Durante
años, un pacto de lealtad a cambio de rublos fomentó el crecimiento de
una clase media apolítica cada vez más numerosa en Rusia. El pasado
sábado, esta clase media se revolvió contra su creador, aunque está
lejos aún de unirse en torno a un único candidato opositor, según la
opinión de Irina Borogan y Andrei Soldatov.
El
pasado sábado, por primera vez en este siglo, fuimos testigos de una
clase media rusa que no estaba en los cafés o en los restaurantes
familiares donde solían pasar los fines de semana, sino en las plazas,
con pancartas y consignas. Por supuesto, entre la multitud que estaba en
la Plaza Bolotnaya había anarquistas radicales, activistas por los
derechos humanos y periodistas -todas esas personas que han acudido a
las manifestaciones y marchas de la disidencia todos estos años de
atrás, aunque no solían llegar a los dos millares en las mejores
ocasiones-. Pero ésta vez han quedado difuminadas entre la multitud de
caras totalmente nuevas, la mayoría de las cuales estaba en la Plaza por
primera vez en sus vidas, y el resto que probablemente habían olvidado
ya la última vez que habían participado en una manifestación de
protesta.
Es
absolutamente natural que la oposición esté experimentando una oleada
de entusiasmo sin precedentes, convencida de que ha obtenido un nuevo
grupo de votantes que comparte sus puntos de vista y la manera de dar
batalla al Gobierno. Estas expectativas, sin embargo, están lejos de
cristalizar en algo concreto.
Lo
que vimos en la Plaza Bolotnaya era la clase media de Moscú, compuesta
por gente pudiente, con formación académica, que pasa un montón de
tiempo en Internet y posee un Mazda, un Ford o un Nissan que han
comprado a plazos. Algunos de ellos estarán pagando una hipoteca de un
apartamento en algún lugar de las afueras de Moscú. Son personas
agradables y no violentas, y parecen más gente en un cine o en un
supermercado que inspirados revolucionarios, y es la primera vez que
muestran en público cualquier tipo de interés en la política.
Durante
la pasada década estaban activos en la esfera económica, pero apenas
tenían presencia en el área de la cultura o de la política. El pacto que
les ofreció Putin cuando llegó al poder era sencillo: la oportunidad de
hacer dinero a cambio de no mostrar interés por la política. La clase
media se rindió totalmente a este pacto. En 1998, cuando los precios se
desplomaron después de la crisis, y en 1999, cuando tuvieron lugar
varias explosiones en bloques de apartamentos, la gente estaba
aterrorizada. La gente misma rescató la figura de Pinochet y su abandono
de las libertades democráticas si éstas “tenían como resultado este
caos”.
Durante
muchos años, Putin decantó a su favor este pacto tácito. En la última
década, la clase media ha crecido y se ha hecho apreciablemente más
rica, y se ha acostumbrado a ir a esquiar o hacer cruceros durante sus
vacaciones. Para proteger sus intereses se les aplicó la tasa más baja
(13%) del impuesto sobre la renta.
La
clase media ha roto ahora el pacto al salir a las Plazas y está claro
que su interés en la política no se límita sólo al fraude electoral de
las últimas elecciones. Tuvo su origen en septiembre, cuando Putin
anunció que quería volver a ser presidente: la clase media se inscribió
en masa para ser observadores electorales y han sido sus conclusiones
las que dibujan el panorama de manipulación vivido en los colegios
electorales.
Putin,
en otras palabras, ha perdido inesperadamente su principal base de
apoyos entre los miembros económicamente más activos de la población.
A
principios de la pasada década, algunos esos amigos nuestros que ahora
se manifiestan en la Plaza Bolotnaya consideraban a Putin una solución
adecuada a una situación complicada. La mayoría de ellos no sufrieron la
amedrentación de Rusia Unida, que suele aprovechar su papel
gubernamental durante las elecciones incumpliendo directamente la
Constitución. Pensaban que esto no iba a afectar a sus negocios o a su
carrera profesional, y que aquellos que consideraban esto inaceptable
eran perdedores que nunca encontrarían su lugar en la vida. Y mostraban
un interés pasivo en la política, como demuestra el hecho de que la
tirada de los periódicos ha descendido y que su programa favorito de
televisión era “Namedni”, presentado por Leonid Parfionov, y que
mostraba los acontecimientos políticos de actualidad con un barniz
superficial de entretenimiento.
Estos
precedentes dieron como resultado una ausencia total de una cultura de
discusión política dentro de las clases medias. Rusia nunca ha tenido
una tradición de tertulias políticas en los cafés (en la URSS todas
estas discusiones tenían lugar alrededor de la mesa de la cocina).
Durante la década pasada se abrieron muchos cafés, pero nunca se
convirtieron en lugares de debate.
