye, cuya organización es mucho más compleja de lo que una sola persona puede comprender, ya no digamos controlar. Otros (sociedades pasadas y presentes) han puesto a su alcance bienes y servicios y conocimientos en tal diversidad y abundancia que él mismo no podría producir en miles de años la pequeña porción que consume en un día cualquiera. Y obtiene todo esto a cambio de su pequeño esfuerzo.

Lo asombroso es que es posible para él ganar sin un cambio en su esfuerzo, su destreza o sus conocimientos. Que otros inventen y se vuelvan más productivos, y recibirá más a cambio de lo que tiene para ofrecer. A la inversa, también es posible perder completamente, en el caso de que persista en ofrecer carretas de caballos.

Hay un hecho aún más asombroso. Nuestro asalariado puede pensar que su situación es desafortunada comparada con la de aquél que hereda millones. Cierto, las ganancias del millonario proceden de lo que han hecho otros. No obstante, el asalariado asimismo también debe su vida a las acciones de otros.

Poseer millones y simplemente ganarse la vida no son proposiciones alternativas. Ésa no es la cuestión. La cuestión es que ambas situaciones proceden del mismo proceso de intercambio y que lo que sea (coches, casas, comida, ropa, calefacción, millones, conocimientos o incluso la vida) nos viene inmerecidamente en el sentido de que nosotros no lo producimos completamente.

Comerciamos porque todos podemos obtener más satisfacción de nuestra mano de obra por estas vías. Mucho está disponible para aquellos que tienen algo que ofrecer que los demás valoran. En el libre mercado, cada cual gana todo aquello que recibe de un intercambio voluntario. Esto es muchísimo más de lo que podría producir por sí mismo.

Para poder entender el proceso mediante el cual uno puede consumir en un día lo que no sería capaz de producir solo ni en miles de años (el valor que puede obtener en un día que no podría obtener de su propia producción ni en miles de años) solo es necesario darse cuenta que el valor que uno puede obtener no tiene límite debido a la productividad y el intercambio y los juicios de valor de los demás.

Este mundo de energía creativa, esta productividad exógena, se vuelve entonces de singular importancia para cada uno de nosotros. No solo depende de ella nuestra prosperidad (material, intelectual, y espiritual), sino que gobierna incluso la propia vida. En suma, cada uno de nosotros se beneficia a través de la división del trabajo y la acumulación de capital e inversiones que otros realizan.

Degustemos este mundo de productividad a través de la división del trabajo desde la posición de potenciales beneficiarios de su generosidad. Las matemáticas de la fisión nuclear son conocidas para muchos académicos. Yo sin embargo, no las conozco. Podría conocerlas dado el caso. Aunque solo lo haría a base de incrementar mis habilidades cognitivas.

Podría suceder que este incremento esté fuera de mi alcance o que yo escogiera incrementar mis habilidades en otro campo en detrimento de éste. Pero asumiendo que yo llegara a aprenderlas, ¿me lo he ganado? Sí, tanto como lo he hecho a través de una intervención directa. Directa o indirecta a través del estudio de otros, la cuestión es la misma.

El mismo principio se aplica al caso de un producto como objeto de conocimiento. Por ejemplo un yate lujoso. Su fabricación me es tan desconocida como las matemáticas de la fisión nuclear. Yo no poseo un yate. Podría hacerlo dado el caso. Me convertiría en el beneficiario de su existencia si incremento mis propios recursos de intercambio, o incluso si otras personas se vuelven suficientemente productivas, podría adquirir uno a cambio de los mismos esfuerzos y recursos que ahora poseo.

Asumamos que obtengo uno a cambio de mis presentes escasos esfuerzos; ¿me lo he ganado? Sí, incluso si es por lo mismo que me ganaría un ciervo por pasar por su camino y apretar el gatillo. Todo lo demás me ha sido suministrado. El ciervo, un milagro que los seres humanos no podemos fabricar, se cruzó en mi camino. La escopeta, la pólvora, la oportunidad representaron un ingenio creativo fluyendo a través del espacio y el tiempo de lo cual sé bien poco.

Igual que con el ciervo, con el yate. Me lo gano como si lo hubiese fabricado yo mismo. Otros, con su productividad, conocimientos y destrezas, voluntariamente lo intercambiaron por lo que yo les ofrecí.

Alguien podría argumentar que pude comprar el yate porque nací hijo de un padre "rico". Por la misma razón, yo podría argumentar que mi inteligencia sería mayor y podría comprender las matemáticas de la fisión nuclear si mi herencia genética hubiera sido diferente.

