ORIENTE MEDIO
Por Charles Krauthammer
Barack Obama fue, desde el principio, un firme detractor de la Guerra de Irak. Guerra que, cuando accedió a la Presidencia, en enero de 2009, estaba ganada. |
La táctica del incremento de tropas [surge] fue un rotundo éxito. Al Qaeda mordió el polvo de una humillante derrota cuando los suníes de Al Anbar decidieron luchar contra ellos codo con codo con los infieles norteamericanos. Aún más notable: las fuerzas del primer ministro Nuri al Maliki, chií, desmantelaron –con asistencia norteamericana– las milicias chiíes desde Basora hasta Sader City.
Así estaban las cosas: Al Qaeda, diezmada; el primer ministro chií, adoptando una postura decididamente nacional; los suníes, dispuestos a integrarse en un Gobierno de concentración; las bajas norteamericanas, en mínimos; las elecciones, a la vuelta de la esquina. A Obama no le quedaba sino una única tarea: negociar un nuevo acuerdo sobre la presencia norteamericana en el territorio iraquí (SOFA, por sus siglas en inglés –New Status of Forces Agreement–) para consolidar esos avances y forjar una alianza estratégica con la única democracia del mundo árabe.
Pues nada. Las negociaciones fracasaron definitivamente el mes pasado. No hay ningún acuerdo, ninguna alianza. El 31 de diciembre, la presencia militar norteamericana en Irak estará finiquitada.
Y no podrá decirse que el presidente no se lo esperara. Tuvo tres años para prepararse. Todo el mundo, en Irak y en EEUU, sabía que el SOFA de 2008 para el repliegue norteamericano se concibió con vistas a una futura renegociación. Todas las partes relevantes –salvo las milicias de Muqtada al Sader– estaban interesadas en el mantenimiento de una fuerza norteamericana de estabilización, al estilo de lo que sucedió en Japón, Alemania y Corea después de la II Guerra Mundial.
En tres años, Obama ha cosechado dos bochornosos fracasos. El primero fue su incapacidad para, en el apogeo de la influencia norteamericana en el Irak post surge, arbitrar una coalición de centro con los bloques mayoritarios entre las comunidades suní, chií y kurda, que se repartieron el 69% de los escaños en las elecciones de 2010.
Esa tarea era cosa del vicepresidente Joe Biden. Fracasó estrepitosamente. A resultas de ello, el Gobierno iraquí acabó en manos de una coalición sectaria en la que las riendas las lleva la pequeña facción (12%) de Sader, satélite de Irán.
El segundo fracaso tuvo que ver con el propio SOFA. El Ejército recomendó dejar 20.000 efectivos regulares, muy por debajo de los que tenemos desplegados en Corea (28.500), Japón (40.000) y Alemania (54.000). Pero el presidente rechazó la propuesta y optó por dejar entre 3.000 y 5.000 hombres.
Ese contingente tan ridículamente pequeño tendría que consumir todas sus energías en su propia defensa –recordemos el trágico destino de nuestro despliegue en el Líbano en 1982, sin misión concreta alguna–, por lo que no podría procurar instrucción a los iraquíes, ayudar a conformar la fuerza aérea local –equipada por EEUU–, mediar en las disputas étnicas (como hemos hecho fructíferamente, por ejemplo, entre los kurdos y los árabes), administrar las bases dedicadas a vigilancia y operaciones especiales y establecer la clase de estrechas relaciones militares que sustentan nuestras alianzas más fuertes.
La propuesta Obama fue una señal inconfundible de falta de seriedad. Quedó claro que, simplemente, quería marcharse, dejando a cualquier iraquí lo bastante loco como para ser proamericano expuesto al letal influjo iraní. Mensaje recibido. Justamente la semana pasada Masud Barzani, líder de los kurdos –de los más firmes aliados estadounidenses durante dos décadas–, visitaba Teherán para presentar sus respetos tanto al presidente Ahmadineyad como al ayatolá Jamenei.
Las cosas no tenían que acabar así. Nuestros amigos no tenían que acabar a la intemperie y buscando la protección iraní. Tres años y una guerra ganada habían dado a Obama la oportunidad de asentar una alianza estratégica con la segunda potencia más importante del mundo árabe.
La excusa esgrimida ha sido la negativa iraquí a conceder inmunidad jurídica a las fuerzas estadounidenses. Pero la Administración Bush se topó con el mismo problema... y lo sorteó. Obama no tenía el menor deseo de hacerlo. De hecho, él considera la retirada un auténtico éxito, el cumplimiento de una promesa electoral.
Obama se opuso a la guerra, sí, pero cuando se convirtió en el comandante en jefe ya habíamos pagado el tremendo precio en recursos y sangre. Su obligación consistía en sacar provecho a ese sacrificio, en blindar los avances estratégicos que nos había aportado ese sacrificio.
Obama ha fracasado precisamente en aquello que, según su Administración, hace tan bien: la diplomacia. Tras años de uso supuestamente torpe de la fuerza bruta, Obama iba a abrir la puerta a una era... no de poder duro [hard power], sino de poder blando [soft power], diplomático, inteligente. Pues nada.
Dentro de unos años no nos preguntaremos quién perdió Irak, pues ya está claro, sino: ¿por qué?
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