La
clase media, al descubrir su interés en la política, se ha apresurado a
empezar a intercambiar sus puntos de vista en las redes sociales.
Facebook ha cobrado más importancia que Twitter: estos días no sólo es
un medio para movilizar, sino que es también una plataforma para la
interacción y una fuente de noticias. Además, el declive de la cultura
política ha resultado en una pérdida de interés (y confianza) en los
medios de comunicación tradicionales, tanto los del gobierno como los de
la oposición.
Así
que hoy día la supuesta clase media sólo está preparada para aceptar
las soluciones más simples a los problemas complejos. Esta es una de las
razones por las que Aleksei Navalny es tan popular, ya que es un
maestro de las respuestas simples: la clase media está, según él,
sufriendo por culpa del robo y el ladrocinio inagotables de la
corrupción de los funcionarios del gobierno, y porque éstos han decidido
“alimentar” al Cáucaso Norte.
Tanto
la falta de confianza como la de cualquier experiencia de debate
político son también las principales razones por las que la gente que
acudió a la Plaza Bolotnaya no muestran un apoyo explícito a las figuras
de la oposición tales como Boris Nemtsov, líder de PARNAS, Eduard
Limónov, líder de los nacionalbolcheviques o Evgeniya Chiríkova,
defensora del bosque de Jimki.
Los
debates en los foros y webs de internet llamando a unas elecciones
limpias están llenos de recelos hacia estas figuras. La clase media está
espantada por Limónov, una persona intransigente, y por el bien
parecido y glamuroso Nemtsov, que tuvo responsabilidades de gobierno en
los 90. Pero también recelan de Chiríkova, que es uno de ellos, de la
clase media. Lo más llamativo es que incluso Navalny, que definió a
Rusia Uninda como un partido de ladrones y estafadores, está empezando a
ser considerado como una persona que podría implicar a la gente en
juegos peligrosos e incomprensibles. “No deis a Nemtsov o a Navalny un
micrófono hasta que no estéis seguros de que van a expresas sus ideas y
no van a limitarse simplemente a gritar. Dádselo a Parfionov”, escribe
Svetlana Shapovalyants en el foro de Bolshoi gorod. La palabra
“político” todavía está considerada como una palabra sucia.
Yury
Saprikin, que durante años fue editor de Afisha, la revista de estilo
de vida y tendencias más popular entre la clase media, en su artículo
“Refresca esta página” hace la mejor descripción sobre el talante de la
multitud en la Plaza: “Hay una noticia que no va a gustar a los
políticos: la gente que ha acudido al mitin no está ahí por vosotros. Ha
sido la primera vez que los habéis visto, no sabéis quienes son o qué
piensan y no tenéis nada de lo que hablar con ellos ni, probablemente,
que ofrecerles”. Entre los nombres que cita el artículo que han recibido
el apoyo de la multitud se encuentran el popular escritor Boris Akunin y
el presentador de televisión Leonid Parfyonov. Boris Akunin hizo,
durante su intervención, un llamamiento a restituir a los moscovitas su
derecho a elegir a su alcalde y a repetir las elecciones en la capital.
Pero la gente de la Plaza no son políticos ni lo quieren ser.
Una
cosa está clara: la clase media quiere nuevos líderes, pero de momento
no tiene candidatos que proponer. La gente está cansada de farsas
electorales, pero no saben a quién elegirán ni cuáles son sus demandas
políticas. Además, tampoco confían en la oposición no autorizada, que ha
llevado a cabo durante los últimos años numerosos esfuerzos para
convencer a la sociedad de que las protestas callejeras son una
posibilidad. En las crisis precedentes el Kremlin siempre recibió de la
oligarquía su apoyo, no sólo financiero, sino también intelectual.
Fueron los intelectuales, a petición de los oligarcas, quienes ayudaron a
Yeltsin a ganar en 1996 y a Putin en 1999. Los oligarcas, que
recibieron a Putin con los brazos abiertos, no tienen ahora prisa en
ayudarle.
Durante
los últimos 25 años siempre ha habido grupos de poder que han
considerado que las reformas podían llevarse a cabo mucho más
efectivamente si trabajaban codo a codo con las autoridades antes que
con una población atrasada y con pocos estudios, y por esta razón las
élites siempre han apoyado las decisiones políticas más difíciles.
Pero
ahora que Medvedev ha renunciado a sus ambiciones presidenciales, hay
muy pocos de estos grupos. Después de todo, para las élites el retorno
de Putin al Kremlin sólo significará que no habrá una reasignación de
los cargos gubernamentales ni tampoco nuevos empleos, por lo que no hay
ninguna razón para mostrarle apoyo alguno.
Andrei Soldatov e Irina Borogan
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