Vernos en relación con los demás es virtualmente imposible. Casi no nos comprendemos a nosotros mismos; la comprensión de los demás es incluso más escasa. Sin embargo, no es necesario que esta comprensión sea perfecta. Solo es necesario que entendamos la idea de ser beneficiarios de esta bendición, la división del trabajo, y que entendamos y apreciemos nuestra dependencia y relación con ella.

Bajo este prisma (nosotros como beneficiarios y la división del trabajo como benefactora) es pertinente revisar nuestros comportamientos, actitudes y acciones. Si queremos servir bien nuestros propios intereses, haríamos bien en vivir en armonía con estos hechos de la vida, no contra ellos.

Bajo este prisma, deberíamos hacer lo posible por incrementar nuestra percepción y poder de intercambio. Solo a través de la mejora personal podemos servirnos mejor. Y está claro que solo a través de la mejora personal podemos servir mejor a los demás, es decir, mejorar el bienestar de otros.

¿Quién compone este benefactor nuestro, este almacén de energía? Está compuesto de individuos que, como nosotros, son todos diferentes entre sí y que, como nosotros, dependen de los demás. ¿Y cuál debería ser nuestra actitud hacia estos millones de otros si los miramos desde el punto de vista del interés propio?

Valernos por nosotros mismos, una gran virtud, debería destacarse. La forma de hacerlo es no ser una carga para los demás y entrar en intercambios voluntarios (nunca involuntarios). Esta es el libre mercado.
Es un hecho observable que estos otros, como nosotros mismos, trabajarán el máximo de sus posibilidades si se les permite la propiedad y el control de los frutos de su trabajo y los frutos de sus intercambios. Es en nuestro interés preservar este incentivo. En esto consiste la institución de la propiedad privada.
Tal y como haríamos nosotros, los demás darán lo mejor de su creatividad si se les deja libres de hacerlo. Deberíamos por lo tanto, sospechar de cualquier interferencia con la actividad creativa así como de cualquier traba al libre comercio y traspaso de conocimientos.

Nuestros intereses se perjudican si existen depredadores, ladrones o autoritarios entre la gente; si algunos practican la violencia, el fraude, mal representan o parasitan. Nuestros propios intereses se perjudican si los votantes usan el aparato político para ganar favores a costa de la gran mayoría del público. La forma de gobierno que permite una mejor operativa del libre mercado y la voluntaria división del trabajo es el gobierno limitado.

Para que cada individuo avance, debe sentir la misma preocupación hacia los derechos de los demás que tiene con los suyos propios. Debería proteger las energías creativas y el libre intercambio y transmisión de ideas de los demás como de las suyas propias. Porque así cada uno podríamos decir "Soy el beneficiario de su existencia".

Si queremos progresar como individuos nos aseguraremos de que todas las personas son libres de

perseguir sus ambiciones tanto como les sea posible.
asociarse con quien les plazca por sus propias razones.
adorar a Dios como les plazca.
elegir su profesión libremente.
montar empresas, ser sus propios jefes, y elegir las horas de trabajo como crean conveniente.
usar sus propiedades y ahorros adquiridos honestamente como quieran.
ofrecer sus productos o servicios en sus propios términos.
decidir adquirir o no cualquier cosa que se les ofrezca.
estar de acuerdo o no con cualquier otro.
estudiar y aprender lo que se les antoje.
hacer lo que les plazca en general, siempre y cuando no infrinjan con ello el igual derecho que otras personas tienen de hacer lo mismo.

Según estas observaciones, ésta es una forma de vida armoniosa con los intereses de los demás. La envidia por lo que otros han conseguido pueden dar paso a una sensación de apreciación y placer. La desigualdad, que no es otra cosa que la compañera de la diversidad sin la cual la supervivencia es imposible, debería ser favorecida en vez de odiada.

¿Son inmerecidas las riquezas que se reciben en una sociedad? Solo en el sentido de que los que producen pueden obtener ganancias fantásticamente mayores que las que tendrían en aislamiento. Los beneficios que emanan de la división del trabajo están disponibles para todos nosotros a través del comercio voluntario si la libertad prevalece.

Estos son los pensamientos de alguien que se sabe asimismo beneficiario y que cree que los que otros que actúan creativamente son sus benefactores. Debo mi vida a ellos; por lo tanto si quiero vivir y prosperar, trabajaré tan diligentemente por sus libertades como por las mías propias.

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