"No te olvides que vas a estar
sentado frente a quien representa la mayor amenaza para Estados Unidos y
el mundo occidental", me miró serio el doctor, académico y analista
Rafael Fernández de Castro, mientras intentaba apagarse el frío con un
sorbo a un generoso chocolate oscuro y una chamarra café campirana. Era
la noche del domingo 8 de enero en un café del DF. Faltaban cuatro horas
para que despegara el vuelo que me llevaría a Venezuela para
entrevistar al presidente de Irán, Mahmud Ahmadineyad y dos de los
mexicanos más sabios en política exterior me daban cátedra exprés para
el encuentro con –lo dicen muchos– el rostro del próximo objetivo
militar norteamericano:
Con un discurso agresivo contra Washington, con un antisemitismo que
niega el asesinato de millones de judíos en la Segunda Guerra Mundial y
anhela la desaparición de Israel, el presidente de Irán ha desoído las
advertencias de Occidente y mantiene en su país un programa de
enriquecimiento de uranio -él dice que para generar energía eléctrica,
pero no pocos sospechan que para fabricar bombas nucleares (luz y armas
atómicas se consiguen partiendo del mismo proceso científico).
En los últimos días, el secretario de Defensa de Estados Unidos amenazó
que frenará no sólo el desarrollo de un arma atómica en Irán sino sus
capacidades para producirla. Mientras, el jefe de la Organización de
Energía Atómica iraní anunció que tienen lista una segunda instalación
enriquecedora de uranio, escondida bajo una montaña, resguardada con
artillería pesada.
Por ello Estados Unidos y Europa planean sancionar financieramente a
Irán donde más le duele: sus ganancias petroleras (es el segundo país
con más reservas del mundo). Irán amaga que bloqueará el Estrecho de
Ormuz, impidiendo el paso de los buques que transportan el 20 por ciento
del crudo del planeta y enloqueciendo con ello a los petroprecios.
Barack Obama desliza que eso ameritaría una respuesta militar. Para
muchos analistas, la guerra está cerca. Hay quien deduce que el
Pentágono retiró a sus soldados de Iraq y Afganistán para apuntarlos
hacia Irán.
Ya es lunes 9. Estoy sentado en el piso de un salón del hotel Gran Meliá
Caracas, donde se hospeda Ahmadineyad. La entrevista iba a ser a las
nueve de la mañana, luego a las once, a las siete de la noche... pero ya
son las diez y todavía nada. Ya están las tres sillas: una para él con
su bandera atrás, otra para el traductor, una para mí. Lo tendré a un
metro de distancia. Cuatro cámaras apuntan a la escena. Los cables con
micrófonos de solapa en un extremo cuelgan de los respaldos. Los cuerpos
de seguridad presidenciales no dejan de vigilar el sitio un instante.
Entran y salen iraníes y venezolanos. Los perros policía olieron hasta
nuestros celulares. Ya hicimos las pruebas. La señal está lista.
Dan las 11 de la noche. Llevamos catorce horas esperando. El jefe de
prensa se acerca: el presidente está cansado, no te dará la entrevista
hoy, pero te recibe dentro de tres días en Ecuador. |
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